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El aterrizaje de 'el intrépido'

Un libro editado en EE.UU. y que será publicado en Colombia a finales de año, revela los archivos personales del primer piloto que sobrevoló el centro del país, el norteamericano William Knox Martin. Fragmento.

Enrique Ortega Bonilla José Dionel Benítez R. / Especial para El Espectador /
22 de septiembre de 2012 - 09:00 p. m.
 Imágenes del tercer vuelo en aeroplano de William Knox Martin sobre la Sabana de Bogotá, en inmediaciones de Bosa.  / Archivo - Cromos
Imágenes del tercer vuelo en aeroplano de William Knox Martin sobre la Sabana de Bogotá, en inmediaciones de Bosa. / Archivo - Cromos

Fui recibido por los empresarios que organizaban la venida de El Intrépido. Hablamos sobre casos concretos para organizar el campo de aterrizaje. Entendido esto, fui directamente a la Estación de la Sabana, donde había dejado mis tulas con el menaje y accesorios necesarios para organizar el aterrizaje.

Llevaba las banderas rojas usadas para delimitar la pista, la pintura, las brochas, un pequeño lanzallamas específico para cortar los montículos de pasto donde por lo general anidaban miles de avispas o abejones. Cuatro de los empresarios viajaron en su propio carro y sólo dos me acompañaron en caballos hasta una finca en el pueblo de Fontibón donde, ya oscuro, sólo pude reconocer la zona y desmontar las herramientas. Luego de esto, pedí que me prestaran la andancia para dirigirme hasta la casa de mi padre, a lo que no se negaron.

Algo en mí se contuvo antes de llegar a la vivienda, algo me obligó a detener el potranco antes de arrimarme a la casa de muros de tapia pisada.

Divisé la silueta de la morada en medio de la noche, pues ésta se dibujaba perfecta gracias a su contraste con el cielo claro.

Esta visión tan sensible y natural, aunque era primaria en mi sensibilidad, el amor que me despertaba el hogar, me hacía verla como una casa bella, humilde y generosa. A unos cien metros de allí me desmonté del animal y lo amarré al viejo árbol de cerezo que permanecía firme en su sitio.

Al abrir la puerta, una luz esplendente me atiborró el alma; a pesar de que hacía sólo medio año que no veía a mi familia, creí llevar muchos años lejos de ellos. Estaban todos acurrucados alrededor del fogón. Mi padre en su camisa de lienzo crudo y todos mis hermanos enruanados a su derecha, esperando que se cocieran las papas que hervían incesantes al ritmo y fuerza de la llama.

Me encantó la escena; a todos les brillaba saludablemente la cara. Sus voces callaron para que entrara en escena el ruido que hacían los leños que ardían y zumbaban al ser devorados por los tizones al rojo vivo. ¡Si había algo que se pudiera llamar felicidad, este momento fue una de sus expresiones! Comimos papas saborizadas con leña, aderezadas con sal y acompañadas con agüepanela encanelada. Hablé largamente con mi hermano mayor, quien me enteró de que el Policarpo y el Nicodemo, los dos que me seguían, ya tomaban cerveza. Con el viejo Rafael, juntamos las camas y acostados y a oscuras, nos pasábamos una botella de güisqui que yo había traído desde el Club Alemán. Dormité hasta las dos de la madrugada, hora en la que debí levantarme a darle de desayunar al potro.

La jornada que le esperaba no era cualquier cosa, así que era mejor alimentarlo muy bien. Mi padre se levantó conmigo y ya no nos volvimos a acostar; juntos al pie del fuego del fogón, que él encendió, esperamos la llegada del día, mientras le comentaba a medias sobre el vuelo que efectuaría el gringo sobre la Sabana de Bogotá en estos días. Usaba las palabras con prudencia, pues aunque confiaba en que todo saldría bien, era posible que todo saliera mal. Le entregué 50 pesos.

El hombre, al ver semejante montón, soltó lágrimas pues nunca en su vida había tenido en sus manos tal cantidad; los recibió con la fortaleza de un hombre que sabe que ha criado bien a sus hijos. Al principio no quiso aceptarlos, pero lo hizo cuando le supe decir que los bienes son para remediar los males. ¡El dinero a veces funciona como un aliciente cuando se siente que todo está perdido!

Me despedí del viejo Rafael, montando el potranco, espoleándolo en dirección a Fontibón, a donde llegué a las siete de la mañana. Momento propicio para iniciar labores. Le informé al dueño de la finca que debía rozar el césped y quemar algunos montículos de pasto. Don Carlos, un hombre de patillas negras largas y anchas y bigote espesísimo, montó en cólera y quitándose el sombrero y dejándome ver su pelo desordenado, grasoso y bien rasurado por encima de las orejas, me increpó como si yo hubiera matado a su madre.

—No, no puedo dejar que lechen oz al pasto. Esa es la comía de las vacas. No voy a dejar que se pierda la comía paque terrice un avión. ¡No, no señor!

