"Así me enamoré de Stephen Hawking": Jane Hawking

Publicamos un capítulo de “Hacia el infinito”, libro del sello Lumen en que se basó la película sobre la vida del físico “La teoría del todo”.

Especial para El Espectador *
18 de marzo de 2018 - 12:00 p. m.
Jane y Stephen Hawking en sus años felices. / AP
Jane y Stephen Hawking en sus años felices. / AP
Foto: ASSOCIATED PRESS - Lionel Cironneau

La historia de mi vida con Stephen Hawking comenzó el verano de 1962, aunque quizás empezara unos diez antes sin que fuera consciente de ello. A principios de la década de los cincuenta, entré con siete años en la escuela femenina de Saint Albans como alumna de primero y, durante un breve período, un niño de pelo castaño dorado muy lacio se sentó junto a la pared de la clase contigua a la mía. La escuela admitía a chicos, entre ellos mi hermano Christopher, en los primeros cursos, pero sólo veía al niño del pelo lacio cuando, si faltaba nuestra profesora, nos juntaban en un aula con los alumnos mayores. Jamás cruzamos una palabra, pero estoy segura de que este recuerdo de infancia es fiel a la realidad, pues en aquella época Stephen estudió un trimestre en la escuela antes de ir a un colegio privado que se hallaba a unas millas. (ABC para entender a Hawking).

Las hermanas de Stephen eran más fáciles de reconocer, porque se quedaron más tiempo en la escuela. La mayor de las dos, Mary, a quien Stephen llevaba sólo 18 meses, era una figura inconfundible por su excentricidad: rolliza, siempre desaliñada, despistada, propensa a trabajar en solitario. Su mayor atractivo, un cutis transparente, quedaba enmascarado por unas gafas de cristales gruesos nada favorecedoras. Philippa era cinco años menor que Stephen; nerviosa y excitable, tenía los ojos vivos, la cara redonda y sonrosada, y el pelo rubio, recogido en trenzas cortas. La escuela no toleraba la diferencia ni en el aspecto académico ni en la disciplina, y los alumnos, como los de cualquier otro colegio, podían ser crueles e intransigentes cuando se topaban con algo insólito. Tener un Rolls Royce y una casa en el campo se veía con buenos ojos, pero los alumnos —como yo— cuyo medio de transporte era un Standard 10 de antes de la guerra —o, aún peor, un taxi londinense antiquísimo, como en el caso de los Hawking— se convertían en el hazmerreír de todos o en el objeto de una compasión desdeñosa. Los Hawking se tumbaban en el suelo del taxi para que sus compañeros no los vieran. Por desgracia, en el suelo del Standard 10 no había espacio para esa táctica evasiva. Las dos hermanas Hawking dejaron la escuela antes de llegar a los cursos superiores.

Su madre era una figura familiar desde hacía ya tiempo. Menuda y enjuta, pero fuerte, envuelta en un abrigo de pieles esperaba en la esquina de mi escuela, junto al paso de peatones, a que su hijo menor, Edward, llegara en autobús del colegio privado al que iba, situado en el campo. Mi hermano también acudió a aquel colegio masculino después del curso de preescolar en Saint Albans; se llamaba Aylesford House y los alumnos vestían de rosa: chaquetas rosas y gorras rosas. Por lo demás, era un paraíso para los chiquillos, sobre todo para los que no tenían inclinación por los estudios. Cuando conocí a los Hawking, Edward, un niño adorable y muy guapo de ocho años, tenía ciertas dificultades para relacionarse con su familia adoptiva, posiblemente porque, a la hora de cenar, todos acostumbraban a tener un libro delante y a ignorar a quienes no fueran lectores ávidos como ellos. (La última advertencia de Hawking).

Diana King, una compañera mía de la escuela, había sufrido aquella costumbre de los Hawking, lo que tal vez explique por qué, al enterarse más tarde de mi compromiso con Stephen, exclamó: “¡Vaya, Jane! ¡La familia de tu futuro marido está muy pero que muy loca!”.

Fue Diana quien primero me llamó la atención sobre Stephen aquel verano de 1962, cuando, después de los exámenes, ella, Gillian —mi mejor amiga— y yo disfrutábamos del feliz período de relativa inactividad antes del final del trimestre. Gracias al cargo de alto funcionario de mi padre, ya había realizado un par de incursiones en el mundo de los adultos fuera de la escuela, los deberes y los exámenes. Había asistido a una cena en la Cámara de los Comunes y, un día de verano muy caluroso, a una recepción en los jardines del palacio de Buckingham. Diana y Gillian dejaban la escuela ese verano, mientras que yo seguiría como delegada durante el trimestre de otoño, y luego presentaría solicitudes para entrar a la universidad.

