Un mundo más caliente, el paraíso de los mosquitos

Tras estudiar por años la relación entre la malaria y el fenómeno de El niño, un grupo de científicos colombianos descubrieron que las altas temperaturas aumentan los casos de transmisión. ¿La razón? El calor modifica el metabolismo de los insectos.

Sergio Silva Numa
16 de diciembre de 2018 - 02:00 a. m.
BOG111. CALIMA (COLOMBIA), 06/02/2016.- Un pescador navega cerca a una de las orillas expuestas por el bajo nivel de las aguas hoy, sábado 06 de febrero de 2016, en el Lago Calima, municipio del Darién, en el departamento del Valle del Cauca (Colombia). Las altas temperaturas por el fenómeno de El Niño han reducido el nivel de agua contenida en el embalse. Según Epsa, empresa electrificadora encargada del embalse; en los últimos días el lago alcanza 202 millones de metros cúbicos de agua, siendo de 529 su capacidad total. EFE/CHRISTIAN ESCOBAR MORA
BOG111. CALIMA (COLOMBIA), 06/02/2016.- Un pescador navega cerca a una de las orillas expuestas por el bajo nivel de las aguas hoy, sábado 06 de febrero de 2016, en el Lago Calima, municipio del Darién, en el departamento del Valle del Cauca (Colombia). Las altas temperaturas por el fenómeno de El Niño han reducido el nivel de agua contenida en el embalse. Según Epsa, empresa electrificadora encargada del embalse; en los últimos días el lago alcanza 202 millones de metros cúbicos de agua, siendo de 529 su capacidad total. EFE/CHRISTIAN ESCOBAR MORA
Foto: EFE - Christian Escobar Mora

Hace una semana Colombia recibió una advertencia. El ministro de Ambiente reunió a varios periodistas para anunciarles que el fenómeno de El Niño sería inevitable. En los próximos meses, dijo, habrá heladas y 391 municipios estarán en aprietos para abastecerse de agua. En varios de ellos la temperatura será un grado Celsius mayor y tendrán que prepararse para una temporada de sequía. (Lea Malas señalas de una plaga)

La última vez que el país enfrentó este fenómeno fue en 2015 y tuvo que superar varias dificultades. El costo de no haber planeado medidas para mitigar sus efectos fue de unos $1,6 billones y, desde entonces, las imágenes de ríos secos y de prolongados incendios quedaron en la lista de recuerdos asociados a El Niño. Pero en medio de los inconvenientes, hubo otro que no quedó registrado en la memoria de los colombianos. Con las altas temperaturas y la ausencia de agua también se dispararon los casos de una enfermedad contra la que la humanidad ha peleado por siglos: la malaria. (Lea Venezuela, la dictadura de la malaria)

Desde que empezó a extenderse desde África a Europa y a Euroasia y, más recientemente, por América, la malaria ha cobrado muchas vidas. En su libro La carga de la humanidad: una historia global de la malaria, el profesor James L. A. Webb apuntaba varios ejemplos para explicar su dimensión. En el siglo XVII, escribía, las tropas inglesas perdieron a 5.000 integrantes por culpa del mosquito Anopheles tras su paso por Jamaica. Unos años más tarde murieron otros 100.000, mientras se tomaban a Haití. Con el tiempo, los casos no pararon de multiplicarse. Hoy, tres centurias después, los cálculos de la Organización Mundial de la Salud indican que hay 216 millones de personas afectadas. En 2016 murieron más de 445.000. (Lea La importancia de investigar sobre malaria)

Para contener esas tasas la ciencia empezó a hacer grandes esfuerzos desde mediados del siglo XX. Pero aunque varios equipos se concentraron en hallar estrategias para combatir al mosquito que la transmite (el Anopheles), solo en los años 90 un grupo de investigadores encontró un vínculo que muchos habían pasado por alto. Eran colombianos y sospechaban que había una estrecha relación entre la malaria y el fenómeno de El Niño. Tras ocho años de investigación, abrieron una de las principales puertas para prevenir las altas tasas de contagio de malaria en tiempos de sequía.

