Panamá, entre el orgullo y el rencor
Aunque el canal, los rascacielos y el comercio enaltecen a los pobladores, su pasado aún genera discordia.
Sergio Silva Numa
“Tú vas a perdonar mis palabras— dijo entonces aquel negro de labios turgentes y brazos fuertes y henchidos—, pero es que la situación en Colombia es un desastre. Mira no más ese paro. Por eso es que todos se van para Panamá. Allá estamos mucho más desarrollados. Ya verás. Ya verás”.
A los oídos de Z había llegado el eco del malestar social que vivía el país hace un par de semanas, aunque él, panameño, por supuesto, estuviese desde hace varios meses navegando en un crucero para turistas. El caos en nuestras carreteras y en las principales ciudades alimentaba sus argumentos y cada tanto aprovechaba para lanzar frases que eran como tijeretazos.
“Yo los entiendo —continuó—. Tú en Colón y en Ciudad de Panamá vas a encontrar colombianos como arroz. A muchos ya los conocen los policías porque los ves vendiendo arepa de huevo, carimañolas. Pero a veces los cogen, los deportan y a mí me da como un dolor. Y los entiendo porque mi esposa es de allá. Hay días en que quiere regresar, pero ¿para qué?”.
* * *
El puerto de Colón se siente como cachetada de sopor. El aire escasea y pese a ello se vive con un frenetismo desaforado. Su Zona Libre es la demostración más certera del capitalismo. Allí, entre el alboroto, el desorden de las calles y los bruscos olores, miles de turistas cambian sus fajos de dólares por inmensas bolsas con ropa, licor, perfumes, televisores, celulares o chocolates.
Aunque las cadencias al hablar varían de tumbo en tumbo, no es difícil que ritmos conocidos se repitan cada tanto y que, en ocasiones, se alternen con acentos brasileños. El segundo almacén, por ejemplo, de vitrinas y anaqueles inmensos, devela la verdad ineludible que ya había anunciado Z. “Claro, mijo —dice de repente uno de los vendedores con una voz casi musical que sale de su cuerpo enclenque—. Soy de Envigado. Y si quiere véngase que acá nos dan trabajo. Es que le cuento que tenemos muy buena fama, porque el colombiano se le mide a todo”.
Basta cruzar un par de palabras más con aquellos comerciantes para percatarse de que se han contagiado del orgullo que henchía el pecho de Z. Encontrar unos vientos menos trágicos y menos pavorosos les ha dado la certeza de que en Panamá por lo menos no afrontarán tantas penurias. Tal vez muchos de ellos, al embarcarse en esa aventura que es la inmigración, repitieron las palabras del poeta Barba Jacob, cuando en un navío dejaba su patria: “Adiós, Colombia de mierda”.
* * *
Ese orgullo no es de ninguna manera una arrogancia desmedida. Es apenas un sentimiento generado desde el mismo momento en que los habitantes de aquellas tierras selváticas se dieron cuenta de que podían llegar a ser parte fundamental en el mercado náutico. No en vano el istmo y la construcción del canal, que hoy muestran como un gran atractivo turístico y una compleja labor de ingeniería por la que pasan naves que han pagado hasta US$419.000, se robó la atención mundial en la segunda mitad del siglo XIX. No en vano su construcción atenuó el éxito del famoso francés Fernando Lesseps (el genio que creó el canal del Suez), cuando, como si fuese un capricho senil, persistía en enfrentarse a la inacabable fiebre amarilla y a las crecidas torrenciales del río Changres.
Su obstinación desembocaría luego en un escándalo internacional: más de cien personalidades de la política, las finanzas y el periodismo francés llevadas al banquillo, acusadas de corrupción. Y, por supuesto, desembocaría también, al asumir Estados Unidos como el nuevo constructor, en la pérdida de ese brazo en noviembre de 1903, pues su astucia —o la del presidente Roosevelt, o la de un tal Philippe Bunau— aguijonearía las pretensiones independentistas de Panamá, mientras Colombia se entregaba al peligroso juego de las guerras civiles.
