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“Ya lo verás: este lunes Julian Alaphilippe acelera feliz y triunfa. Y se viste de amarillo”. Las palabras son de Philippe Le Gars, periodista de L’Equipe, medio oficial del Tour de Francia. La premonición le resultó al francés. Eso sí, se equivocó en algo: el corredor del Quick Step no aceleró feliz, pues era imposible hacerlo en la llegada en Epernay, en una rampa de 500 metros con el 8% de desnivel, una cuesta prolongada y tan inclinada que quita el aliento al caminarla. Tanto así que Alaphilippe se desplomó unos metros delante de la meta y ni siquiera tuvo fuerzas para tomar agua, tampoco para quitarse su casco.
Después vino el abrazo con sus compañeros y las lágrimas. Y no era para menos, pues pasaron cuatro años, 11 meses y 23 días para que un ciclista local se vistiera de amarillo. El último: Tony Gallopin en la novena jornada de 2014. Al día siguiente perdería la camiseta con el italiano Vincenzo Nibali, a la postre ganador de la carrera.
La gente de Epernay, la mayoría de la gente, se ubicó cerca a la meta lo que hizo que el pueblo del champán se viera aún más solo de lo que suele ser. Julian obtuvo su tercer triunfo en el Tour (sumó dos en 2018 y la camiseta de pepas rojas) esperando que de esta victoria pueda emerger aún más fuerte, aunque sea para mantenerse en lo más alto de la clasificación general unos cuantos días. Ya lo había dicho antes de comenzar: “no voy a pelear por el título. Decirlo sería mentirle al país y a mí mismo”.
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Su sinceridad fue tomada por los medios franceses como un acto de valentía y honestidad al reconocer las limitaciones. Por los hinchas como unas palabras de cobardía. “¿Cómo dice eso antes de iniciar? Este lunes lo hizo y puede hacerlo más veces”, dice Claudine, una mujer con una fe tan grande como la bandera francesa que lleva con sus dos manos y con la que apenas puede caminar. Y eso hay que resaltarlo: Francia cree de nuevo y se ilusiona, y sueña.
Lo que ella no sabe es que Alaphilippe no es un escalador de esos que suben como si tuvieran una marcha más en el motor, que en las rampas explosivas y cortas puede tener éxito, pero que en los ascensos largos, de kilómetros, las piernas no le responden y empieza a perder tiempo. Que por eso está mentalizado en vestir de amarillo lo más que pueda, pero que el día que tenga que volver al azul no habrá remordimiento alguno.
“Es uno de los mejores momentos de mi vida. Será difícil mantenerlo, pero haré todo lo posible. Esta prenda merece ser honrada”, dijo Alaphilippe en una rueda de prensa atiborrada, un lugar caluroso por el sol de verano que se puso más sofocante por la presencia en masa de medios locales. Todos querían la imagen y las palabras del nuevo líder Tour, del corredor que avisa con sus gestos que va a atacar en el pelotón, pero que lo hace de una forma tan contundente que a veces es complicado aguantarle el paso.
Francia está feliz. Julian será portada de todos los diarios este martes, como lo fue en su momento Gallopin. Ojalá que el maillot que lleva le dure más tiempo que a su compatriota. Los Vosgos, la cordillera que servirá de medidor para quienes realmente pelearán por tomar champán en los Campos Elíseos de París, tendrán la palabra. Lo de la tercera etapa apenas fue un sorbo, un trago para el que nunca desfallece: Alaphilippe.