Salud

William Ospina
24 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Si para algo ha servido esta experiencia extraña del coronavirus, el primer accidente verdaderamente global de la historia, es para demostrarnos y recordarnos algunas verdades antiguas.

La más importante es que la salud pública depende menos de la atención hospitalaria, la farmacia y la cirugía, que de la reserva inmunitaria de la humanidad. Esta obedece en parte a la información genética y en gran medida a las condiciones de vida de los ciudadanos. La fortaleza espontánea de los organismos sigue siendo nuestra principal defensa.

Cuando los gobiernos diseñan sus estrategias de salud pública cada vez se dejan extraviar más por la teoría del mercado, según la cual la salud son seguros médicos privados, atención de urgencias, hospitalización, cirugía, tratamientos paliativos y productos farmacéuticos. Confunden la salud con el tratamiento de la enfermedad, que es solo uno de sus aspectos.

Señores: la salud es prevenir la enfermedad antes que tener que dedicar todos los esfuerzos a curarla. La salud es mantener y reforzar el sistema inmunológico de los cuerpos, que están en contacto continuo con gérmenes y virus, con microbios y bacterias, y cada día no sólo los vencen sino que se fortalecen frente a ellos. Un sistema de salud preventiva es la primera necesidad de este mundo cada vez más enfermizo en que vivimos, y necesita principios muy claros.

La salud es, en primer lugar, agua potable y aire puro. Se entiende que los gobiernos inviertan en el sistema hospitalario, pero no pueden olvidar la necesidad de acueductos en todas partes, y la salud del agua misma. Colombia es una inmensa fábrica de agua, tiene la mitad de los páramos del planeta, y está destruyendo esa reserva milagrosa con la complicidad y a veces por la iniciativa de todos los gobiernos.

La salud es, también en primer lugar, la alimentación. Hasta hace pocas décadas los seres humanos disfrutamos de un régimen alimenticio con 50 siglos de seguro. Era fruto de las tradiciones gastronómicas de los pueblos, en cada lugar se consumía sobre todo lo que se producía en el entorno, y un tesoro de recetas probadas daba tranquilidad a las generaciones.

Había tradiciones más sanas que otras, pero todas les permitieron a las sociedades sobrevivir con una mezcla de intuición y de experiencia que nuestra época novelera y frívola está arrojando por la borda sin la menor prudencia. Ya no sabemos qué estamos trayendo a nuestro plato: qué esteroides les aplican a esos pollos, qué antibióticos a esas carnes, qué preservantes a esas conservas, qué venenos a esas frutas, qué azúcares a esas bebidas. Qué camino han tenido que recorrer esos basa que nos venden como róbalo, esos cereales procesados por la industria.

Antes la alimentación era fuente de salud, ahora es una de las principales causas de enfermedad, de obesidad, de problemas coronarios, de diabetes. Ya no solo nos toca alimentarnos sino curarnos de lo que comemos, y en el mundo crece el consumo de ayudas digestivas, antiácidos, complementos vitamínicos, remedios para toda clase de trastornos estomacales e intestinales, y la publicidad es una oda permanente a las grasas saturadas y a los azúcares. En ningún campo de la realidad la superstición del progreso es más dañina, más absurda y más falsa.

Un poeta dijo alguna vez: “No la toques ya más que así es la rosa”. Es lo que hace mucho tiempo hemos debido decir de la dieta, y sobre todo de las gastronomías más sabias y ricas del mundo, que por lo general corresponden a las culturas más hondas y refinadas. Alguien pensará en estos momentos en los mercados húmedos de China, de donde dicen que salió el virus que nos tiene asediados, pero la tradición gastronómica china es una de las más refinadas del mundo, y sospecho que los mercados enormes y sucios son más fruto de nuestra época que de cualquier otra. Las sociedades campesinas y productoras de alimentos siempre supieron alimentarse.

La salud también está en la educación y el conocimiento, y sobre todo en la higiene: procesos pedagógicos que comienzan en la familia y en la escuela, pero tienen que ver con las costumbres, el respeto por muchas tradiciones, el entorno social en que las personas se mueven, espacios públicos, mercados, ventas callejeras, los hábitos de alimentación y las condiciones del trabajo.

Porque más allá del agua potable, del aire limpio, de la higiene, de la alimentación sana y rica, que no quiere decir ni costosa ni exótica, de la educación y en general de la cultura, si algo necesita la salud pública es trabajo digno y satisfactorio, recreación y un entorno afectuoso. Un mundo donde la vida es angustiosa, donde el empleo es esquivo, los recursos escasos, el futuro incierto, la seguridad dudosa y la vida social tormentosa y llena de discordias, es semillero de muchas enfermedades reales y de muchas no por imaginarias menos dolorosas. Nada congestiona tanto las salas de urgencias.

Por eso se equivocan los gobiernos que creen, cuando encajonan sus ministerios, que una cosa es la economía, otra es la salud, otra la educación, otra el trabajo, otra la cultura, y otra el medio ambiente. Gobernar no es manejar cubículos aislados sino producir armonía entre los distintos componentes de la vida social. Un alcalde ignorante al que le gustaba cortar árboles les decía a los que protestaban: “Una ciudad no es un bosque”. La verdad es que debería serlo.

Agua limpia, aire puro, alimentos sanos, higiene, educación, trabajo digno, ingresos confiables, un entorno sereno, una vida activa y amable, memoria, belleza, cordialidad y solidaridad son las condiciones de una salud pública verdadera, y deberían ser la tarea principal de los gobiernos, porque resumen los secretos de la economía y de la política.

Los burócratas y los profesionales del poder quieren persuadirnos de que los asuntos públicos son tarea de expertos y son ciencias herméticas. Les conviene hacerles creer a los pueblos, contra toda evidencia, que la política está llena de secretos y misterios cuyos arcanos muy pocos dominan. El resultado, como todos podemos ver, no son la prosperidad y la armonía, sino la desigualdad, la injusticia y el caos.

Frente a esta pandemia, lo que más nos está salvando en todo el mundo, más allá del conmovedor heroísmo y la abnegación del cuerpo médico, es sobre todo la inmunidad de los seres humanos y la sabiduría de sus culturas. Fortalecer esa inmunidad con una verdadera política de salud pública es la única puerta al futuro.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar