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Costas extrañas

¿Y qué si no le dieron el Nobel a Kundera?

J. D. Torres Duarte
26 de julio de 2023 - 02:00 a. m.

Murió Milan Kundera de muerte natural, pero no murió el lamento cíclico, recogido y reciclado sin reflexión de columna en columna, de que lo privaron del Nobel. Alguna vez (con respecto a otro escritor, Thomas Hardy) esta columna y este columnista también incurrieron en ese lamento inane y pueril. Porque eso es: un lamento de hueco y eco, sin sustancia ni sofisticación ni sedimento, que resurge con la fuerza silvestre de un lugar común cada vez que un escritor más o menos importante o más o menos célebre comete la incorrección de morirse.

El lamento por la ausencia de Nobel (se trata casi de un mal del cuerpo y del espíritu: como el cosquilleo por un miembro fantasma, el cosquilleo por la orfandad de Nobel) comienza con el desdén por Tolstói e Ibsen; se replica con escritores como Borges, Ajmátova, Joyce, Woolf, Gombrowicz, Auden, Malraux; se repite con poca justicia (puesto que murieron antes de que el grueso de su obra tomara vuelo o fuera publicada) en los nombres de Kafka, Proust, Pessoa; se reaviva con Machado, Céline, Cortázar, Fuentes, Mishima, García Lorca, Roth (Philip y Joseph), Rulfo, Ionesco, McCarthy y Lispector, y se reproduce también, en un frenesí de piedad, en un etcétera ancho y ajeno de escritores de fraseo menesteroso que en sus resurgimientos futuros incluirá sin duda a Murakami y a Ricardo Silva Romero. La lista de los huérfanos de Nobel, en todo caso, es marginal; habría que preguntarse, en cambio, por qué persiste la ilusión subterránea, que es una forma del apego y una extensión de la aprobación paterna, de que sólo el Nobel puede asegurar la supervivencia y conservar la energía de cierta obra literaria.

El malentendido se funda en la idea de que el Nobel consagra un escritor y lo eleva, con sus fiestas decimonónicas de banderines y diademas, al panteón literario. Si la consagración de un escritor consiste en vender millones de copias en todas las lenguas de Babel y si el panteón literario al que lo elevan es el escritorio de préstamo o la poltrona de escenografía en que atiende las exigencias de la fama repartiendo autógrafos y opiniones, el Nobel es, sin duda, el vigilante que asigna las bendiciones de la inmortalidad. Pero si la consagración es más bien la fortuna esquiva y escasa de que su obra sea leída, releída, apreciada y reconocida, y de que en ese proceso se conserven ciertas zonas de misterio y cierto vigor intemporal, incluso décadas después de que el autor deje de ser un titular de periódico, el Nobel tiene un efecto pobre, fugaz y secundario.

Para probarlo basta con mencionar a los ganadores del Nobel que ahora carecen de influencia en los movimientos contracrónicos de la literatura y cuya obra, en algunos casos degradada tras un segundo examen al panteón de lo regular, quedó en ocasiones restringida a las viejas ediciones de éxito que siguieron a la premiación: Sully Prudhomme, Bjørnstjerne Bjørnson, Giosuè Carducci, Paul von Heyse, Verner von Heidenstam, Frans Eemil Sillanpää, Carl Spitteler, Harry Martinson, Johannes Vilhelm Jensen, Władysław Reymont, Karl Adolph Gjellerup. A medida que su obra exprese su verdadero peso sin la prótesis del Nobel, y a medida que su memoria pública y su primer impacto se desvanezcan, a la lista se añadirán otra porción de ganadores (tengo la impresión, vaga y débil como toda impresión, de que en esa lista podrían estar Hermann Hesse, Pearl Buck, Sinclair Lewis, Aleksandr Solzhenitsyn, Dario Fo y Elfriede Jelinek). Más allá de que sus obras sean buenas o malas, la lista prueba que el Nobel no consagra un escritor: le otorgará el don efímero de la celebridad y la riqueza, lo convertirá en piedra de monumento y en nombre de calle, pero no le garantizará la lectura ni el desciframiento de su obra, la contemplación cómplice del lector. La consagración (la forma de hacerse sagrado y mítico, que en el caso de un escritor significa ser mundano y cósmico a la vez, como una estrella de tierra) debe venir de otro lugar y bajo otros criterios, puesto que en reemplazo de los nombres que acabo de citar podría repetir los nombres de los escritores del segundo párrafo, cuya obra está más viva y produce más temblores y ebulliciones que en el día de su publicación. Los recordamos, los leemos, los releemos y nos deslumbramos por su novedad y su flexibilidad sin la intervención de la autoridad sueca: el panteón literario no brota del Nobel. Por esas mismas razones misteriosas (sospecho que están en estrecha conexión con el talento de ver con claridad y elocuencia por los caminos torcidos) leemos a Cervantes, a Rabelais (cabeza del panteón de Kundera), a Montaigne, a Shakespeare, a Dostoievski, a Homero y a los trágicos, cuyas rítmicas calvas, por cierto y a pesar del anacronismo, nunca tuvieron la necesidad de recibir el beneplácito de la Academia.

