La "dolce vita" caraqueña

Resulta telenovelesco y surrealista sumergirse en la burbuja de los tradicionales barrios residenciales de Caracas, en medio de la asfixia y el agotamiento colectivo. Crónica de un recorrido por la burbuja de los tradicionales barrios residenciales de Caracas.

Truman Percales / especial para El Espectador
19 de noviembre de 2019 - 04:18 p. m.
En medio de la asfixia y el agotamiento colectivo del resto de la Caracas y del país está la burbuja de barrios como Altamira por donde camina este ciudadano. / Federico Parra / AFP
En medio de la asfixia y el agotamiento colectivo del resto de la Caracas y del país está la burbuja de barrios como Altamira por donde camina este ciudadano. / Federico Parra / AFP

Si el gran Federico Fellini ubicase a Marcelo Mastroianni en el lujoso barrio de La Castellana en la Caracas de hoy, posiblemente sería capaz de mostrarnos, con la misma nitidez que lo hizo en aquella Italia de postguerra, esa imagen de frívolo derroche y sórdida modernidad en la que vive sumergida un reducto de privilegiados en Venezuela. Son los invisibles para los medios internacionales y el gran publico, pendientes de los millones de desheredados del régimen, que vagan a su suerte por la región de las Américas y de los que sobreviven en el interior del país.

Si la obra del maestro italiano nos mostraba el estilo de vida de una élite a la deriva, ajena al esfuerzo del conjunto por superar la miseria que acompaña a toda etapa de postguerra, la dolce vita caraqueña representa un buen ejemplo de la degradación humana y el desinterés por el semejante, denominador común es estos escenarios en descomposición social.

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Alimentada por más de una década a través de una gran orgía de corrupciones e impunidades, tramada con múltiples complicidades de todo signo e ideología, la dolce vita caraqueña congrega hoy una amalgama de curiosos perfiles. Por un lado, las antiguas y resistentes élites de la oligarquía empresarial, con un pie dentro, afinando el sentido de la oportunidad por si “pasa algo” y, con otro fuera, para salvar los muebles “por si acaso”. Por otro lado, los nuevos muy ricos del chadurismo, (boliburgueses, distinguidos miembros del partido, militares de alto rango y los enchufados), conviviendo todos en un mini oasis de privilegios. Un mosaico más propio de las élites europeas o americanas, que de una economía que cerrará el curso anual con una hiperinflación superior al 10.000.000%, según estimaciones del Fondo Monetario Internacional.

Venezuela está sumida en una crisis humanitaria sin precedentes en América Latina. No hay equivalencias en la región. Es una crisis atípica, tanto por sus causas y efectos internos, como por sus implicaciones externas. Según organizaciones de la sociedad civil, el 70% de la población vive en situación de inseguridad alimentaria, el sistema de protección social ha colapsado destruyendo el 80% de la prestación de servicios de salud y los indicadores de mortalidad materna y neonatal han alcanzado ya dobles y triples dígitos. Además, alrededor de cinco millones de venezolanos han huido del país y se cuentan por miles las violaciones de derechos humanos, por parte de una compleja red paramilitar al servicio del statu quo, convirtiendo Caracas en una de las ciudades más peligrosas del mundo.

En esta situación, resulta telenovelesco y surrealista sumergirse en la burbuja de los tradicionales barrios residenciales de la capital, en medio de la asfixia y el agotamiento colectivo del resto de la ciudad y del país. La dolce vita caraqueña no sólo ha sobrevivido al derrumbe, sino que se ha sofisticado y está en su mejor momento. Hoy, la burbuja está más oxigenada y es más dinámica que hace tres años. Los elegantes restaurantes y la buena cocina, de la que siempre presumió la ciudad en su época de máximo esplendor, se mantienen funcionando a todo gas. Moreno, Barako, Avila Tei, Alta Mar, Santo Bokado, Alto, La Esquina o Sotovoce son los clásicos/nuevos (carísimos) templos de la gastronomía de la dolce vita, en donde es posible gastarse unas decenas de dólares por comensal, degustando todo tipo de delicatessen importadas desde Europa o Estados Unidos. Mientras, al otro lado de la acera, la ultima encuesta sobre las condiciones de vida de los venezolanos (Encovi, 2018) refleja que el 64% de la población ha perdido de media unos 11 kilos.

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Paradójicamente, el dólar americano es hoy una seña de identidad de la dolce vita. La dolarización de la economía bolivariana como consecuencia del expolio del Banco Central y de PDVSA (se estima que sólo entre 2011 y 2013 se obtuvieron a través mecanismos fraudulentos de cambio más de 25.000 millones de dólares) y la consecuente defunción/desaparición del Bolívar, ha contribuido al enriquecimiento hasta limites inimaginables de las nuevas élites, que además de lavar su dinero en el ladrillo del Barrio Salamanca de Madrid y en lujosas inversiones por Europa (con la pasividad de los grandes bancos), también han impulsado la burbuja de confort e irrealidad que se respira en rincones de La Castellana, Palos Grandes y Altamira, con nuevos emprendimientos, negocios inmobiliarios, hoteles cinco estrellas, supermercados de alta gama (bodegones), restaurantes de lujo y salas de ocio, entre otras inversiones que han proliferado extraordinariamente en este último año.

Superada la tormenta desatada por la aparición de Guaidó, la presión internacional, las sanciones y los cortes de energía, que pusieron al régimen en la cuerda floja, la recuperación de la dolce vita caraqueña simboliza la concentración de esfuerzos del gobierno de Maduro alrededor de algunos sectores de la capital, para mostrar una ficticia fortaleza, a expensas del resto de país, teatralizando la normalización de la tragedia y el enquistamiento de la solución.

En una economía donde el salario mínimo mensual se sitúa alrededor de siete dólares, la canasta básica de alimentos de primera necesidad para una familia alcanza más de 200 y el efectivo ha desaparecido de la calle, la dolce vita alimenta, acrecienta y representa un modelo de extrema inequidad y de exclusión social, característico de la región sudamericana, que será a la larga un peaje muy costoso de afrontar en una hipotética reconstrucción del tejido social, de la convivencia y de la reconciliación. Los privilegios adquiridos en forma de grandes fortunas durante todos estos años y que son directamente proporcionales a la miseria generalizada y al hundimiento, no serán objeto de ninguna negociación, a no ser que la violencia se imponga como única vía para el cambio.

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Fuera de la dolce vita caraqueña la vida transcurre entre la desesperación y la fatiga. Los suburbios de Caracas y el resto de Estados (fronterizos e interiores, sin excepción), se han convertido en territorios fantasmas e inhabitables por la ausencia de luz, agua, servicios públicos, seguridad y una anarquía generalizada. Maracaibo, la capital del Zulia, otrora motor económico, cultural y símbolo de la industria petrolera es hoy la más clara representación de la debacle.

Finalmente, la penetración del narcotráfico en la altas esferas del poder, que como en las mejores épocas de los carteles colombianos, ha alimentado una cultura traqueta del derroche y la ostentación pública, como signos de un poder insensible, avaro, hortera y vicioso. Sin tetas no hay paraíso en la dolce vita caraqueña.

Por Truman Percales / especial para El Espectador

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