Turismo

Santiago Atitlán, en Guatemala, tierra del abuelo y el espíritu del lago

Tres volcanes rodean el lago Atitlán, el segundo cuerpo de agua más grande de Guatemala. Desde antes de la llegada del hombre occidental, sus orillas fueron testigos del nacimiento de diversos pueblos mayas, que rinden culto, con ofrendas y rituales, a una deidad que se adueña de sus aguas pasado el mediodía.

Nicolás Fernández Sánchez*
29 de agosto de 2018 - 04:36 p. m.
 El lago está ubicado a unos 127 kilómetros de distancia de la capital, Guatemala. / Gabriel Illescas
El lago está ubicado a unos 127 kilómetros de distancia de la capital, Guatemala. / Gabriel Illescas
Foto: Getty Images/iStockphoto - Nicolas-Vanzetto-Photography

Hay lugares en los que hasta los más incrédulos comienzan a ejercer actos de fe. Lo hacen por diferentes motivos, bien sean sus construcciones, música o tradiciones; su lógica y sentido común parecen invisibilizarse por sensaciones que se apropian de algo más allá de sus sentidos.

En palabras del escritor norteamericano H.P. Lovecraft, en su relato titulado La Calle: “Hay quien dice que las cosas y los lugares tienen alma, y hay quien dice que no; por mi parte, no me atrevo a pronunciarme, pero quiero hablar de la Calle”. En este caso el lugar a explorar es el municipio de Santiago Atitlán (suroccidente de Guatemala), uno de los trece pueblos que bordean el lago Atitlán y en donde sus habitantes conservan tradiciones milenarias del pueblo maya.

El abuelo

Aproximadamente cinco hombres rodean una escultura de madera en una humilde construcción. Parecen ser cinco, porque la densa capa de humo que se concentra dentro de la habitación solo permite observar a ese número, a cinco. Tres de ellos no superan los 30 años y recogen el dinero que entregan sus visitantes, los otros dos son mayores, fuman tabaco y lentamente sorben cerveza de un vaso de metal. Son una familia, cuyo hogar será santuario, durante un año, de un dios tallado hace siglos: el Gran Abuelo, Maximón, y sus integrantes serán sus guardianes.

Esta deidad es guarda y vigía de la población. A su residencia llegan los lugareños en busca de bendiciones. Llegan con dinero, cigarros y licor. Piden por sus familias, amigos, cosechas y trabajo en el lago. Después de entregar las ofrendas, les cuentan sus plegarias a los guardianes, quienes actúan como intermediarios entre Maximón y sus feligreses, prenden un tabaco e inician la ceremonia que se pronuncia en una mezcla entre español y la lengua local: el zutuhil.

Maximón es un dios con las debilidades de un hombre. Hay quienes dicen que tuvieron que amarrarlo porque hubo un tiempo en el que abandonaba su amaderada figura para adoptar una en carne y hueso. Lo hacía, cuentan, para seducir a las mujeres de Santiago, hasta que los abuelos ancestros decidieron atarlo con decenas de lazos y bufandas para impedir su movimiento. Hoy en día es común que sus seguidores lo adornen con estas prendas para recogerlas días más tarde y llevarlas a sus hogares como signo de protección.

Cientos de historias giran en torno a Maximón. Algunos le creen capaz de conceder hasta los deseos más oscuros de quien le rece; otro motivo por el cual fue atado. Actualmente su figura se traslada una vez al año en los hogares de los miembros de la Cofradía de la Santa Cruz, en los 136 kilómetros cuadrados que componen este municipio del departamento de Sololá. Pero él no es la única deidad que habita en esta región.

El lago

Verde y azul, en todos sus matices, en cada una de sus tonalidades; así es el lago Atitlán. Al observarlo desde la orilla resaltan tres picos: los de los volcanes Tolimán, San Pedro y Atitlán. Cada uno está cubierto con una sutil capa de neblina que nace en la superficie del lago y se esparce sobre todo lo que lo rodea y lo transita.

Diminutas embarcaciones, que hace décadas servían para practicar la pesca, hoy transportan a cientos de turistas al día. En tierra firme parecen puntos luminosos que se menean según las intenciones de la brisa y el agua. Lentamente van tomando forma y al desembarcar aparecen los curiosos, con sus cámaras, sus preguntas y sus exclamaciones.

Es el lago más profundo de Guatemala. Su profundidad supera los 300 metros y alberga tanto misticismo como las comunidades que lo rodean. En la década de los 90 una exploración encontró restos de una ciudad bajo sus aguas. Se toparon con rocas y estructuras propias de una metrópoli. Sus descubridores llegaron a llamarlo “la Atlántida maya”.

Tradicionalmente la cultura maya ha rendido culto a los cuerpos de agua, pues son considerados entradas a otros mundos y centros de peregrinación. De igual forma eran fuente de vida, ya que de ellos provenían los animales que comían y el líquido para regar sus cultivos.

Cuando el viento comienza a pronunciarse bruscamente sobre la superficie del lago, sus navegantes saben que es hora de regresar al puerto y darle paso a Xocomil, una deidad que en ocasiones actúa de forma sutil y otras de una forma tan agresiva, que es capaz de voltear las embarcaciones. Su intención, cuentan sus habitantes, es la de purificar e incentivar el lago para que la pesca sea abundante y, de igual forma, limpie los pecados de quienes viven en las zonas aledañas.

“A veces se presenta al mediodía, otras un poco más tarde. Ya lo reconocemos y sabemos que es mejor volver a la ciudad mientras se hace presente. A algunos pescadores les agrada, porque aleja a las gaviotas que cazan su pesca”, cuenta uno de los navegantes antes de desembarcar en Santiago Atitlán.

A orillas del origen

Santiago Atitlán recibe a sus visitantes con la alegría de las mujeres que se encargan del comercio. Ellas, vistiendo un tradicional vestido largo, con detalles rojizos, ocres, verdes y púrpura, dan vida a este lugar durante el día. De igual forma, los hombres conservan sus costumbres, vistiendo su tradicional pantalón, camisa blanca y sombrero y se encargan de la pesca y la ganadería, ambas labores que se desarrollan fuera de la urbanización.

El sincretismo se hace presente en cada una de sus esquinas. Esta mezcla de tradiciones españolas y locales se expresa en la casa del mismo Maximón, en donde se encuentran santos de la religión cristiana, vestidos, al igual que el Gran Abuelo, con corbatas.

En sus mercados se refleja la importancia del lago. Allí resaltan productos como camarones y diversos tipos de pescado, secos y crudos, junto a un sinfín de especies de chile, de todos los tamaños y colores tan profundos como los de las vestimentas de las mujeres que atienden el comercio.

Sus pobladores son amables y les alegra la visita de extranjeros. Las negociaciones son el pan de cada día, siempre y cuando estas se realicen con personas provenientes de otros países. Son personas dispuestas a dar grandes rebajas a sus visitantes a cambio de artesanías, prendas típicas, instrumentos musicales e incluso alimentos.

El lago y sus pueblos son lugares cargados de algo indescriptible. Una fuerza extraña, sin color, olor ni sonido, que hace de este lugar uno sorprendente, en el que el pasado se mezcla ligeramente con el presente, pero cuando este último parece tomarse todo, aparecen figuras milenarias que devuelven el lugar a su sitio, bajo una atmósfera de misticismo y magia.

* Invitación del Instituto Guatemalteco de Turismo (Inguat).

Por Nicolás Fernández Sánchez*

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