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El tesoro del Atlántico

Lisboa es una ciudad de contrastes, donde lo histórico y lo contemporáneo conviven armónicamente con el estilo de vida europeo y la alegría propia de la cultura latinoamericana.

Esteban Dávila Náder
28 de enero de 2015 - 03:02 a. m.

Como Lisboa no hay dos. En apariencia se trata de una típica ciudad europea, con hermosos edificios clásicos, artistas, pensadores de talla mundial y paisajes sorprendentes. Sin embargo, su cercanía al océano y el clima mediterráneo hacen que la capital portuguesa tenga un aire similar al de las ciudades costeras de América Latina, que se caracterizan por una exquisita gastronomía y la alegría y el bullicio de la gente.

De esta forma, lo mejor de dos culturas se une para garantizar que los viajeros disfruten de una experiencia única. Uno de los grandes atractivos se encuentra al sur, donde yacen las estructuras que sobrevivieron a un terremoto que devastó cerca del 85% de los edificios de la ciudad en 1755.

Se caracterizan por el estilo Manuelino, una corriente arquitectónica que combina otras como la gótica y el mudéjar con motivos ornamentales minuciosamente elaborados, que, generalmente, se ubican en ventanas, arcos del triunfo y columnas. Algunas construcciones que vale la pena visitar, ambas declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, son la Torre de Belém, un edificio militar ubicado a la entrada del río Tajo, y el Monasterio de los Jerónimos, de más de 500 años de antigüedad.

Un poco más al oriente está el popular barrio de la Alfama, uno de los más antiguos y seguros. Este sector es hogar de dos de los monumentos más importantes del país: el Castillo de San Jorge y la Sé de Lisboa. El primero, una fortaleza milenaria que data del siglo VI antes de Cristo, fue usado como palacio real entre los siglos XIII y XV; a pesar de haber sufrido daños por los múltiples terremotos que han azotado a la ciudad, se encuentra en excelente estado de conservación siendo uno de los más visitados por los turistas. La segunda es la catedral más antigua de la ciudad, construida en 1147, como resultado de la mezcla de distintos estilos arquitectónicos.

Y aunque el valor histórico de la Alfama es enorme, no es el único motivo que la convierte en uno de los sectores más apetecidos por los extranjeros. Su ubicación, en lo más alto de la colina de San Jorge permite apreciar una panorámica fantástica de la capital portuguesa. Además, es reconocido por sus casas de fado, género musical de tono melancólico equivalente al flamenco español o al tango argentino, declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad y acompañante perfecto para una velada nocturna protagonizada por una buena comida.

La gastronomía lisboeta está fuertemente influenciada por su cercanía al mar. De hecho, se dice que los portugueses tienen 365 formas de preparar el bacalao, una para cada día del año, siendo la especialidad de la ciudad los buñuelos conocidos como pataniscas de bacalhau. No obstante, se puede disfrutar de otros platos característicos como el bife à café, un filete de 200 gramos elaborado con margarina y ajo, o el famoso pastel de Belém, una pequeña tortilla de crema elaborada según una receta secreta que no ha sido develada en casi 200 años y que, supuestamente, sólo tres personas conocen.

Finalmente, la cara moderna de Lisboa puede ser apreciada en lugares icónicos como el Parque de las Naciones, donde se destaca la Torre Vasco da Gama, que brinda una vista privilegiada de la ciudad desde su restaurante a 140 metros de altura, o el Centro Cultural de Belém, que funciona como museo de arte moderno y reúne a artistas callejeros, actores y patinadores los fines de semana. Con todos estos contrastes, la capital portuguesa promete a los viajeros una grata e inolvidable experiencia.

 

edavila@elespectador.com

 

Por Esteban Dávila Náder

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