Adriana Arango: sobrevivió al fracaso empresarial y a la cárcel

Adriana Arango, expresentadora de televisión, terminó condenada a siete años y medio de prisión por haber captado dinero para un negocio de cultivos que fracasó. En la cárcel logró reinventarse. Esta es su historia.

Diana Durán Núñez / @dicaduran
24 de marzo de 2019 - 02:00 a. m.
Adriana Arango dice que la cárcel es el camino para “bajarse de la nube” de los privilegios. / Mauricio Alvarado - El Espectador.
Adriana Arango dice que la cárcel es el camino para “bajarse de la nube” de los privilegios. / Mauricio Alvarado - El Espectador.

¿Cómo hace una persona para reconstruir su vida después de la cárcel?

No es después de la cárcel: es al entrar a ella cuando uno empieza a reconstruir la vida. Es el momento de la verdad, la hora cero. Antes de atravesar la puerta uno busca por todos los medios defenderse, salvar su buen nombre, su honra, su reputación, su credibilidad. Pero ya cuando uno está esposado no queda nada sino decir: “Ya toqué fondo. ¿Ahora qué viene para mí?”. Esa aceptación puede tardar, pero a mí me tomó 24 horas. En mi caso era más grave aún, los detenidos éramos mi esposo y yo. Pero pensaba en mis tres hijos, no me podía derrumbar.

¿Qué es la cárcel para usted?

Realmente, es el retiro forzado al interior de uno mismo. Uno empieza a descubrir de qué está hecho, en qué se equivocó, en qué no era buena persona, qué hay que cambiar, qué hay que dejar ir, y en esa medida empieza a llegar la libertad, la libertad interior, que es la que más importa. Hay gente que en forma jocosa la llama “la universidad”, porque allí se aprenden muchas cosas.

¿Qué papel cumplió su familia en su propósito de seguir adelante?

Todo. El factor familiar es el que más duele, más cuando hay privación de la libertad. La persona protagonista, responsable o no, sabe a qué atenerse, pero los familiares sufren mucho, todos se atomizan, hay incertidumbre, vergüenza, miedo, desolación. A mí, gracias a Dios, me respaldó mi familia, la natural y la política, y además se formó una red impresionante de amigos, de colegas, incluso de personas desconocidas que se acercaron para solidarizarse conmigo, para darme una mano, para orar. En la primera navidad que pasé en la cárcel me llama un señor y me dice: ‘Me acaban de pagar la prima de diciembre. ¿A usted le importaría que yo le compre regalos de navidad a sus hijos?’. Uno queda boquiabierto. Esos son los ángeles que aparecen siempre en los momentos de adversidad.

¿Cuál fue el mayor obstáculo al recuperar su libertad?

La condena social. Uno le paga a la justicia, pero la condena social es la más difícil. En el caso mío, como era una especie de figura pública, es más complicado, también porque fue un tema financiero en el que no pude ni pagarles a las personas que invirtieron en nuestro negocio ni resarcir el daño. Pagué con mi libertad, que era todo lo que tenía, entonces la gente piensa: ‘Esa señora tiene la plata en Suiza, nos timó, nos estafó, nos robó’. ¿Y qué puedo hacer? Simplemente, agachar la cabeza y entender su rabia, nunca pensando en entrar a dar argumentos. Perdí mi defensa, por eso terminé condenada a siete años y medio de cárcel.

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Después de la cárcel, ¿qué vino? ¿Cómo se reinventó a sí misma?

Antes de haber recuperado mi libertad, cuando estaba en prisión domiciliaria, encontré una forma de sustento trabajando como escritora fantasma. Entonces hacía redacción de contendido, investigación. Empecé a potencializar todas mis capacidades como comunicadora social desde mi casa, aprovechando la tecnología. Muchos colegas me ayudaron dándome trabajo o presentándome, por ejemplo, a personas que necesitaban un magazín empresarial, el discurso de un presidente para una convención o una guía de rutas turísticas. Hallé esa forma de sustento, pero también vendí empanadas y comida por encargo, cuidé niños, qué no hice. Siempre pensaba: tengo que tener la capacidad de volver a empezar.

¿Cómo queda el autoestima de una persona condenada?