Unidos contra la malaria

El ingeniero e hidrólogo colombiano Germán Poveda ha dedicado más de tres décadas a entender las complejidades del clima. Su nombre suele aparecer en los extensos informes que desde 1990 publica el IPCC, el grupo de científicos creado para estudiar y comprender el impacto de la actividad humana en el cambio climático. Aunque buena parte de su tiempo lo invierte en explicar los hallazgos de ese equipo y los desafíos que deberá enfrentar el planeta, entre su listado de investigaciones también es frecuente encontrar estudios relacionados con medicina y biología.

Para entender los motivos de esa anomalía hay que remontarse a 1994. Tras pasar unos días en Chile y escuchar a algunos colegas que habían estudiado el caso de Vietnam, a Poveda se le ocurrió una idea. “Comencé a preguntarme si podía haber una relación entre la malaria y el fenómeno de El Niño. ¿Habría un vínculo? ¿De qué manera podría influir la temperatura en el aumento de casos de malaria?”, se preguntaba.

Para resolver esas inquietudes convocó en Medellín a un grupo de amigos investigadores. Entre ellos, los médicos William Rojas e Iván Darío Vélez, hoy director del Programa de Estudio y Control de Enfermedades Tropicales (PECET), de la U. de Antioquia. Junto a otros biólogos, parasitólogos, entomólogos e ingenieros, se reunieron durante horas para planear una ruta que les permitiera responder esos interrogantes. “Ese tipo de problemas”, dice hoy Poveda, “eran ejemplares y para solucionarlos se requería la conjunción de muchas ciencias. Por eso, creamos un gran equipo transdisciplinario”.

Con el tiempo aquellas conversaciones se convirtieron en una investigación de ocho años que se reflejó en decenas de artículos científicos. Uno de ellos, publicado a finales de 2011 en la revista Current Opinion in Environmental Sustainability, resumía en un párrafo ese esfuerzo: “Durante los últimos 15 años, hemos desarrollado diversas investigaciones (…): estudios de diagnóstico para comprender los vínculos entre la incidencia de la malaria y la variabilidad climática en Colombia; trabajos de campo para recopilar información entomológica, epidemiológica y climática sobre la malaria; experimentos de laboratorio para estudiar los efectos de las condiciones climáticas y modelos matemáticos para explicar la dinámica de las conexiones clima-malaria”, eran algunos de los puntos que destacaban.

Martha Lucía Quiñones, entomóloga médica y hoy profesora del Departamento de Salud Pública de la U. Nacional, también hizo parte de ese grupo liderado por Poveda. Para explicar los detalles más complejos se arma de paciencia. “En resumen, hicimos dos cosas: un detallado estudio de laboratorio y varios muestreos de campo en sitios donde hay tasas de incidencia de malaria. Nuquí, en Chocó, era uno de ellos. Otro era El Bagre, en el Bajo Cauca antioqueño”.

En el laboratorio, dice Quiñones, “cultivaron” mosquitos Anopheles para luego infectarlos con el parásito culpable de la malaria, como parte de la tesis de Guillermo León Rua, entonces estudiante de doctorado. Después los agruparon en una especie de incubadoras que permitían regular la temperatura. A algunos los sometían a 24 grados, a otros a 27. Unos más, a 28. El siguiente paso era una operación quirúrgica: examinaban insecto por insecto bajo el lente del microscopio para comprobar cómo había cambiado su metabolismo y sus ciclos reproductivos. También hacían una disección en su tracto digestivo para ver variaciones en el desarrollo del parásito.

