Rosa, la pastelera sabrosa

Rosa Cabarcas Jiménez aprendió a preparar recetas patrimoniales como maíz con leche, torta de ñame, enyucao y fritos, desde cuando era pequeña y acompañaba a su madre a hacer oficios en la casa de la familia Ripoll. Gozona, risueña, orgullosa de portar la tradición culinaria de La Heroica, mantuvo durante una década un puesto frente al pretil del mangle, situado al lado del Terminal Marítimo de la ciudad.

Por Leonor Espinosa

01 de mayo de 2017

 Los pasteles son la comida típica de los cartageneros en diciembre.  / /Cortesía

Los pasteles son la comida típica de los cartageneros en diciembre. / /Cortesía

Cuando le pregunté a Rosa por su origen me contentó que era más cartagenera que el boli de Kola Román.

Nació en Lo Amador, un asentamiento popular ubicado en las estribaciones del Cerro de la Popa. Allí mismo donde residía Leobaldo Blanquiceth, alias El Mecha, el carpintero que siempre le hacía fruncir el ceño a mi madre Josefina. Le decían así porque se prendía en todas las celebraciones. Tanto es así que Julio Carriazo, apodado El Dengue, el señor que cuidaba la casa cuando partíamos de viaje, le decía: Niña Jose, a ese men no se le puede creer ni lo que reza.

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Lo Amador albergaba, principalmente, una población de escasos recursos.

La mayoría se ocupaba en oficios de zapatero, herrero, aguatero, ebanista, albañil; y las mujeres se empleaban como cocineras, lavanderas o aseadoras en las casas de las personas pudientes de los barrios de Manga, Pie de La Popa y Bocagrande. Terminadas las labores, la gente se aglomeraba en los espacios públicos y en sus casas para compartir mediante la música y el deporte las manifestaciones culturales que los caracterizaban.

De pequeña recuerdo ingresar al sector por la avenida Pedro de Heredia tomando la Calle Real, entrando justo por donde está el “Santo”, el monumento de brazos abiertos y corazón pintado de rojo que le hace ofrenda al Sagrado Corazón.

Unos años más tarde, visité Lo Amador, en época prenovembrina, para bailar terapia con el picó El Ciclón, en la caseta engalanada de perendengues y barriletes que instalaron con el nombre de la candidata: Emilse Primera, participante al reinado popular. Ese año de 1979, asistí a escondidas de mis padres. Tenía 17 años y las niñas de “buenas costumbres” tenían prohibido escuchar música de negros y, más, asistir a alguna actividad en los barrios “champetús”.

La tarde que me encontré con Rosa en el Festival del Frito, nos sentamos a conversar. Cuando me habló de su barrio, ya tenía pleno conocimiento de él.

Rosa Cabarcas Jiménez aprendió a preparar recetas patrimoniales como maíz con leche, torta de ñame, enyucao y fritos, desde cuando era pequeña y acompañaba a su madre a hacer oficios en la casa de la familia Ripoll. Gozona, risueña, orgullosa de portar la tradición culinaria de La Heroica, mantuvo durante una década un puesto frente al pretil del mangle, situado al lado del Terminal Marítimo de la ciudad. Allí ubicaba las ollas de pescado frito guisado en zumo de coco y ajíes dulces, salpicón de ponche, revoltillo de tollo, carne en bistec e higadete. Llegaba a las cinco de la mañana y a la media hora los muelleros arrasaban con todo el contenido.

Vendía hasta ochenta desayunos diarios. Las otras cocineras, Modesta, Carmen y Fabiola, ofrecían, de liga o plato principal, armadillo, conejo ahumado, pescado frito, asadura, y, de bastimento, ñame, yuca, bollo, plátano y la infaltable ensalada de rodajas de tomate, cebolla, sazonada con aliño a base de limón, vinagre y aceite.

El día que abrieron un restaurante privado dentro del antiguo Colpuertos, las autoridades retiraron todos los puestos de comida dejando a las cocineras en ascuas o, como se dice en la jerga local, en el tibiri-tábara. Mientras la palanca política luchaba por reintegrarlas; otros lo hacían por retirarlas. Después de haber perdido la contienda, se fue a trabajar a la casa de Rafael Martínez Román, casado en ese entonces con Leticia Moreno Chimá, hija de Alfonso Moreno Blanco, hermano de fallecido gastrónomo Lácides Moreno Blanco. En esa casa, donde se especializó en cocina cartagenera, tuve la fortuna de conocer a Alfonso, de quien disfruté los mejores pasteles de arroz y carisecas por ser muy cercana a su hija Patricia.

Desde que los hermanos Moreno murieron, no he vuelto a probar otro amasijo horneado de maíz blanco, azúcar, queso costeño y coco rallado, como el que preparaban con sus prodigiosas manos.

Alfonso le enseñó a preparar el pastel lavando tres veces el arroz y secando bien los granos para adicionar cominos machucados con una mezcla licuada de ajo, vinagre, achiote y aceite. Luego se extendía sobre una mesa durante tres días al sol revolviendo ocasionalmente, con el fin de que, en el momento de prepararlo, permaneciera la sustancia impregnada. Después, sobre una hoja de bijao, ponía capas con col, arroz, ajíes dulces, pimentón, garbanzo, cebollín, habichuela, tres rodajas de zanahoria y tres de cebolla, alcaparra, aceituna y presas de gallina, cerdo o combinado. Finalizaba con arroz. Con dos días de anterioridad, adobaba las carnes de un día para otro para posteriormente precocinar. Antes de amarrar la hoja, bañaba el contenido con un concentrado de salsa negrita, ajo y achiote.

Rosa, reconocida por sus pasteles sabrosos, no ha cambiado la receta. Vende por encargo y todos los años, desde 1987 en el mes de diciembre, se da cita en el Festival del Pastel Cartagenero, evento creado para avivar la memoria culinaria, promover la gastronomía local y reafirmar que el plato que identifica la navidad cartagenera es el pastel. La calle del Progreso, del barrio Lo Amador, la misma donde creció y continúa viviendo por cuarta generación, se convirtió, con el paso de los años, en una representación de la antítesis de la identidad vecinal, desapareciendo el orgullo de sus habitantes por la buena convivencia. Las casetas, así como los espacios de alegría y jolgorio, fueron remplazados por talleres y tiendas de repuesto de autos y de motos.

Con la voz entrecortada y la mirada nostálgica, Rosa extraña que sus nietos no puedan divertirse como lo hicieron en el pasado, jugando uñita, bate tapita, bola e trapo y trompo. La delincuencia común y el microtráfico también se han apoderado del barrio y la calle ya no hace alarde de su nombre.

Por Leonor Espinosa

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