Quedas completamente en el piso, noqueada, vuelta nada. Pero eso es temporal, porque uno no es la circunstancia ni lo que le pasó. Como tampoco es el apellido, ni el cargo, ni el título, ni el sueldo, y eso lo entendí estando privada de la libertad. Concluí que cualquier cosa que pudiera hacer con mis manos era digna, eso hice y eso sigo haciendo. También dicto charlas sobre el proceso de adversidad y resiliencia, y de cómo me reinventé a partir de la privación de la libertad.

¿Cómo es su vida ahora?

Vivo muy tranquila, en función de mis hijos, de mi nieto, de mi esposo, de mi vida privada, de mi vida espiritual. Porque también me volqué a Dios y a la Virgen, que fueron un sustento importante para no dejarme rendir.

¿Qué es la resiliencia para usted?

Es la capacidad que tienen todos los seres humanos de afrontar la adversidad y de salir airosos de ella. Consiste en hacer de la adversidad una amiga para un saber uno mismo de qué está hecho y cómo puede responder a una situación que nunca imaginó que tendría que atravesar.

Cuando piensa en el futuro, ¿qué se le viene a la mente?

No pienso en el futuro. Aprendí a vivir el día a día, algo muy valioso. Aprendí a no tener ansiedad o angustia, porque cuando empezó el problema, todo el escándalo se volvió mediático y terminé absolutamente señalada, pensaba que se me iba a acabar el aire. Yo tengo artritis hace mucho tiempo, entonces me daban unas crisis muy fuertes por ese miedo, por esa impotencia. Y me di cuenta de que todo está en tu mente. Entonces vivo el día a día. Ya no pienso en el futuro, porque ya estoy libre, me declaro una persona en paz y feliz.

(Lea aquí: El drama de las víctimas de Adriana Arango).

¿Tuvo chance de pedir perdón a las personas que resultaron afectadas por el negocio?

En las audiencias que hubo, en las cuales en muchos casos hubo acreedores, pedí perdón. Pero ese era de pronto un perdón más por salvar el buen nombre. Llegó luego un perdón más profundo en ese proceso de interiorizar, de mirarse adentro, de reflexión. Primero me perdoné a mí misma por las decisiones que tomé, por las mentiras que dije, por los errores que cometí, y me puse en paz. Después tuve la ocasión de encontrarme con algunos acreedores por circunstancias de la vida y pedí perdón.

¿Por qué les pedía perdón?

Porque me equivoqué, trunqué sus sueños de inversión que ellos pensaban que iban seguras. Acepté que capté dinero sin ser entidad financiera, que no lo devolví, que se quedó enterrado en esos dos cultivos con una mala administración y una proyección errada de negocio. No hubo dolo, nosotros estábamos completamente quebrados, pero nos cabía esa responsabilidad porque era la representante legal de la empresa y crecimos de forma desmesurada, se nos fueron los ojos de la ambición y pensamos que teníamos el control: no lo teníamos. Le dimos un manejo muy errado a la crisis cuando llegó la iliquidez, tratando de vender la empresa a toda costa, tratando de salvar lo que quedaba. Las cartas estaban echadas. Nos cogió la coyuntura de DMG y los delitos que imputaban a las pirámides nos los aplicaron sin serlo. De las 217 personas que nos prestaron dinero, 83 decidieron denunciarnos.

¿Qué respuesta encontró en ellos?

Algunos también me pedían perdón. Algunas de las personas que me denunciaron me dijeron: “Lamento mucho haberla llevado a la cárcel, haberla separada de sus hijos, en últimas era un tema de plata, en últimas también nos cabía a nosotros esa responsabilidad”.

¿Han pasado malos ratos en la calle por cuenta de este tema?

Muchos, con mi esposo. Hay personas que todavía tienen mucha rabia. Uno lo que trata es de tener el control, no desesperarse sino esperar a que las personas con toda razón y en su justo derecho se desahoguen.

¿Su esposo estuvo en prisión el mismo tiempo que usted (menos de un año)?

