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52 tipos de memoria

Las máquinas que escribieron la historia oficial y en primera plana del país.

David Mayorga
06 de junio de 2010 - 09:01 p. m.

Por el taller de Ramiro Ramírez, testigo de la época dorada de la escritura mecánica, pasaron los elementos de trabajo de abogados, periodistas y financieros.

Todo sucedió en plena mitad de los años 80. Por entonces, desde Washington y Londres, las promesas neoliberales dibujaban el futuro perfecto: las privatizaciones acabarían con las filas eternas de las entidades oficiales, la libertad de mercados haría posible comprar el último modelo de las codiciadas gafas oscuras Rayban a precios bajos y la tecnología daría un mundo de posibilidades que iba desde los carros voladores hasta las cartas de envío y respuesta inmediata.

Pero las promesas, tal vez a propósito, no incluían a quienes tendrían que hacerse a un lado y encontrar un nuevo oficio en el nuevo mundo globalizado. “Empecé a notar que la tendencia a la electrónica iba a opacar a las máquinas de escribir”, recuerda Ramiro Ramírez, quien desde los años 60 se había convertido en uno de los más demandados reparadores de máquinas de escribir en Bogotá. Su clientela, que llegó a incluir a abogados de la talla de Otto Morales Benítez, además de corredores de bolsa y periodistas, fue reduciéndose poco a poco por cuenta de la rápida difusión del computador.

Sin embargo, el cambio no lo había cogido por sorpresa. Décadas atrás había tenido una visión de lo que se vendría cuando las calculadoras electrónicas marca Toshiba y Sharp destinaron al cuarto de San Alejo las eléctricas de la casa italiana Olivetti. “Pensamos que así como se lograba imprimir los cálculos, también se haría con la escritura; al final, son signos”, comenta.

Ante la inminente desaparición de su oficio, Ramírez tomó una decisión: “Cuando se hacían mantenimientos o reparaciones en oficinas de abogados de vieja data, se notaba que trataban de conservar una memoria laboral referente a la máquina: ‘Yo tengo este modelo desde hace tiempo. Déjemelo bien arregladito que no lo voy a utilizar, pero sí lo voy a conservar’, decían. Entonces fui coleccionando ciertas máquinas”.

Entre las primeras máquinas de su colección sobresale la fabricada por la casa alemana Continental en los años 30. La adquirió hacia 1995, cuando un cliente le encargó que la reparara. “Me impresionaron mucho los caracteres del idioma alemán que trae. Con ella se puede escribir en español, inglés y francés también”, advierte. En su colección hay piezas faltantes: “Unas nos las pagaron muy bien y se vendieron, otras nos las quedamos”.

Su historia con las máquinas se remonta a los años 60 en Bucaramanga, cuando se pagaba los estudios nocturnos de contabilidad siendo asistente de una oficina de mantenimiento y reparación. Entonces, uno de sus mayores retos provino de un contrato con la Registraduría local, que reunió cerca de 350 máquinas Remington Q Rater (las propias y de municipios vecinos) para ser revisadas.

Ese gusto por las cintas, el tipaje, la llave de tres puntas y los alineadores se mantuvo tras recibir el diploma y marcharse a la capital del país para trabajar. “En contabilidad andaba bien presentado, pero con el bolsillo muy regular. Entonces me dediqué a reparar máquinas, un oficio que me gusta más porque cada una representa un desafío diferente”, dice con una sonrisa de mejilla a mejilla.

Por De Escribir, su taller en Bogotá, han pasado multitudes de modelos con su propia historia. Como el Adler Alda, de tecnología suiza-alemana, la máquina que utilizaban los corresponsales y que era guardada en una maleta abullonada; también está la Baby, su competencia, de la casa suiza Hermes, que tenía una característica especial: “Tan versátil y manejable que tenía el tamaño de un directorio telefónico”.


O la italiana Olivetti Studio 44, en la que además de demandas y alegatos se escribieron obras literarias de gran importancia: “En una máquina de esas escribió García Márquez la mayoría de sus novelas. Él la nombra en algunas entrevistas”, asegura Ramírez, quien, como fiel lector de la revista Malpensante, ha pensado obsequiarle algunos modelos a la redacción.

Aquellos fueron años dorados para el negocio. Los técnicos gozaban de tal reputación que el célebre periodista y humorista Néstor Humberto Martínez Salcedo llegó a decir, medio en serio medio en broma, que era más rentable reparar máquinas de escribir que dedicarse a la medicina. Sin embargo, esa historia comenzó a hacerse leyenda con la llegada de los primeros computadores IBM al Ministerio de Hacienda en los años 80.

Vinieron los técnicos especializados que manejaban las nociones de los chips, microchips y circuitos integrados, y en los años siguientes las viejas máquinas y calculadoras fueron haciéndose obsoletas. Mientras compraban más y mejores computadores, las entidades decidieron rematar sus viejos equipos, que terminaron en negocios caseros, como tiendas de ropa, talleres de costura y zapaterías que los nuevos jubilados por la tecnología abrieron en el garaje de sus casas.

En la década siguiente, Ramiro Ramírez entendió que su negocio debía transformarse. Las llamadas a su oficina preguntaban con más insistencia por las registradoras, mientras el pedido de repuestos aumentaba considerablemente: “Mientras me iba a hacer reparaciones por $15.000, mi señora se quedaba en el negocio y hacía ventas de repuestos de $100.000 y $200.000”, recuerda.

Hoy en día, entre quienes más demandan cintas para máquinas de escribir IBM modelo 1972 está la sección de quesos de Alpina, que trabaja en medio de una atmósfera de vapor y salinidad con la que se dañaría cualquier computador: “Todos los reportes de la sección los hacen en esas máquinas”.

También acuden en su ayuda los viejos abogados litigantes y los funcionarios de los juzgados judiciales que operan sobre la carrera décima, a sólo dos cuadras de su taller. Cuando a veces le da por indagar por qué no dan el salto al mundo de la conectividad, Ramírez recibe la misma respuesta: “Hombre, esto del Derecho está tan bravo que si no tengo para comprarme una máquina de escribir nueva, mucho menos para un computador”.

Hoy en día, Ramírez repara entre cinco y ocho máquinas de escribir a la semana, la mayoría a domicilio. Según sus cuentas, de los 68 talleres que existían en Bogotá en los años 60, tan sólo sobreviven dos, los cuales se reparten una reducida clientela: el 16% de los años dorados. En sus ratos libres, Ramiro Ramírez prefiere hacer largas caminatas por las calles vecinas: “Cuando hago mis paseos por la antigua Bogotá, para mí es muy estimulante mirar los edificios y recordar en cuál y en qué oficina estuve, a quién le arreglé su máquina de escribir”.

Por David Mayorga

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