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El renacer verde

En Choachí, a sólo una hora de la capital, se esconde esta innovadora posada entre montañas y asombrosos paisajes.

Sergio Silva Numa
04 de abril de 2013 - 02:48 p. m.
El renacer verde

Abrir los ojos y, de repente, cuando todo es oscuro, cuando sólo es audible el tropiezo del agua con las rocas al bajar de la montaña, todo empieza a transformarse. Ver, sentir como la noche, con esa espesa bruma que escondía los árboles y trataba de colarse en las alcobas, cambia sus tonos grises por verdes intensos, por amarillos claros, por tintes lívidos. Y con ellos llegan los gritos de una bandada de pájaros que apagan los incesantes aullidos de los grillos. Así es La Minga, un extraño lugar enclavado entre tres grandes montañas, al lado de Choachí.

Ese amanecer con toda la extraña bulla que hace una hora, en Bogotá —o hace 38 kilómetros, lo mismo da—, era sólo un conjunto de ecos motorizados, podría ser, tal vez, semejante a esos que presenció alguna vez Alejo Carpentier en su travesía por el interior venezolano. Allí, al observar esos inhóspitos paisajes, seguramente asombrado, perplejo ante los tesoros de la selva, vino a él la idea de escribir sobre esos árboles, sobre indómitos ríos y sobre especies que, quizá, jamás había visto.

Su viaje, realizado a finales de la década de 1940, lo dio a conocer en Los pasos perdidos, novela que publicó en 1953 y que, desde entonces, seduciría a miles de lectores. En ella, un amante de la música buscaba los orígenes de los ritmos y las melodías en la profundidad de la misma selva. El resultado de su aventura no podía ser distinto: un intenso amor por esos vastos rincones.

Y aunque de ninguna manera las imágenes de La Minga podrían ser iguales a los recuerdos de Carpentier, son la más cercana analogía para describir el verde con el que uno se tropieza mientras trepa uno de sus cerros. Pedro Medina, antes gerente de McDonald’s y líder de la fundación Yo creo en Colombia la ideó hace cuatro años. Él, suele avanzar a zancadas por ellos para luego detenerse a observar. “Esta planta —dice nombrándola— se puede comer; es deliciosa. Aquí —señala sin salirse de un camino de piedras que guía el rumbo— tenemos varios cultivos orgánicos”. Y así, como lo habría hecho Richard Evan Schultes a través del Apaporis en el Amazonas, va enumerando las propiedades de tallos y hojas de ese sitio que también funciona como posada.

Claro: la comparación con aquel genio de la botánica es una exageración ociosa, pero estar en un lugar que recuerda a esos viajeros de otros tiempos —no por su ubicación sino por el paisaje que a los citadinos nos resulta extraño— es como rememorar esas aventuras de quienes tuvieron la osadía de conocer los orígenes y los confines de este mundo. Para acercarse a ellos, por lo menos, valdría la pena leer Río, de Wade Davis, o echar un vistazo a Apaporis, el grandiosos documental de Antonio Dorado.

Todos esos recuerdos son sólo un cúmulo de reminiscencias que empiezan a aparecer desde que uno abandona Bogotá por la misma vía que conduce al cerro de Guadalupe. Así se llega a Choachí. Después, en la carretera, cuando se deja la Circunvalar, con su tráfico y su esmog, comienzan a aparecer árboles inmensos. Y cuando el verde reina en las montañas y en los abismos que se forman a un lado de las impredecibles curvas, los tonos se vuelven más pálidos y el frío más mordaz. Sin presentirlo siquiera, en minutos se está en el páramo de Santa Cruz y son los frailejones de más de 400 años los que bordean el camino.

Al final, cuando uno llega a La Minga, ese lugar perdido, y es el verdor el gran motivo de asombro, una construcción en guadua y barro, como las casas de antaño, incrementa el estupor. Y al entrar, al oír el agua, al caminar por sus huertas y por sus extraños rincones rodeados de pinturas simbólicas, sólo queda una extraña y grata sensación que se rompe de un tajo cuando de nuevo, sin quererlo, se debe retornar a Bogotá. Pareciera que no hay qué ver ni qué sentir.

* Mayor información en www.minga.yocreoencolombia.com 

Por Sergio Silva Numa

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