Sophie Müller deambuló estas selvas durante décadas evangelizando curripacos, puinaves, piapocos, sikuanis, cubeos, yerales, desanos y makús durante cuarenta años. Quien visite hoy el resguardo de Coco comprenderá que muchos de los pueblos originarios encarnan las complejas y paradójicas relaciones que ha impuesto el capitalismo al mundo desde su nacimiento hace dos siglos largos.
Son hombres y mujeres muy sabios que habitan los límites entre Venezuela, Brasil y Colombia. Gentes que vienen del principio del mundo cuando aún los sabios eran leopardos y el agua era la vida misma. Guianía es la tierra de muchas aguas. Por los ríos de Inírida y Guaviare navegaban para intercambiar con los pueblos del sur y del norte, del oriente y del occidente.
En Mavicure pasé una noche. Dicen que allí llegó la princesa Inírida al cerro Pajarito. Y que allí mora aún tras haber escalado, desesperada, al haber bebido una infusión que por poco la enloquece después de que un enamorado intentara seducirla con el brebaje. Dicen que, de ese cerro, uno de los tres que componen los monolitos que se descubren después de navegar dos horas por el río Inírida, corren hilos de plata —los vi al amanecer de mi partida, conmovido con la enorme belleza de este país—, y que ella, la princesa, está en el espíritu de la flor de Inírida, elegida como el símbolo de la COP16, y un símbolo de lo que podría ser una sociedad que, como esa flor, nunca muera en la esperanza de una paz ansiada, y aún en las épocas más complejas, se conserve siempre lista para florecer.
Guainía es el quinto departamento más extenso del país. A finales del siglo XIX sus límites se trazaron con un laudo definido por la Corona española, entonces reconocida como autoridad para tales fines. Sin embargo, dos venezolanos, Roberto Pulido y Tomás Funes, fueron los dueños de la explotación cauchera que asoló esa esquina de la Amazonía colombiana, peruana, venezolana y brasileña, convirtiéndola en un territorio del horror extractivista del caucho. Por allí, en San Fernando de Atabapo, estuvo José Eustasio Rivera, recabando información para la comisión de límites que, en los años diez y veinte del siglo pasado, intentaba imaginar una nación.
La explotación del caucho continuó en ese territorio poco conocido por el resto del país. A ese lugar, como a muchos otros que componen nuestra gran oportunidad sobre la tierra, se los llamó, durante años, territorios nacionales. Allí, hace ocho años, se ha abierto una de las inmensas posibilidades que tenemos de reconciliarnos. Además de la evidente belleza y de las culturas evangelizadas, que persisten en todo caso también gracias a sus sincretismos y formas de relación con los miles de petroglifos, las artesanías de barro y canasto, los quince idiomas, la tradición de viajeros y nómadas que conocen como nadie esos 72.000 kilómetros cuadrados, se puede desarrollar, como ya lo estamos haciendo, un turismo cultural profundo que honre ese territorio y su ancestralidad.
Desde la orilla del resguardo Coco, donde las comunidades han comenzado a organizarse, se entrevén las aguas mezcladas de los ríos Guaviare e Inírida. Son aguas amarillentas, mezcladas. Río abajo hay buzos que buscan oro en medio de planchones que queman sus pulmones con el carbón que expelen los motores. Es una tierra única, como tantas de este país. Si hoy buscamos símbolos, quizás podamos recordar que esa flor de Inírida es llamada «eterna». A veces tras la aparente fragilidad se encuentra una gran fortaleza.
* Ministro de Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes.
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