En el extremo norte de Suramérica, el viento sopla con tal terquedad que es capaz de mover montañas de arena y transformar paisajes a su antojo. En La Guajira, el desierto no es un lugar vacío: es un lienzo de contrastes en donde dunas gigantes caminan entre montañas repletas de árboles y nacimientos de agua, es el principal centro de producción de sal del país y el hogar de la comunidad indígena más numerosa de Colombia.
Sus playas paradisiacas y sus kilómetros de polvo, que se funden entre el mar Caribe, se sumaron a la riqueza cultural de la comunidad wayuu para que, en 2023, el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo destacara este destino como el de mayor crecimiento en turismo étnico, con un 32 % más que en 2022.
El reconocimiento no es en vano, pues en esta región habitan unos 270.000 wayuus, lo que representa el 20,5 % de la población indígena nacional, haciendo que esta etnia sea la más numerosa del país, según la Organización Nacional Indígena de Colombia. Además, solo en La Guajira se pueden conocer oasis naturales como la Reserva Forestal Montes de Oca, en el corazón de la Serranía del Perijá, y el Parque Nacional Natural La Macuira.
Desiertos y bosques, riquezas y olvido
El aire vibra, el sol se hace pesado y el desierto grita las carencias de una tierra olvidada. A pocos kilómetros, el viento se tranquiliza y hace mover cientos de árboles milenarios que se nutren de nacimientos de agua que no alcanzan a saciar la sed.
Estas son algunas de las facetas de La Guajira, el rincón septentrional de Colombia que guarda un secreto geográfico asombroso, pues en un mismo territorio conviven todos los pisos térmicos de la zona intertropical.
Al norte, el desierto de Uribia extiende su manto dorado bajo un cielo implacable, donde los cactus se yerguen entre el polvo como un ejército vegetal adaptado a la sequía; pero al sur, en las entrañas del Parque Nacional Macuira, la bruma se enreda entre los árboles de un bosque nuboso que desafía toda lógica. Es como si la naturaleza hubiera decidido concentrar todos sus contrastes en este pedazo de tierra.
En este parque, de 25.000 hectáreas, existen lugares sagrados para los wayuus y arhuacos, como las dunas de Aleewolu’u y el bosque de niebla: un oasis en medio de la aridez que sostiene una gran diversidad de fauna y flora, especialmente adaptada a sobrevivir, crecer y reproducirse en este tipo de ambientes. Esto convierte al parque en el principal regulador hídrico para la región, por lo que también está habitado y es protegido por los wayuus.
Mientras tanto, más al norte, en donde a diario se festeja la reunión de la sal con el polvo, y la arena con el agua crean un efecto visual surrealista, las dunas de Taroa se elevan por más de 40 metros, generando una especial mística por la cual los nativos las consideren las montañas de los sueños perdidos. Abundancia y aridez en un departamento que también se caracteriza por la extracción de minerales y la escasez de servicios a sus comunidades; de hecho, aunque el departamento dependen en gran medida de la industria extractiva (45,7 % del PIB en 2023, según la Cámara de Comercio de La Guajira), es el segundo con mayor pobreza monetaria y pobreza monetaria extrema de Colombia, según cifras reportadas por el DANE.
Nancy González Síjona: la wayuu rebelde
Hablar y convivir con los wayuus es adentrarse en un universo donde la historia, la geografía, la espiritualidad y las tradiciones se entretejen como los hilos de sus afamados chinchorros y mochilas, porque, en varios sentidos, la sociedad wayuu desafía muchas de las convenciones occidentales.
Para ellos, las mujeres son las guardianas de la tierra, las negociadoras de conflictos y las transmisoras del linaje. “Ser fuerte, resiliente, ser una mujer cabeza de hogar y líder de su comunidad”, describe Nancy González Síjona a lo que significa ser una mujer wayuu. Ella, con la convicción de que las niñas de su comunidad deben primero educarse antes que ser madres, construyó, lidera y mantiene en pie la sede de Bahía Hondita 2 del Centro Etnoeducativo Integral Rural Jacobo Arends Gouriyu.
“Fui una de las primeras profesoras que llegó y se quedó acá, porque antes no había maestras. Comencé hace doce años con 38 estudiantes, pero las maestras siempre se iban porque se demoraban mucho en llegar y esto es muy lejos. Pero al yo ser de acá amé esta labor, y esta profesión fue la que perseguí desde niña. Hoy tenemos 220 estudiantes, desde preescolar hasta grado décimo”, comenta Nancy desde la ranchería comunitaria que lleva su mismo nombre, un lugar a pocos metros de las instalaciones de la escuela que funciona como centro cultural, social y económico para las familias de la Alta Guajira, y que también funciona como hospedaje para viajeros.
Más allá de brindar educación básica, entregar algún alimento y garantizar los derechos de las niñas, los niños y jóvenes de la Alta Guajira, Nancy también empodera a sus pares de la comunidad para que reconozcan la importancia de ser mujer, por encima de las tradiciones o necesidades que se tengan. “Estamos ahí al frente como maestras fortaleciendo el diálogo para que las niñas sepan que primero deben estudiar. Porque acá es muy común que se casan y se embarazan a muy temprana edad. Entonces hemos hecho campañas, diálogos y reuniones con los padres de familia para hacer la concientización del cuidado de las hijas y de estar más pendientes de ellas”. Porque en muchos casos no es una cuestión de rebeldía, sino de imposición y tradición. Y, en últimas, Nancy busca que no se repita su historia, pues si bien es cierto que se deben conservar muchas prácticas, existen otras que deben ser cambiadas o, al menos, cuestionadas, asegura.
“Yo siempre fui muy rebelde, pero también desde niña quise ser alguien en la vida. Porque yo veía que las niñas terminaban su preparación y enseguida estaban dispuestas para que los tíos las pudieran entregar al marido. Pero en mi caso, por ser hija única, tomé la decisión de seguir luchando por mi sueño y estudiar”.
Así fue como esta mujer, que, por la tradición wayuu, vivió su preparación con tres años de encierro cuando era una niña, a sus 19 años decidió ir al internado de Nazareth para poder estudiar y, después de cuatro años más, lograr ser la maestra wayuu que imaginó en sus sueños de niña.
“Yo me volví rebelde cuando entendí que quería ser alguien en la vida, y lo logré. Soy muy orgullosa de ser wayuu, pero sí están fallando muchas cosas. Hay una falla en cómo entendemos las nuevas generaciones; la cultura wayuu no puede acabar, pero sí hay que pensar algunas tradiciones; debe cambiar para demostrar que somos personas capaces, inteligentes y podemos luchar por nuestra comunidad”.
Entre la paradoja de una tierra rica en minerales pero sedienta de garantías, mujeres como Nancy tejen el futuro con los hilos empoderados de la resistencia.
Y en este rincón del continente, donde cobra más valor la pregunta ¿cuánta riqueza se puede extraer antes de que se agote el agua? ¿Qué vale más: el carbón que se exporta o las niñas que cumplen sus sueños?
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