Turismo

Jerusalén: cuando el corazón vibra

Cuando uno pisa Tierra Santa, literal, la historia de su vida se parte en dos. Lo juro, no es frase de cajón. A mí me pasó.

Olga Lucía Barona Torres
30 de septiembre de 2018 - 02:39 p. m.
Ciudad Santa de Jerusalén.  / Olga Lucía Barona Torres
Ciudad Santa de Jerusalén. / Olga Lucía Barona Torres

Sin importar su credo religioso, uno crece viendo películas sobre la vida de Jesús. Ve fotos de su crucifixión y hasta de su tumba. Sabe que hubo una última cena y que, en medio de su camino doloroso, María Magdalena se detuvo para secarle sus gotas de sudor. Pero, cuando uno ya está parado ahí, en la cima del Monte de los Olivos y ve toda la inmensidad de Tierra Santa, en Jerusalén, literal, la historia de su vida se parte en dos. Es observar todo lo que en su mente tan solo creía que era una fábula.

Y sí, el largo e histórico recorrido comienza en el Monte de los Olivos, a unos 40 grados de temperatura. Poco a poco se va descendiendo y en cada paso hay una maravilla para apreciar. “Que acá comienza la Vía Dolorosa, que acá despojaron de las vestiduras a Jesús, qué acá lo crucificaron...”, va diciendo nuestro simpático guía, Ricky Grunewald, un uruguayo que vive hace más de 40 años en Israel.

Mientras uno se derrite de felicidad y también del calor, se sorprende al ver, cómo por la Vía Dolorosa, conviven sin ningún tipo de problema pobladores judíos, cristianos, católicos, musulmanes, bahías, beduinos y chiítas, entre otros. Todos, eso sí, con su indumentaria y sus respectivas creencias y costumbres. Igual llama la atención, cómo por el camino encuentra decenas de chicas y chicos de 18 años, con fusil terciado y uniforme, pues en Israel, el servicio militar es obligatorio: dos años para las mujeres y tres para los hombres.

El corazón se acelera cuando se llega al sitio donde crucificaron a Jesús. Hay una larga fila de turistas, la que efectivamente también hice yo, para poder meter la mano en el hueco donde clavaron la cruz y así llevarse algo de su luz. Saltar de allí al Santo Sepulcro es una experiencia que hace vibrar cada uno de los sentidos y no menos, cuando admira la tumba de Jesús, una estructura arquitectónica que no tiene límites. Es una combinación de sentimientos: es admirar la belleza del lugar, pero es saber que está parado en un sitio cargado de historia, de esas que lo hacen estremecer.

Y como si esto fuera poco, después de recorrer la Vía Dolorosa, por más de cuatro horas, de allí se pasa nada más ni nada menos que al Muro de las Lamentaciones, el lugar más sagrado del judaísmo. Como su nombre lo indica, es un muro donde se va a orar, a dar gracias o pedir algún milagro. Allí se debe entrar en falda larga y con la cabeza tapada. Los hombres ingresan por la izquierda y las mujeres por la derecha. En el muro vi a muchas mujeres orando en forma de quejido, de dolor, como de grito, pero sin musitar palabra. Como si estuviera viendo una película de cine mudo.  Confieso que al comienzo me dio un poco de impresión, pero luego me incorporé con ellas e hice un viaje hacia mi interior. ¡Gracias!

La tradición es llevar al Muro de las Lamentaciones un papelito bien doblado con sus peticiones y meterlo entre los huequitos de la piedra. Por su puesto que el lugar está lleno de papelitos, incluido el mío, claro, y unos cuantos encargos más.

Sale uno extasiado de ahí para ingresar a un salón vacío, rocoso, con un arco bello, muy elaborado. Y de la nada, Ricky nos suelta el dato: “están parados en el salón donde fue la última cena”. ¿En serio?, pienso.

Al final del día y con unas ocho horas de caminata encima, espera una gran cena. La comida mediterránea es la típica en Israel. Se acostumbra, primero, a recibir en la mesa unas 20 diferentes entradas para compartir. Me refiero a tomates cherry con queso, berenjenas a la parmigiana, brócoli, remolacha, toda clase de lechugas, jamón serrano, y así una larga lista de alimentos deliciosos y saludables. Luego, el plato fuerte, como los conocemos acá, churrasco, milanesa, pescado, en fin, lo que guste. Y el banquete se cierra con decenas de pequeños postres de helado, flan, tortas, las mismas que nos sirven por acá.

Si está en Jerusalén, muy cerca puede conocer otras maravillas de Israel, un país que, según nos cuenta el guía, basa su economía en la exportación de tecnología. A unas dos horas por tierra, se llega a Masada, un yacimiento arqueológico, en donde hay restos de varios palacios en la cima de la cumbre de una montaña del desierto de Judea, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, en el 2001. Y ahí, muy cerca está, nada más ni nada menos que el Mar Muerto, otro prodigio natural que lo dejará boquiabierto. A 47 grados centígrados, puede observar su inmensidad. El agua es caliente y en el fondo hay rocas de sal. La costumbre es flotar en sus aguas y pedir un deseo. ¡Claro que lo hice!

En su recorrido de regreso a Jerusalén, se encuentra con un atractivo único: la posibilidad de montar en camello y dar un pequeño paseo, una sensación que se debe vivir.

Y para cerrar un viaje imborrable, ese que le cambia a uno la historia de su vida en dos, entre varias alternativas, está Haifa y Akko, poblaciones cargadas de iglesias, de historia, como todo en Israel, para al final llegar a la metrópoli Tel Aviv, ubicada en la costa mediterránea, con playas espectaculares y una vida nocturna de fiesta y buenos tragos. Pero, claro, también llena de memoria. De hecho, su Ciudad Blanca de arquitectura Bauhaus fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, pues reúne la más grande concentración de edificios del Movimiento Moderno del mundo. Además, es la capital cultural de Israel, tiene uno de los centros de artes escénicas más importante del mundo. Es sinónimo de lujo y uno de los sitios más populares como destino turístico.

Israel, un país que te mueve los cinco sentidos, el alma y el corazón. Un destino para regresar siempre.

*Invitación Ministerio de Turismo de Israel.

Por Olga Lucía Barona Torres

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