Las perversas falsas equivalencias

El Espectador
20 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
/ Foto: AFP
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Se ha vuelto común en el debate político colombiano la práctica perversa de llamar a la “unión” a toda costa y argumentar que en temas sensibles, sobre todo aquellos que involucran identidades minoritarias, las posiciones enfrentadas tienen la misma validez. Esa lógica comparte parecidos angustiantes con aquella que estuvo detrás de las declaraciones que, en Estados Unidos, pusieron en el mismo terreno moral a los neonazis y a quienes se oponen a ellos. Nuestros líderes políticos deben tener la valentía y la integridad para defender principios básicos de la democracia, como el rechazo a los discursos que pretenden aniquilar al otro. No se supera la polarización ocultando los prejuicios de la sociedad.

Los hechos de la semana pasada en Charlottesville, EE. UU., no pudieron ser más claros. Después de tensas protestas que contaron con la afluente participación de simpatizantes del nazismo, uno de ellos se montó a un automóvil y atropelló a varias personas que se oponían a la manifestación. Una mujer murió y otras 19 personas terminaron heridas. Sin embargo, ante este acto de terrorismo evidentemente motivado por el odio, Donald Trump, presidente de Estados Unidos, argumentó que la violencia era responsabilidad de “todos los involucrados”, que no todos los marchantes eran supremacistas blancos y que la “izquierda alternativa” también había sido agresiva.

Eso es una falsa equivalencia. No, no es lo mismo ser un neonazi, defender la limpieza étnica, amenazar desde el discurso la existencia de grupos poblacionales enteros, que oponerse a esas ideas y denunciarlas por racistas, manipuladoras y violentas. Los jóvenes de raza blanca se tomaron las calles de Charlottesville para protestar por la remoción de estatuas en homenaje a militares esclavistas. Los símbolos que emplearon en su ropa y los saludos nazis son alusiones a ideologías genocidas. Quienes salieron a confrontarlos lo hicieron motivados por la idea de que es inaceptable que haya quien defienda esa posición. La agresividad de parte y parte no puede igualarse.

Aun cuando no hayamos llegado a tales extremos en Colombia, lo sucedido debe alertarnos sobre lo que ha venido ocurriendo en nuestro debate político. Porque no es lo mismo abogar, desde discursos que se presentan como respetuosos, por negarles derechos a grupos poblacionales enteros basándose únicamente en su orientación sexual o su identidad de género, que presentarse, mientras lo hacen, como excluidos del Estado social de derecho. No es lo mismo la persecución que ha tenido que sufrir todo aquel que sea transgénero en este país que quien se declara perseguido porque sus ideas fueron tildadas de transfóbicas. Falsas equivalencias.

No se trata de coartar la libertad de expresión. En estas páginas hemos defendido el derecho de los sectarios a vomitar su odio en público, incluso si ofende. Pero esa protección constitucional necesaria no los blinda del repudio público, que debe ser contundente. No podemos permitir que quienes piden que se respete el avasallamiento de las minorías pasen de agache, que sus posiciones no sean denunciadas como esencialmente violentas, que se hagan pactos con ellos por el bien de intereses políticos particulares. Lo que está en juego es la democracia y la construcción de una sociedad donde quepamos todos pese a nuestras diferencias.

El silencio es cómplice del prejuicio, del capricho y del autoritarismo de quienes se sienten capaces de censurar la existencia de otros seres humanos. El debate público colombiano más que “unión” necesita abandonar el oportunismo para tener posiciones claras sobre los valores que defendemos, y las consecuencias que tiene abandonarlos para satisfacer los cantos de sirena de ciertos discursos de odio.

 

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Por El Espectador

 

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