Ese viernes por la tarde recogimos los bolsos y, tras ponernos los canotiers, decidimos ir a merendar al centro. Apenas habíamos recorrido 100 yardas cuando vimos una curiosa estampa al otro lado de la calle: un joven desgarbado caminaba de un modo extraño en dirección opuesta, con la cabeza gacha y la cara protegida del mundo por una rebelde masa de pelo castaño lacio. Absorto en sus pensamientos, no miraba ni a derecha ni a izquierda, por lo que no vio a las tres chicas de la otra acera. Era un verdadero bicho raro en el conservador y tranquilo Saint Albans. Asombradas, Gillian y yo nos lo quedamos mirando con bastante descaro, pero Diana no se inmutó.

—Es Stephen Hawking. He salido con él, por cierto —anunció a sus estupefactas compañeras.

—¡No me digas! —exclamamos entre risas, sin terminar de creerle.

—Pues sí. Es raro, pero muy inteligente. Es amigo de Basil (el hermano de Diana). Me llevó una vez al teatro y he estado en su casa. Va a manifestaciones a favor del desarme nuclear.

Enarcando las cejas, reanudamos nuestro paseo, pero no lo disfruté porque, si bien no sabía explicar el motivo, el joven al que acabábamos de ver me había inquietado. Puede que su excentricidad resultara fascinante para alguien que, como yo, llevaba una existencia bastante convencional. Quizá tuviera la extraña premonición de que volvería a verlo. Fuera lo que fuese, aquella escena se me grabó profundamente en la memoria. (El Apocalipsis según Hawking).

Las vacaciones de aquel verano fueron un sueño para una adolescente que estaba a punto de independizarse, aunque es muy posible que para mis padres fueran una pesadilla, pues mi destino, una escuela de verano en España, era en 1962 tan lejano, misterioso y arriesgado como lo es Nepal para los adolescentes de hoy en día. Con la confianza que me brindaban mis dieciocho años, no me cabía ninguna duda de que sabría cuidar de mí misma, y tenía razón. El curso estaba bien organizado y las estudiantes nos alojábamos en grupos en casas particulares. Los fines de semana nos llevaban a lugares de interés turístico: a Pamplona, donde soltaban toros por las calles; a la única corrida de toros que he visto, brutal y violenta, pero también espectacular y fascinante, y a Loyola, tierra natal de san Ignacio.

Cuando no realizábamos excursiones, pasábamos las tardes en la playa y las noches en bares y restaurantes del puerto, participando en las fiestas y bailes, escuchando estridentes bandas musicales y admirando los fuegos artificiales. A mi regreso a Inglaterra, mis padres, aliviados por tenerme de vuelta sana y salva, me llevaron casi de inmediato a unas vacaciones familiares en los Países Bajos y Luxemburgo. Aquella también fue una experiencia muy enriquecedora. Gracias al entusiasmo de mi padre, estuvimos en la vanguardia del movimiento turístico: recorríamos centenares de millas por tortuosas carreteras secundarias de Europa, que en aquella época estaba en vías de recuperarse del trauma de la guerra; visitábamos ciudades, catedrales y museos de arte que también mis padres veían por primera vez. Era una espléndida combinación de cultura, a través del arte y la historia, y de disfrute de los placeres de la vida —vino, gastronomía y sol estival—, todo ello mezclado con monumentos a los caídos y cementerios de los campos de Flandes.

Cuando empecé las clases aquel otoño, las experiencias del verano me brindaron una sensación de confianza en mí misma sin precedentes. Conforme salía del capullo, me parecía que la escuela sólo ofrecía un pálido reflejo de los conocimientos y la independencia que había adquirido en los viajes. Siguiendo el ejemplo de las nuevas formas de sátira que aparecían en la televisión, yo, la delegada, organicé un desfile de moda para el espectáculo de bachillerato, con la particularidad de que todos los modelos estaban confeccionados con prendas del uniforme escolar modificadas de manera estrafalaria. La disciplina se fue al traste cuando el alumnado entero, reunido en la escalera, pidió a voces entrar en el salón de actos y, por una vez, la señorita Meiklejohn (también conocida como Mick), la fornida y curtida profesora de educación física, de cuyo aterrador ladrido masculino dependía el buen funcionamiento de la escuela, no pudo hacerse oír entre tanto alboroto y montó en cólera. Desesperada, recurrió al megáfono, que sólo sacaba para vociferar el día de los deportes, en la exposición de mascotas y para controlar las interminables dobles filas que debíamos formar cuando recorríamos todas las callejuelas de Saint Albans para asistir a las misas que se oficiaban en la abadía una vez por trimestre.

El objetivo de aquel lejano trimestre del otoño de 1962 no era montar espectáculos, sino entrar en la universidad. Por más que admiráramos al presidente Kennedy, la crisis de los misiles de Cuba de aquel octubre había socavado de forma profunda la sensación de seguridad de mi generación y truncado nuestras esperanzas para el futuro.