* * *
De esa influencia estadounidense jamás se ha desprendido Ciudad de Panamá. Sus calles están repletas de grandes avisos de modelos serias, sonrientes, seductoras, provocativas, ingenuas, monas, morenas, flacas, lánguidas. Claro: también hay hombres y niños que visten prendas de infinidad de marcas. Casi todos cuelgan del lomo de edificios viejos y coloridos de cuatro o cinco pisos, con algunas ventanas rotas que se resisten a la construcción de los cientos de rascacielos que todos los turistas admiran.
Balboa, por ejemplo, una pequeña ciudad cerca de la capital, creada en principio para residentes estadounidenses, aún conserva sus palmeras en línea, sus casas suntuosas y su prado perfectamente cortado. Pero al pasar por sus cuadras, una especie de resentimiento resucita en algunos panameños. Se acuerdan y hablan y maldicen la última invasión gringa.
Fue el 20 de diciembre de 1989 y aquella vez alrededor de 24.000 soldados irrumpieron a medianoche en cuarteles y aeropuertos. Iban en busca —dijeron— del presidente Manuel Antonio Noriega, pero a su paso destrozaron barrios enteros que se oponían a una nueva intromisión. Ya esa serpiente de concreto había padecido en varias ocasiones la presencia de tropas estadounidenses. Las de 1855, 1856, 1885 y 1903 jamás se borrarían de la memoria.
Y mientras se avanza por esas avenidas amplias, de lujosos hoteles que miran a una bahía limpia y llena de pequeños yates, ese fantasma que es Noriega no deja de perturbar a los pobladores. “Todos —explica uno de ellos— esperamos que hable. O por lo menos que nos deje un libro en el que cuente toda la verdad. Aún hay muchos desaparecidos”.
En agosto se cumplieron dos años de su llegada nuevamente a Panamá, luego de ser condenado en Miami y Francia. Militar, enlace de la CIA y narcotraficante, ahora sufre varias enfermedades. Pero no quiere hablar. Y todos, ahora, oyen su nombre y lo maldicen.
ssilva@elespectador.com
“Tú vas a perdonar mis palabras— dijo entonces aquel negro de labios turgentes y brazos fuertes y henchidos—, pero es que la situación en Colombia es un desastre. Mira no más ese paro. Por eso es que todos se van para Panamá. Allá estamos mucho más desarrollados. Ya verás. Ya verás”.
A los oídos de Z había llegado el eco del malestar social que vivía el país hace un par de semanas, aunque él, panameño, por supuesto, estuviese desde hace varios meses navegando en un crucero para turistas. El caos en nuestras carreteras y en las principales ciudades alimentaba sus argumentos y cada tanto aprovechaba para lanzar frases que eran como tijeretazos.
“Yo los entiendo —continuó—. Tú en Colón y en Ciudad de Panamá vas a encontrar colombianos como arroz. A muchos ya los conocen los policías porque los ves vendiendo arepa de huevo, carimañolas. Pero a veces los cogen, los deportan y a mí me da como un dolor. Y los entiendo porque mi esposa es de allá. Hay días en que quiere regresar, pero ¿para qué?”.
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El puerto de Colón se siente como cachetada de sopor. El aire escasea y pese a ello se vive con un frenetismo desaforado. Su Zona Libre es la demostración más certera del capitalismo. Allí, entre el alboroto, el desorden de las calles y los bruscos olores, miles de turistas cambian sus fajos de dólares por inmensas bolsas con ropa, licor, perfumes, televisores, celulares o chocolates.
Aunque las cadencias al hablar varían de tumbo en tumbo, no es difícil que ritmos conocidos se repitan cada tanto y que, en ocasiones, se alternen con acentos brasileños. El segundo almacén, por ejemplo, de vitrinas y anaqueles inmensos, devela la verdad ineludible que ya había anunciado Z. “Claro, mijo —dice de repente uno de los vendedores con una voz casi musical que sale de su cuerpo enclenque—. Soy de Envigado. Y si quiere véngase que acá nos dan trabajo. Es que le cuento que tenemos muy buena fama, porque el colombiano se le mide a todo”.
