Dios, guerra y religiones

Una propuesta de diálogo con motivo de la Semana Santa: ¿Por qué la espiritualidad y los conflictos van de la mano en la historia de la humanidad?

Diego L. Arias T. * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
25 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.
Dios, guerra y religiones
Foto: Getty Images/iStockphoto - ipopba

En medio de muchos otros, tal vez el más grave fracaso de las religiones organizadas es el relacionado con las guerras, no tanto porque no las puedan evitar, sino por la manera en que muchas veces las incentivan directamente.

Es una infamia y una verdadera tragedia que eso ocurra, pues por su cuenta miles de personas amorosas han sido arrastradas en apoyo a la guerra como consecuencia de esta perversión.

Sería injusto no destacar que al mismo tiempo la religión ha traído también aportes significativos en muchos campos de la experiencia humana. Pero tratándose de quizá el mayor de los dramas humanos, la guerra, resulta perturbador que líderes religiosos, políticos, militares o civiles invoquen a Dios para justificar una guerra o el uso de la violencia.

En la historia de la humanidad han ocurrido más guerras en nombre de la religión que por cualquier otro motivo. Desde tiempos bíblicos hasta nuestros días, las ideas vinculadas con la religión han sido invocadas sistemáticamente para exaltar las guerras. Ya sea que se trate de castigar herejías o infieles, de liderar guerras “justas” o “preventivas” para evitar un “mal mayor”, o de construir un “Califato”, este tipo de manipulación religiosa traiciona gravemente la naturaleza amorosa de toda tradición religiosa.

Toda guerra o conflicto violento comienza instalando la idea de un “ellos” contra “nosotros”, lo cual no resulta muy difícil de hacer: basta suponer que “nosotros” somos los buenos y los que tenemos la razón, para dejar del otro lado a quienes son una “amenaza”.

Pero, sin excepción, de Oriente a Occidente, la esencia de toda espiritualidad señala que no se puede amar a Dios sin que antes o al mismo tiempo, seamos capaces de amarnos, de forma incondicional, los unos a los otros.

Es cierto que en muchas tradiciones el lado compasivo de Dios se asocia también con el aspecto vengativo y castigador que dispensa guerras y catástrofes para hacer justicia entre los humanos. Es el caso del Yahvé de la antigüedad, pero bien podría la religión optar, en el caso cristiano, por el Jesús del Nuevo Testamento: amoroso, pacifista y comprensivo, que de seguro no prestaría su acuerdo para ninguna moderna “guerra contra el mal” o su contraparte, las “guerras santas”.

En momentos de devastación y desastres hay una pregunta recurrente: ¿dónde estaba Dios? De manera parecida, cuando estalla la violencia una inquietud sugerente es: ¿por qué Dios permite las guerras? Nadie puede decirlo, pero el hecho de que no se haga presente de manera concreta para condenarla, acabarla o sencillamente “intervenir”, no es argumento para decir que las aprueba.

Desde muchas perspectivas distintas se siguen escudriñado las razones por las cuales vamos a la guerra. Pero a las religiones corresponde señalar que las guerras no son el escenario de un drama cósmico que debe ser dirimido definitivamente entre el bien y el mal, que no expresan una voluntad divina y que ir o no a una guerra es decisión exclusivamente humana, por lo cual asumimos también su responsabilidad.

Cuando irrumpen la devastación y la barbarie de los conflictos es difícil mantener una perspectiva de humanidad compartida, pero eso es justamente lo que se nos pide desde el mandato de “amarnos los unos a los otros”, lo cual es harto distinto de dejar pasivamente que el mal y la violencia hagan de las suyas.

La guerra debe dejar de ser una opción devolviéndole la primacía al amor y la compasión, pero para eso necesitamos recordar que la naturaleza de Dios es pacífica, que matar nunca será bueno y que la vida humana será siempre sagrada.

* Autor del libro “Memorias de abril”, sobre su experiencia como combatiente de la guerrilla M-19 (Sello editorial Planeta, 2010).

 

Por Diego L. Arias T. * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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