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El silencio blanco del Cocuy: viaje al glaciar más grande de Colombia

A 4.000 metros de altura, entre café caliente, viento helado y botas pantaneras, un puñado de guardaparques se sientan en la mitad de varias tensiones entre la conservación, el turismo sostenible y el aprovechamiento económico de un paisaje que, ante todo, debe ser protegido.

Marcela Osorio Granados y Santiago La Rotta

24 de agosto de 2025 - 01:00 p. m.
Ruta de ascenso al Ritacuba Blanco, en el Parque Nacional Natural Nevado del Cocuy.
Foto: Marcela Osorio Granados
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A las 4:00 a.m., Nelson López sale de su cama, mete los pies calientes en unas botas pantaneras heladas, se echa encima la ruana y va directo hacia la estufa para poner a hacer café en una olleta de buen tamaño. La bebida no solo es para él y su compañero Rogelio Molina sino también para recibir a tres guardaparques más que, sobre las 5:00 a.m., ya estarán apostados en una de las entradas del Parque Nacional Natural Nevado del Cocuy para comenzar el proceso de registro e inspección de los visitantes del día.

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Es domingo de un puente festivo, lo que significa que los cupos para ascender al nevado están totalmente agotados, la mayoría desde hace meses. Por este lugar, el punto de control de uno de los tres senderos permitidos para visitar el parque y sus glaciares, llegarán varias decenas de personas para mostrar sus boletas de ingreso, documentos de identidad y registrar sus nombres y el de sus guías antes de comenzar el ascenso que, con suerte, los llevará hasta la falda del Ritacuba Blanco, la masa glaciar más grande del país.

Afuera de la comodidad de varias capas de mantas pesadas, el mundo apenas comienza a despertarse con las primeras puntadas de un sol que aparece tímido primero, detrás de una espesa neblina, como si también estuviera comenzando a salir de las cobijas. Hay cantos de pájaros, una gallina que suena distante y apenas el rumor de un viento que hace que los tres o cuatro grados centígrados de temperatura ambiente se sientan como varios menos.

Adentro de la pequeña cabaña de Parques Naturales la vida avanza con un ritmo más acelerado, cortesía del café de Nelson que ya está listo. En “La guía del autoestopista galáctico”, el célebre libro de ciencia ficción de Douglas Adams, hay un personaje cuyo cerebro funciona a punta de limones, que se administra con una especie de exprimidor instalado en la cabeza. Guardando las cósmicas proporciones, la cabaña de Parques Naturales, a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar, opera en esa mañana a punta del café con panela que Nelson va repartiendo entre los compañeros que recién llegan y que reciben con una sonrisa y varias palabras amables el combustible del momento.

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De izquierda a derecha: Humberto Estepa, Mary July Ibáñez y Héctor Muñoz.
Foto: Santiago La Rotta

Como en otros días, hoy es jornada de ascenso hasta el Ritacuba Blanco para Mary July Ibáñez, Humberto Estepa y Héctor Muñoz. Nelson y Rogelio emprenderán camino hacia el Ritacuba Negro, otro de los picos del parque, que, además de los famosos glaciares, guarda lagunas, ríos, cascadas y varios tipos de vida silvestre y vegetal en las más de 300.000 hectáreas de área protegida que vigilan un puñado amplio de funcionarios de Parques Naturales.

Esta es una labor que se ejerce, principalmente, a fuerza de voluntad: con las pantaneras y la ruana bien calzadas para caminar por rutas que llevan por encima de los 5.000 metros de altura en una cara del parque, pero que pueden descender a 600 metros por otra, pues las áreas protegidas cobijan territorios de tres departamentos: Boyacá, Arauca y Casanare. Un oficio que se forja a pata. A veces contra, o a pesar de, los elementos, pero casi siempre con la ayuda y compañía de otro u otros.

Aquí emerge una paradoja, pues si bien ser guardaparque es una labor que descansa de cierta forma en el otro, lo más difícil de este oficio es, justamente, la gente. “Nuestra labor es hacer controles para cuidar estos lugares. Y eso muchas veces no les gusta a los visitantes o a los mismos guías. El mayor problema es que la gente no entiende que hay reglas para cuidar el nevado y que hay que cumplirlas y nosotros tenemos que ponerle la cara a eso, incluso cuando nos irrespetan o nos han querido pegar por sacarlos del glaciar o decomisar equipos no permitidos”, cuenta Mary July Ibáñez.

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Los glaciares del parque habitan varios mundos, si se quiere. Son tanto objeto de conservación y contemplación, una especie de catedrales para venerar el poder del silencio y el frío, como un motor de la economía de lugares y personas.

Y en esa dualidad - o multiplicidad - de roles emergen las tensiones que bien pueden atravesar casi todos los ejercicios de conservación. Aquí chocan los intereses de comunidades indígenas, campesinos y entidades de gestión; visiones de la vida, modos de sustento, oportunidades económicas y política ambiental. En el cruce de todos estos caminos, de una forma tan literal como metafórica, están los guardaparques.

Las líneas de fractura sobre las que se erigen el manejo y acceso al parque se hacen bien evidentes en el transcurso del día. En medio del registro de visitantes, los guardas detectan un grupo pequeño que intenta acceder al nevado por un sendero no autorizado, después de que otros guías los vieran caminando temprano por la carretera.

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A gran distancia, con ayuda de binoculares, los ven y discuten sus posibles rutas y puntos de ascenso. Hablan con compañeros que están más cerca y ese grupo emprende la búsqueda y persecución.

