Lars von Trier imaginó el fin del mundo en su película Melancolía.
La escena final de ese filme está llena de dolor, de amargas lágrimas, de irreparable soledad. Los lectores la recordarán. Cuadro a cuadro se va construyendo, acumulando la angustia, pues se sabe que viene el final. Del planeta, de la especie humana. Y no da miedo, sólo tristeza.
Es uno de los más grandes momentos del cine contemporáneo. Se necesita de un gran artista para concebir eso, con ese patetismo, con esa simpleza, con esa certidumbre. Un fragmento del Tristán e Isolda de Wagner nos pasa por la piel y por las pestañas, y nos hace temblar. Y dos mujeres y un niño esperan, nada más. Se sientan en el pasto, en una colina, dentro de la imagen de una casa, el símbolo de una casa, cuatro ramitas puestas, como fue al principio cuando recién nacimos, cuando recién empezamos a andar en manada y nos detuvimos.
¿Cómo será el final? El mío. El de todos. El dolor de todos. Hay días en que nos sentimos cerca de la muerte, del final. La pandemia nos hace sentir así. ¿Cuál era el propósito de todo esto? ¿Para qué vinimos? ¿Quién ató los nudos de nuestro principio y nuestro final? ¿Qué somos?
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¿Dónde está el llanto? ¿Dónde lloran sus muertos los que han perdido a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos? ¡Cuánta muerte todos los días! Dónde, en qué frío depósito de paredes de baldosín están los cuerpos ahora mismo, sin vida, con los brazos desgonzados, los ojos ennegrecidos y la piel aterida. ¿En dónde están cada día los cuerpos? ¿En dónde están llorando todos que no puedo oírlos? No puedo sentir en las manos, en las yemas de los dedos las lágrimas.
Lo que sí veo es a los que vuelven la espalda. A los que miran para otro lado. A los que sonríen y simulan. Este, ha sido investido del poder de matar a una niña y la mata en una vereda. Este, se ha quedado dormido tranquilo pues sus cifras le indican que basta con un poco más de hambre y desolación allá afuera, para que su inteligencia quede enaltecida. Este, vuelve a mentir y a gritar y a echar una saliva negra por la boca. Este, quiere reventar los ríos por debajo de la tierra y este quiere llenar de veneno las hojas y el aire que lleva a sus pulmones aquel niño, el que mira la selva y oye por última vez el grito de los monos.
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No hay clemencia. No hay una mano amiga. Hay días que son así. Hay días de pandemia que nos ahogan así. Y no vemos esperanza. “No tengo casa ni amigos, no tengo un lecho caliente, ni pan que calme mi hambre, ni palabra que me aliente”, decía el poeta Emilio Prados.
Lars von Trier… Viendo esa escena, final en más de un sentido, piensa uno que podríamos haber tenido más ternura, más sensatez, más sentido de la enormidad del universo y del suspiro brevísimo de tiempo que malgastamos. Que hubiera durado más si hubiéramos querido. Hubiera durado una eternidad quizás.
Pero con asombro y respeto por la muerte.