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El Salvador o la vitrina de un continente

El Salvador es uno de los países más pequeños de Centroamérica. Sin embargo, cuenta con una variada oferta de destinos y paisajes, forjados por el rugir prehistórico de los volcanes.

Santiago La Rotta
18 de noviembre de 2010 - 04:42 p. m.

Hay vestigios mayas, buenas playas y un largo etcétera de razones para tomar un avión a un pequeño gran destino, convenientemente localizado a poco más de dos horas de vuelo desde Bogotá.

En lo alto de la montaña se encuentra un cráter enorme, una garganta capaz de tragarse vorazmente el tiempo y la luz. El bus asciende con asmática terquedad por la empinada carretera y después de unos 15 minutos aparecen fulgores de intenso azul allá en lo profundo del volcán. El final del camino: la inmensidad. El lago Coatepeque es un soberbio espejo de agua que parece comprimir la vida a una corta sucesión de eventos que inevitablemente llevan a ese momento, al instante preciso y decisivo de la contemplación absoluta, una suerte de Nirvana en el que todo no es blanco, sino azul, turquesa, belleza.

Y menos de una hora después el azul ha cambiado un poco y ya no es color piedra preciosa (improbable, pero invaluable), sino que ahora es más espeso, denso, tangible. Son las aguas del Pacífico, siempre violentas e indomables, que se estrellan con furia contra el acantilado para dejar una sabrosa estela de espuma sobre una arena cálida e infinita.

Dos mil metros de altura sobre el nivel de ese mar brioso y agradecido se encuentra un denso enjambre de cafetales y el azul se ha diluido en la paleta de hora y media de sinuosa carretera para dar paso al verde intenso del bosque templado, que siempre parece recién bañado por la lluvia sorpresiva, como si la humedad soplara el viento.

En apenas 21.041 kilómetros cuadrados, El Salvador concentra una suerte de altiplano con vastas extensiones de buen café, playas hechas para adornar postales de viaje para parientes lejanos, más de 20 volcanes activos y una parte del recuerdo colectivo de lo que fueron los mayas, representado en un sinnúmero de enigmáticas pirámides, la mayoría aún por descubrir. En un área inferior a la de Cundinamarca, El Salvador parece hecho como una muestra de Centroamérica, el apartamento modelo de un continente.

En ese pedazo diminuto de país la guerra se hizo grande y durante 12 años arrasó con la mayoría del territorio y mandó al exilio a cerca de dos millones de salvadoreños. Convirtió las carreteras en improvisadas pistas de aterrizaje para la aviación de los militares, dedicados a cazar a los guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln), en tantísimas ocasiones sin distinguir entre el camuflado y el civil. La guerra le dio a todo salvadoreño un pasado común. “A mi padre lo mataron los guerrilleros”, dice uno. “Yo quise ser militar hasta que me di cuenta...”, dice el otro. Como si fuera un amplio y tétrico río, la violencia unió al país bajo el látigo del dolor nacional.

El conflicto también les dio la posibilidad de reinventarse, esos raros milagros que sólo se escuchan cuando los fusiles callan y los muertos se entierran en la fosa común del ayer. De la guerra hablan en pasado. Qué suerte.

Desde siempre, El Salvador ha estado gobernado por fuerzas violentas. Ahí están los volcanes, incrustados en el horizonte como salvajes dueños de la tierra. En alguna época remota, los marineros extraviados en la amplitud de la noche o la niebla podían distinguir la costa del mar guiándose por el fuego permanente de Izalco, un volcán llamado con justicia “El faro del Pacífico”. Cierto empresario visionario decidió construir un hotel en un cerro al lado de Izalco. Para el año de su inauguración, 1954, el volcán cesó su actividad. Mala suerte.

A la sombra de las montañas de fuego florecieron pequeñas poblaciones con una vida simple y tranquila. Construcciones bellamente enmohecidas con el paso de los años, como si se hubieran conservado en nostalgia, que abren paso a un largo sin fin de tiendas con artesanías locales o a tesoros más remotos y atípicos: un viejo molino de maíz para hacer tradicionalmente las pupusas (el elemento gastronómico insignia de Centroamérica), un enorme vivero que parece una selva contenida, una tienda abarrotada con canastos de mimbre hasta el techo cuya dueña tiene la extraña facultad de desaparecer bajo el ordenado caos de su vitrina sin vidrios ni estantería.

Lejos del aire acondicionado del bus turístico está el mercado local de Nahuizalco: un largo callejón a cielo abierto convertido en exhibición de vegetales, cangrejos y alimentos de colores improbables. Toque, pruebe, invitan las mujeres, sin pudores, sin el formalismo usual del comercio, con la familiaridad del vecino, el cliente habitual a quien nunca han visto.

Tal vez el mayor activo de El Salvador es su gente buena y amable, siempre dispuesta para la gentileza inesperada, el gesto insospechado de cordialidad con el forastero que dura muchos años más que el sello en el pasaporte. Es un país pequeño, diminuto incluso, que busca rehacerse después de la guerra, y en medio de la violencia de las maras, a través del turismo. Un destino sugerente para un viaje a fondo o para el turista despreocupado que ve más allá de los titulares de las noticias y la coyuntura.

Por Santiago La Rotta

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