Basta cruzar un par de palabras más con aquellos comerciantes para percatarse de que se han contagiado del orgullo que henchía el pecho de Z. Encontrar unos vientos menos trágicos y menos pavorosos les ha dado la certeza de que en Panamá por lo menos no afrontarán tantas penurias. Tal vez muchos de ellos, al embarcarse en esa aventura que es la inmigración, repitieron las palabras del poeta Barba Jacob, cuando en un navío dejaba su patria: “Adiós, Colombia de mierda”.
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Ese orgullo no es de ninguna manera una arrogancia desmedida. Es apenas un sentimiento generado desde el mismo momento en que los habitantes de aquellas tierras selváticas se dieron cuenta de que podían llegar a ser parte fundamental en el mercado náutico. No en vano el istmo y la construcción del canal, que hoy muestran como un gran atractivo turístico y una compleja labor de ingeniería por la que pasan naves que han pagado hasta US$419.000, se robó la atención mundial en la segunda mitad del siglo XIX. No en vano su construcción atenuó el éxito del famoso francés Fernando Lesseps (el genio que creó el canal del Suez), cuando, como si fuese un capricho senil, persistía en enfrentarse a la inacabable fiebre amarilla y a las crecidas torrenciales del río Changres.
Su obstinación desembocaría luego en un escándalo internacional: más de cien personalidades de la política, las finanzas y el periodismo francés llevadas al banquillo, acusadas de corrupción. Y, por supuesto, desembocaría también, al asumir Estados Unidos como el nuevo constructor, en la pérdida de ese brazo en noviembre de 1903, pues su astucia —o la del presidente Roosevelt, o la de un tal Philippe Bunau— aguijonearía las pretensiones independentistas de Panamá, mientras Colombia se entregaba al peligroso juego de las guerras civiles.
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De esa influencia estadounidense jamás se ha desprendido Ciudad de Panamá. Sus calles están repletas de grandes avisos de modelos serias, sonrientes, seductoras, provocativas, ingenuas, monas, morenas, flacas, lánguidas. Claro: también hay hombres y niños que visten prendas de infinidad de marcas. Casi todos cuelgan del lomo de edificios viejos y coloridos de cuatro o cinco pisos, con algunas ventanas rotas que se resisten a la construcción de los cientos de rascacielos que todos los turistas admiran.
Balboa, por ejemplo, una pequeña ciudad cerca de la capital, creada en principio para residentes estadounidenses, aún conserva sus palmeras en línea, sus casas suntuosas y su prado perfectamente cortado. Pero al pasar por sus cuadras, una especie de resentimiento resucita en algunos panameños. Se acuerdan y hablan y maldicen la última invasión gringa.
Fue el 20 de diciembre de 1989 y aquella vez alrededor de 24.000 soldados irrumpieron a medianoche en cuarteles y aeropuertos. Iban en busca —dijeron— del presidente Manuel Antonio Noriega, pero a su paso destrozaron barrios enteros que se oponían a una nueva intromisión. Ya esa serpiente de concreto había padecido en varias ocasiones la presencia de tropas estadounidenses. Las de 1855, 1856, 1885 y 1903 jamás se borrarían de la memoria.
Y mientras se avanza por esas avenidas amplias, de lujosos hoteles que miran a una bahía limpia y llena de pequeños yates, ese fantasma que es Noriega no deja de perturbar a los pobladores. “Todos —explica uno de ellos— esperamos que hable. O por lo menos que nos deje un libro en el que cuente toda la verdad. Aún hay muchos desaparecidos”.
En agosto se cumplieron dos años de su llegada nuevamente a Panamá, luego de ser condenado en Miami y Francia. Militar, enlace de la CIA y narcotraficante, ahora sufre varias enfermedades. Pero no quiere hablar. Y todos, ahora, oyen su nombre y lo maldicen.
ssilva@elespectador.com