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Aleja, la comadreja (Cuentos de sábado en la tarde)

Si pudiera levantarme no renunciaría de inmediato ni lo mandaría todo a la mierda. No. Todos tenemos nuestras prioridades. La mía, ahora mismo, sería ir al pasillo de artículos para picnic y agarrar un vaso plástico bien largo; luego, dirigirme a la sección de limpieza del hogar y prepararme un coctel de desinfectante, detergente para baños y desatascador de inodoros. Me lo imagino verdi-azulado o amarillo tipo melocotón- ambarino. Sí, hasta podría decorarlo con una coqueta sombrillita en miniatura. ¿Por qué no? Y lo bebería todo, de un solo sorbo placentero. Zas. Hasta el fondo. Pero, pensándolo bien, esa sería también una forma de renuncia, solo que un poco poética.

Jimmy Arias
04 de diciembre de 2021 - 08:30 p. m.
Aleja La Comadreja se llama la estrella de una marca de cupcakes para niños. Pero la semana anterior fui perro caliente y, la próxima, dentífrico, tampón, supositorio gigante, qué más da.
Aleja La Comadreja se llama la estrella de una marca de cupcakes para niños. Pero la semana anterior fui perro caliente y, la próxima, dentífrico, tampón, supositorio gigante, qué más da.
Foto: Canva

Claro, todo lo anterior, si pudiera incorporarme; si pudiera, al menos, desatornillarme la enorme cabeza peluda de comadreja y respirar algo que no sea mi aliento a papas fritas, salchicha barata y cerveza; mezclado con mi sudor rancio, de días, contenido entre capas de algodón y peluche del animalejo que interpreto en el supermercado de la esquina. Pero acumulo demasiados días de lucha, de darme de cabeza contra el vidrio templado del sistema, de hastío.

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El precio de mi dignidad es 10 dólares la hora. Que, con la respectiva deducción de impuestos, queda en alrededor de 9 la hora. Seis horas por día, cinco días a la semana, incluyendo sábados y domingos. Siempre me pareció tentador, sino ineludible, el meterle una patada a uno de estos animalejos, para verlo retorcerse de dolor enfundado en semejante disfraz. Pero ya no es chistoso cuando el embutido de peluche es uno mismo.

Un cuarto de hora me tardo en ponérmelo, capa a capa, ajustando velcros y atornillando extremidades. Y otro, en retirármelo, entre bufidos lastimeros, porque al final de la última hora, ya no hay energía, ni oxígeno, ni ganas de vivir que valgan.

Y yo dizque imaginaba mi vida norteamericana trabajando en una moderna oficina, bien iluminada y ventilada, en el siempre sofisticado ‘downtown’ de Montreal. Obvio, de saco y corbata, gafas con marco de carey, y almuerzo en un bistró encantador cualquiera, rematado con un humeante expreso de $7.

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El otro día, mientras repartía volantes en la entrada de la tienda, soportando estoicamente el acoso de los niños, las burlas de los adultos y hasta un vaso de soda que me lanzaron unos adolescentes, fantaseé con el camión de la cerveza, el cual pasaba casualmente por el lugar. En mi ensoñación no era el conductor, ni me despachaba una fría en un bar cualquiera, simplemente, corría hacia él y me lanzaba a su paso, volviéndome un solo amasijo de felpa, sangre, pelos artificiales, tripas, látex y desesperanza. Me pregunto cómo habrían sido los titulares de la prensa la mañana siguiente: ‘Se suicida la comadreja, Comadreja humana perece aplastada por un camión, Suicidio de peluche en el Súper… Miserable se lanza a las ruedas de un camión, envenado de frustración y vergüenza….’.

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Aleja La Comadreja se llama la estrella de una marca de cupcakes para niños. Pero la semana anterior fui perro caliente y, la próxima, dentífrico, tampón, supositorio gigante, qué más da. De mis días como perro caliente me quedó el sarpullido causado por el roce del sintético contra mi mentón, porque tenía que exponer la cara por entre un agujero en lo alto de la salchicha. El dermatólogo me dice que en un par de meses puede que se me pase. Claro, como si pudiera aguantar vivo ocho semanas más.

Por Jimmy Arias

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