Esos caminantes no cuentan con reserva ni autorización para entrar, pero igual emprenden camino porque, a pesar de los requisitos y reglamentos, hay una cierta oferta de guías que se juega la suerte contra los guardas con tal de recibir el pago por la excursión. Cuando Mary July Ibáñez decía que lo más difícil es la gente, se refería justamente a eso.

Foto: Santiago La Rotta

El ascenso al nevado no es poca cosa, especialmente por la ruta que lleva al Ritacuba Blanco, que para Humberto Estepa puede ser la más dura de las tres. Esa sentencia tiene una carga especial si se tiene en cuenta que Humberto lleva más de 37 años transitando ese camino, y las palabras “dureza” y “dificultad” tienen en él un significado bastante más relativo y alejado que para el común de los visitantes. Uno de los paramédicos del sendero (en temporadas de alta ocupación hay al menos uno por cada camino) cuenta que los “parqueros” como Humberto pueden hacer este ascenso en poco más de hora y media si hay una emergencia o “si están detrás de caminantes ilegales. Parecen cazadores”.

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Ese día, la subida toma unas cuatro horas por un camino de unos siete kilómetros que lleva de los 4.000 a prácticamente 5.000 metros de altura. La ruta, excepto por la primera hora, se hace totalmente en pendiente. Y hay sectores notablemente complejos por la calidad del terreno (rocas como de lecho de río), la inclinación y, en general, por la dificultad técnica del ascenso.

Mientras la respiración se agita más y las piernas gritan, los guardas van adelante conversando y revisando las condiciones del camino: en qué puntos hay encharcamientos que no deberían estar ahí, qué lugar requeriría un paso más seguro, cómo está el suelo en determinados sitios críticos, si las vallas informativas requieren reparación. Van tomando notas y registro en fotos y discutiendo entre ellos, como si se tratara de una conversación casual al lado del botellón de agua en una oficina que está apenas por debajo de los 4.400 metros de altura.

El día anterior al ascenso un par de caminantes debió devolverse porque no soportaron la subida ni el frío. Ambas eran visitantes que venían de Casanare y las dos llevaban apenas un par de sacos de algodón y tenis como para salir a la tienda de la esquina. Ese día llovió y la montaña sopló fuerte buena parte de la mañana con un viento frío y penetrante. Aún después de pasar un par de horas en la cabaña de Parques, con café caliente y ruanas de los guardas encima, el frío les seguía jugando una mala pasada. “¿Está bien?” “No. Estoy congelada. No estoy bien”, respondió una poco antes de que el resto de su grupo volviera al punto de control.

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“Algunas agencias no les dicen a los caminantes cosas esenciales. No les hacen las recomendaciones de seguridad básicas. Si los ven mal preparados igual los dejan. Nosotros en el punto detenemos a algunos que sabemos que no van a llegar, por seguridad. Pero las agencias tienen esa responsabilidad con su gente”, dice Mari July Ibáñez.

Foto: Marcela Osorio Granados

Los últimos dos kilómetros del ascenso son los más duros, especialmente los mil metros finales. Don Humberto se voltea en algún momento y dice que este es el sector más duro del camino para él. No sopla viento, pero una sensación de frío corre por la espalda en ese instante.

No se equivoca, pues el camino se hace por la falda de la montaña, sobre una laja lisa (aunque con buen agarre para las botas), que pareciera como la cinta trotadora de un gimnasio: se dan varios pasos y parece que no se avanza hacia ningún lado; “correr para quedarse quieto”, dice una canción.

El glaciar se deja ver por momentos entre la niebla y se antoja realmente cerca. Los caminantes que ya van de bajada dan ánimo y todos aseguran que “ya casi, que están ahí no más”. A pesar de las buenas intenciones, las frases suenan como a promesas de campaña política del tipo “no subiré los impuestos” y antes de diciembre estamos hablando de reforma tributaria.

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En este punto la mente comienza a jugar con la expectativa y las ganas de llegar al borde del glaciar. Las piernas temblorosas no dan señales de querer continuar con el ascenso y ronda la pregunta de si en realidad es necesario alcanzar la meta. La respuesta es sí.

Foto: Santiago La Rotta

Al llegar, parte del glaciar se despeja y deja ver su inmensidad. Al fondo se ve el pico del Ritacuba negro. Por un momento pareciera que no hay frío, ni viento, ni nada. Solo un silencio sobrecogedor que lo envuelve todo y que le saca lágrimas a varios de los caminantes. Mientras se contempla la magnitud del nevado -porque, recuerde, el glaciar no se toca- el tiempo se escurre entre los dedos y comienzan los preparativos para iniciar el descenso. Calientan las piernas.

Por delante quedan unas tres horas de bajada que serán recompensadas en la cabaña de los guardaparques con una aguapanela caliente y un plato de comida que Nelson y Rogelio tendrán listos para que sus compañeros se sacudan el frío y la fatiga después de varias horas de lluvia continua, que en algunos puntos del camino se transformó en leve, pero gélida, nevada.

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Por Marcela Osorio Granados

Especializada en temas de política, paz y posconflicto. Magíster en Estudios Políticos del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional. Periodista con 17 años de experiencia en prensa, periodismo digital y creación y presentación de productos audiovisuales. Creadora de La Huerta y Entre Montañas.@marcelaosorio24mosorio@elespectador.com

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