Que Colombia sea un país estigmatizado en el mundo entero por ser el principal productor y exportador de cocaína, es un hecho, pero que hoy también sea un país altamente consumidor es algo que apenas estamos asimilando en su verdadera gravedad.
Hoy en día hay muchos más consumidores de drogas que en ningún otro período de nuestra historia, y más vendedores de sustancias ilícitas al menudeo que hace 10 años, que hace 20 años. La impunidad es inconmensurable.
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La fuerza de la adicción impulsa al adicto a transgredir los sistemas regulatorios y a violar sus principios más arraigados. El microtráfico está exacerbando de manera asombrosa la destrucción de la familia, la descomposición social, la criminalidad y violencia urbana. Entre tanto, los vendedores de droga en barrios y sectores enteros en todas las localidades de Bogotá, actúan a sus anchas.
Nadie calculó que su poder destructivo y la escala de la violencia desatada en nuestras calles, llegarían a las magnitudes que hoy estamos viendo. El microtráfico y el consumo de drogas destruyen el tejido social y la convivencia ciudadana. Son el mayor problema de las ciudades colombianas en la actualidad.
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Las cifras que dan cuenta sobre la criminalidad y la delincuencia desatadas por el consumo y la venta de sustancias sicoactivas, como el alcohol y las drogas, son abrumadoras. Resulta evidente que el Estado colombiano ha sido incapaz de formular políticas públicas y de emprender acciones efectivas frente este enorme flagelo.
Ante esta devastadora realidad hay que perseguir, con toda la fuerza de la ley, a los vendedores de drogas que operan cada vez menos agazapados, en nuestras calles, cerca de los colegios, en los parques, en las “ollas”, en los bares. Hay que desarticular sus redes.
Pero al mismo tiempo, algunas instituciones realizan esfuerzos, prácticamente de manera aislada, para brindar un tratamiento, un “programa de recuperación”, conscientes de que los adictos están solos, por su cuenta, sin mayor apoyo ni protección de un Estado que les brinde una esperanza de recuperación, de dejar de consumir, de recuperar alguna forma de vida y de apego a sus familias.
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Estudiosos del asunto han observado que el consumo de alcohol y drogas se inicia en edades cada vez más tempranas. Un año que retrasemos el primer consumo, un lustro, es una inmensa ganancia porque ese consumidor todavía experimental, o presionado por su grupo de amigos, estará más formado como persona, tendrá más recursos psicológicos, morales, emocionales, para defenderse del manotazo brutal de las drogas.
Tanto el Estado como la Policía y la sociedad civil, tienen la enorme responsabilidad de emprender acciones eficaces encaminadas a prevenir el consumo en nuestros niños, niñas y adolescentes. No hay más salida que la prevención. Y en ese esfuerzo es clave ofrecerle a esta población, que es muy vulnerable, un proyecto de vida. Una ilusión, un propósito que los ligue a sus familias y a sus comunidades. Y que les permita constatar que esos vínculos son superiores al infierno interminable de las drogas.