Se podría replicar que esta lista de ganadores sin consagración es parcial y fabricada para favorecer mi tesis, que es factible componer una lista igual de extensa con aquellos ganadores cuya obra sí ha sido consagrada por el Nobel, cuyos nombres son piedras fundacionales de la literatura y cuyos libros son todavía leídos con fervor en estos años de ceniza y sol. En la lista estarían, sin orden y con caos, Mistral (Frédéric y Gabriela), Kipling, Beckett, Maeterlinck, Hamsun, Tranströmer, García Márquez, Brodsky, Szymborska, Coetzee, Pirandello, O’Neill, Walcott, Milosz, Eliot, Hemingway, Jiménez, Camus, Kawabata, Neruda, Bellow, Handke, Faulkner, Naipaul, Morrison, Shaw, Gide, Yeats, Mann, Paz y Böll. De hecho, esta lista es más larga, más vasta, más rica. Pero es un error suponer que esos nombres fueron consagrados por el Nobel: al contrario, el Nobel se consagró gracias a esos nombres. Si el Nobel adquirió nombre y prestigio, no fue por el monto de su premio (que a Brodsky, por los caprichos de la inflación, apenas le alcanzó para terminar de pagar la casa), sino por la reputación y altura de sus ganadores, cuya consagración ya estaba ocurriendo antes de que tomaran un avión para Estocolmo (el Nobel, por naturaleza, llega mucho después de lo extraordinario: en el momento de la seguridad, no del riesgo y el abismo). Morrison o Camus o Beckett (que, en favor de la precisión, ni siquiera tomó un avión hacia Estocolmo para recoger el premio) no tuvieron la fortuna de ganarse el Nobel: el Nobel tuvo la fortuna y el acierto de haberlos premiado. Sin su venia, sin su aprobación de patriarca frío, hoy seguiríamos leyendo a Morrison y a Beckett y a Camus. Quizás en el caso de escritores más locales, como Milosz o Tranströmer o Canetti, el premio alentó la apertura del mundo a su obra; su consagración natural, sin embargo, habría tenido lugar con o sin el premio, porque es un don de la obra, no un regalo del mundo.

De modo que el lamento por la privación del Nobel a un conjunto de escritores no tiene ninguna relación con su consagración. Es probable que de Kundera, sin su diploma ni su medalla, se siga hablando dentro de varias décadas (con libros como Los testamentos traicionados y El arte de la novela, intuyo que su influencia como ensayista todavía tiene campo para crecer). ¿El lamento tendrá que ver, entonces, con una urgencia primitiva por encontrar la aprobación de las instituciones, del maestro y del consejo, una necesidad de someter al examen de la autoridad lo que de repente comienza a brillar y chispear por fuera de los márgenes? ¿Es el premio Nobel la institución que vino a compensar la decadencia de las academias y a vigilar el gusto literario, en reemplazo de los jueces, con su declaración de canon? Es un gusto literario, sin duda, más amplio y tolerante que el del juez de provincia que condenó a Flaubert por Madame Bovary o el del otro juez de provincia que condenó a Baudelaire por Las flores del mal: el Nobel premió a Gide, que era un escritor de otra tierra, y a Beckett, que era de una tierra más lejana aun que Gide. Aun así, su criterio de padre enorme es tan falible y volátil como el de los jueces enemistados con Flaubert y Baudelaire, y ceder a una academia de un país lejano la autoridad suprema que tiene un buen lector ante un buen libro es olvidar que la literatura ha vivido de la transformación de la herencia, de la ruptura del molde, de la suma trastocada y del deslumbramiento privado: si un libro consigue honrar esas destrezas del espíritu, no necesita la añadidura de un Nobel.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

 

Juan(3racf)27 de julio de 2023 - 02:10 a. m.
Maravillosa columna.
eudoro(79178)26 de julio de 2023 - 06:57 p. m.
Buena columna, pero eché de menos a Sandor Marai, escritor de grandes credenciales.
  • Gines de Pasamonte(86371)26 de julio de 2023 - 10:02 p. m.
    Musil, Lowry y tantos otros.
Gines de Pasamonte(86371)26 de julio de 2023 - 01:22 p. m.
Con el Nobel, a mi juicio, sucede algo análogo a lo que acontece con el Óscar de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. ¡Ni más ni menos!
Atenas(06773)26 de julio de 2023 - 01:35 p. m.
JuanDa, qué bien q’ desmaquilles el icónico premio Nobel y por las razones q’ bien aduces. Ergo, su prestigio es cuestionable y no siempre el homenajeado es prenda de garantía, y menos en ciertas categorías subjetivas como lo es el de Literatura o el de Paz de mayor descrédito, y tanto q’ se lo otorgaron al tartufo Santos x su ominosa intención de entregar el país a criminales acusados de delitos de lesa humanidad. De vez en cuando viene bien ser iconoclasta.
  • Un observador(71824)27 de julio de 2023 - 12:35 a. m.
    Tenía que rebusnar el bandido payaso miserable.
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