Saltándonos muchos detalles técnicos, esos análisis les sugirieron varias cosas. Una es que como los insectos, a diferencia de otros animales, no regulan su temperatura interna sino que dependen de la externa, su fisiología puede variar. Al incrementarla, el metabolismo de las hembras Anopheles se aceleró y eso hizo que necesitaran sangre con más frecuencia para sobrevivir y poner huevos (cada tres días y no cuatro, como usualmente sucedía). En otras palabras, picaban con más asiduidad y por eso las posibilidades de infectar a los humanos se disparaban. El desarrollo de las larvas también se acortaba.

El otro punto que reveló ese experimento fue que el parásito culpable de la malaria también presentaba cambios. Su tiempo de reproducción se reducía. Es decir, adquiría su forma infectante mucho más rápido que cuando estaba expuesto a temperaturas bajas.

“Era una muestra de que la relación entre el aumento de la temperatura y la malaria era algo evidente”, advierte el profesor Vélez.

Problemas sin resolver

Una de las primeras publicaciones que dieron luces sobre la relación entre la malaria y El Niño apareció en 1997 en la revista Ciencias de la Salud. La hicieron Germán Poveda y William Rojas. “Evidencias de la asociación entre brotes epidémicos de la malaria en Colombia y el fenómeno de El Niño-Oscilación del Sur”, fue la manera como la titularon. En ella describieron una paradoja: aunque la lluvia y la humedad influyen sobre la densidad y la población de los mosquitos, así como en el incremento de sitios de incubación, la ausencia de lluvias también facilita la aparición de nuevos criaderos. A pesar de que el aumento de temperatura es el factor más determinante, a medida que se merma el nivel de los ríos y quebradas se empiezan a formar pequeñas lagunas que rápidamente colonizan estos insectos.

Ese argumento, que ayudaba a esclarecer por qué con El Niño se incrementan los casos, iba acompañado de varias gráficas que mostraban en qué épocas, desde 1959, se presentaban los mayores picos. A lo largo de estas dos décadas han continuado incluyendo datos que confirman sus sospechas: con el fenómeno climático también llegaban más casos de malaria (ver gráfica).

Para comprobar con más detalle su hipótesis hicieron ejercicios en departamentos donde la malaria suele atormentar a la población. Antioquia fue uno de ellos. Como lo señalan las gráficas superiores que acompañan este artículo, en los meses en los que se presentó El Niño, los municipios analizados tuvieron que enfrentar brotes.

Este trabajo, que en 1999 recibió el premio de Ciencias Exactas de la Fundación Alejandro Ángel Escobar, fue clave para una cosa: “Como ahora ya podemos predecir El Niño hasta con seis meses de antelación, podemos tomar acciones concretas para evitar epidemias de malaria”, aclara Poveda. “Todo este esfuerzo ha sido útil para poder implementar programas de prevención y control de la enfermedad”. El más claro es el Sistema de Información Geográfica de la malaria en Colombia (SIGMA), que acogió el Ministerio de Salud.

Él, sin embargo, tiene varias inquietudes que superan el empeño por comprender la asociación malaria-clima. Una de ellas es la deforestación. El frenesí con el que se están talando árboles en el país está generando ambientes más calientes que pueden ser colonizados por los mosquitos. De hecho, como lo reitera el Instituto Nacional de Salud, el 85 % del territorio rural colombiano está situado por debajo de los 1.600 metros sobre el nivel del mar, una altura apta para la transmisión de la enfermedad.

Su otra preocupación de Poveda es el calentamiento global. Pese a que el fenómeno de El Niño es un evento natural, se está volviendo cada vez más frecuente y cada vez más intenso por el cambio climático. Tiene una buena manera de sintetizar este problema: “Es una retroalimentación perversa. La acción humana está generando implicaciones muy serias que van más allá de lo que suelen contar los medios. Yo tuve malaria dos veces y es una enfermedad brutal que acaba con el hígado y me obligó a sudar hasta la última gota. Y si ya sabemos que empezará El Niño, ahora yo solo espero que se tomen en serio la necesidad de desplegar programas de prevención”.

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