Puesto que las superpotencias jugaban peligrosamente con nuestras vidas, no había garantías de que fuéramos a tener siquiera un futuro que esperar. Cuando toda la escuela rezaba por la paz bajo la dirección del capellán, recordé la predicción, realizada por el mariscal de campo Montgomery a finales de los años cincuenta, de que habría una guerra nuclear al cabo de menos de una década. Todos, jóvenes y mayores por igual, sabíamos que el ataque nuclear se anunciaría con cuatro minutos de antelación y que significaría el brusco final de la civilización.

Aparte de la tremenda amenaza en el panorama internacional, me sentía agotada después de los exámenes de reválida y carecía de entusiasmo para estudiar tras haber saboreado la libertad ese verano. La importante tarea de entrar en la universidad sólo me trajo humillación cuando ni Oxford ni Cambridge se interesaron por mí. Consciente de mi sensación de fracaso, la señorita Gent, la directora, se esforzó por consolarme señalando que no era ninguna deshonra no entrar en Cambridge, pues muchos de los hombres de esa universidad eran muy inferiores intelectualmente a las mujeres rechazadas por falta de plazas. En aquella época, en Oxford y Cambridge la proporción era más o menos de una mujer por cada diez hombres. Me recomendó que aceptara la oferta de una entrevista en el Westfield College, de Londres. Así pues, un día de diciembre frío y lluvioso partí de Saint Albans en autobús para realizar el trayecto de quince millas hasta Hampstead.

El día fue tan catastrófico que, cuando terminó, representó un alivio estar de nuevo en el autobús camino de casa, bajo la misma fría cellisca que en el viaje de ida. Después del desagradable ejercicio de intentar quedar bien en la entrevista del Departamento de Español, que pareció girar exclusivamente en torno a T. S. Eliot, de quien apenas sabía nada, me mandaron a hacer cola a la puerta del despacho de la rectora. Cuando me tocó entrar, la mujer me entrevistó con una actitud de antigua funcionaria, sin apenas levantar los ojos de los papeles para mirarme por encima de las gafas de concha. Aún con los nervios de punta por el desastre de la entrevista anterior, decidí que era mejor hacerme notar, aunque de ese modo diera al traste con las posibilidades de que me admitieran. Así, cuando me preguntó, con un tono seco y aburrido: “¿Y por qué ha puesto español en vez de francés como segundo idioma?”, respondí, con un tono igual de seco y aburrido: “Porque en España hace más calor que en Francia”. Los papeles se le cayeron de las manos y, efectivamente, me miró.

Para mi sorpresa, me ofrecieron una plaza en Westfield, pero al llegar la Navidad apenas me quedaba nada del optimismo y entusiasmo que había descubierto de España. Cuando Diana me invitó a la fiesta de Año Nuevo que daba con su hermano el 1° de enero de 1963, acudí muy bien arreglada, con un traje verde oscuro de seda —artificial, por supuesto— y el cabello recogido en un llamativo moño ahuecado, pero en mi fuero interno me sentía tímida e insegura. Y allí, con una chaqueta negra y una pajarita roja, ambas de terciopelo, y el pelo caído sobre la cara y las gafas, estaba Stephen Hawking, el joven desgarbado al que había visto por la calle en verano.

Apartado de los otros grupos, conversaba con un amigo de Oxford, al cual explicaba que había comenzado a investigar sobre cosmología en Cambridge, no bajo la dirección de Fred Hoyle, el conocido científico de la televisión, como él esperaba, sino con alguien de extraño apellido: Dennis Sciama. Reconoció que el verano anterior —cuando yo me examinaba de la revalidación— le había tranquilizado saber que se había graduado en Oxford con la nota máxima.

Esto fue la feliz consecuencia de un examen oral en el que los desconcertados examinadores debían decidir si aquel candidato tan poco apto, cuyos exámenes mostraban, sin embargo, destellos de genialidad, debía graduarse con la nota máxima, con un notable o con un aprobado, lo cual equivalía a un suspenso. Con aire despreocupado, Stephen les informó que, si obtenía la nota máxima, iría a Cambridge para cursar el doctorado, con lo cual les brindaría la oportunidad de introducir un caballo de Troya en el campo enemigo, mientras que si le ponían un notable —lo cual también le permitiría dedicarse a la investigación— se quedaría en Oxford. Los examinadores prefirieron no arriesgarse y le concedieron la nota máxima.Escuché, entre divertida y fascinada, a aquel personaje tan poco corriente, que me atraía por su sentido del humor y su carácter independiente. Estaba claro que, al igual que yo, era una persona que tendía a avanzar a trompicones por la vida y conseguía verle el lado gracioso a todo. Una persona que, al igual que yo, era bastante tímida, pero no se abstenía de expresar sus opiniones.

* Cortesía de Penguin Random House Mondadori.

 

Por Especial para El Espectador *

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