Él estuvo más tiempo, primero en la cárcel de Zipaquirá y después en Acacías (Meta), que es una cárcel de máxima seguridad. A mí me otorgaron la casa por cárcel por la niña (su hija menor), entonces yo estuve solamente nueve meses en el Buen Pastor, y luego en mi casa con manilla electrónica. Javier llegó faltando dos años para cumplir la condena, estuvo como cuatro años en intramural y en unas condiciones muy distintas a las mías porque esa cárcel de Acacías funciona con el modelo de Estados Unidos: los guardan a las 3 de la tarde, solamente tienen una hora de luz en la celda, con el uniforme naranja, rapados. Con condiciones muy difíciles por el ambiente carcelario y por el tipo de personas privadas de la libertad que hay allá.

¿Qué fue lo más difícil para sus hijos?

Lo más difícil de pronto para mis hijos fue cuando perdimos todo lo material: nos sacaron del apartamento en el que vivíamos prácticamente con la ropa, unos libros, unas fotos y unos juguetes de Natalia; con una mano adelante y la otra atrás, nos fuimos a vivir a un apartamento que mis suegros nos facilitaron. Estuvimos cuatro meses y medio en la casa, hasta que llegamos a una audiencia con el juez de conocimiento y ordena nuestro traslado inmediato a prisión. Ese fue el día más difícil porque no lo teníamos en la mente, yo por la mañana me despedí de mis hijos no volví, Javier (esposo) tampoco. Mis dos hijos mayores se quedaron con su papá, mi exesposo, y la chiquita se quedó con los papás de Javier. Juan Esteban tenía 15 años, Mariana 12 y Natalia 6 años.

(En contexto: La 'pirámide' de Adriana Arango)

¿Qué atesora de su tiempo tras las rejas?

Encontré el valor del servicio. Llegué a un lugar con otras 2.200 mujeres y logré quitarme los prejuicios que uno tiene en su cabeza de lo que es una cárcel, una población que por lo general es de estratos uno y dos, que no ha tenido ni las oportunidades, ni las condiciones, ni los privilegios que uno ha tenido en la vida. Cuando llegué el primer día, la fuerza que había tenido se acabó y me quité la máscara que me había puesto. Me derrumbé apenas llegué al Patio Ocho. ¡Cómo me abrazaron, cómo me acogieron! Eran como hormigas: ‘Tómese este sancocho, tome esta tarjeta para que llame a sus hijos, le presto una caja de cartón de mesa de noche, le presto la almohada, le tapo las rejas de la ventana’. Una solidaridad impresionante. Y te das cuenta de que tú eres exactamente igual a ellas, que no tienes nada distinto, que eres mamá, hija, hermana, amiga, esposa compañera que te equivocaste y que, al igual que ellas, tienes el deseo desalir de ahí.

¿Hicieron algo juntas?

Sí, un periódico que se llamó Desde Adentro, con ese proyecto empecé a redimir. Les enseñé géneros periodísticos y cubríamos nuestra realidad carcelaria. Abordábamos todo el universo femenino en mujeres privadas de la libertad, temas jurídicos, estético, cómo conservar la voz de autoridad con los hijos, cómo hacer para que mi pareja me siga queriendo y visitando, temas nutricionales, era maravilloso. También hicimos un coro con una soprano profesional. Las recuerdo vestidas de punta en blanco, algunas de ellas habitantes de calle sin dientes, la cosa más hermosa. Es que todavía me dan ganas de llorar, porque eso te baja de la nube. Ver esa humanidad y esa grandeza de mujeres que compartieron lo poquito que tenían con uno, sin juzgar, porque todas estábamos en las mismas condiciones... eso realmente me llenó el alma. Fue liberador.

¿Cuál es la diferencia entre la Adriana que no conocía la cárcel y la Adriana que pasó por ella?

Todas. Era una Adriana orgullosa, perfeccionista, cuadriculada, que juzgaba, que condenaba, que señalaba, que pensaba que tenía la verdad por encima de todo el mundo, que se creía perfecta, por encima del bien y el mal. Esta es una Adriana que aprendió agachar la cabeza, a reconocer que se había equivocado, a pedir perdón y a perdonarse a sí misma, a mirar todo el mundo con mucha más benevolencia y misericordia.

Por Diana Durán Núñez / @dicaduran

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