Como no lo pude convencer y ya eran las nueve de la mañana y el trabajo no comenzaba, en el momento que llegaron los empresarios, les comenté del asunto; ellos, después de casi insultar a don Carlos por ignorante, le hicieron cuentas de lo que podría ganar si dejaba cortar el césped, ya que comparado con lo que ganaba con la leche que producían las vacas, le representaba una ganancia considerable.

—Y como ¿cuánto ojrecen sus personas puel pasto?

La pregunta ofendió a uno de los empresarios, pues creyó falsamente que la actitud de don Carlos representaba una afrenta al progreso de Colombia y que el mismo no podía ser truncado por un campesino miserable y caprichoso.

—¿Cómo nos va a cobrar por semejante favor? Eso es inaudito, ala —y prosiguió—: Yo no le voy a soltar un peso ni pu’el chiras a este pizco. Mejor vámonos a otra finca. ¿Para qué seguimos hablando con un pueblerino, agreste e ignorante, ole?

—¡Más inorante será su madre, gran jijueputa! —prorrumpió don Carlos—. Usté no me viene a insultar a mi casa, viejo muerto de hambre. Luego ¿qué le cuesta pagame el pasto? —Terminó, y encogiéndose de hombros desenfundó el machete de su cinto.

Se iba a armar otra Guerra de los Mil Días. Así que intervine para que todos se calmaran.

—¿Cuánto vale el pasto, don Carlos? —pregunté, en tono amistoso.

—Ups, puay unos veinte pesos.

—¿Veinte pesos? —ripostó en el colmo de la rabia el viejo que le había dicho ignorante.

Yo saqué la plata y le pagué, luego de contarle uno a uno veinte billetes de a peso.

Mientras contó y recontó, le pregunté por el valor de una vaca normanda que produjera de doce a quince totumadas medianas de leche.

—Eso por ser pa sus personas, puay quince o quince y medio.

Con la respuesta, me di cuenta de que el viejo sabía hacer negocios y que por poco nos estafa. Pero bueno, yo no podía retrasar un minuto más las labores inmediatas. Hecho esto comenzamos a acondicionar el terreno, que quedó listo hacia el mediodía. En la tarde le hice saber por el telégrafo de Cuatro Esquinas, hoy municipio de Mosquera, a míster Knox la ubicación exacta de la traza, en el occidente de la ciudad. Le indiqué asimismo, que la mejor manera de arribar a Bogotá sin percances sería siguiendo la ruta que describía el ferrocarril.

Según el relato del gringo, despegó sin tropiezos de Flandes, luego de cerciorarse de que la máquina tuviera suficiente potencia y combustible para elevarse casi tres mil metros sobre el nivel del mar. Y en efecto, hizo bien en seguir la ruta del ferrocarril, pero hasta cierto lugar nada más, pues de un momento a otro la turbulencia lo desorientó y por poco lo obliga a regresar, pues creyendo que seguía hacia el norte se dirigía al sur. La brújula no funcionó de manera eficiente.

Desubicado por un momento, pero con el olfato de un ganador, le apostó a meterse por entre dos peñas que lo resguardaron de las fuertes corrientes de aire y de las nubes y así volverse a ubicar. Al divisar la gran Sabana que se abría a sus ojos, sintió una ráfaga poderosísima de viento helado que casi lo azota contra los cerros. Pero ya todo estaba ganado, pues pudo más su pericia y esfuerzo ingente, que las contrariedades que le causaba la naturaleza. Así halló el orificio por donde podía entrar a la Sabana, un sitio conocido como el Boquerón.

Mientras esto le ocurría al míster, mi angustia a las cinco y media de la tarde me enfermaba, pues el señor Martin no aparecía, y cada vez me atortolaba más, pues cada segundo que la noche le robara al día haría menos probable un aterrizaje exitoso. Se me ocurrió entonces que debíamos amontonar leña en ambos extremos de la pista y prender fuego. Así lo hicimos y en menos de media hora, entre oscuro y claro, o como se dice en la aviación en pleno dust, el fuego de las hogueras se alzó haciendo que se iluminaran los potreros habilitados para aterrizar.

Hasta que se oyó por fin el nítido rugir del motor Curtiss Standard.

Muchos de quienes esperaban la llegada del avión, ya se habían marchado en sus bestias en dirección a la ciudad. El míster a pesar de entender el trabajo hecho en el campo de aterrizaje, no descendió allí, sino en la pista de carreras del hipódromo del Jockey Club, en la calle 39. Con este hecho comprobé que El Intrépido sabía hacerse esperar y, tal como me lo diría después, antes de salir de Flandes aceptó la propuesta de los socios del club, quienes le ofrecieron una gran suma de dinero para que terminara su vuelo allí.

Esto hacía parte del espectáculo y sin duda míster Knox era el actor principal. En el hipódromo lo esperaban personalidades de la política y de la industria capitalina. Sin obviar a las mujeres que nunca le faltaron a eventos de esta laya. En el club, el gobierno, después de algunas conversaciones con el gringo, oficializó su participación en los eventos organizados con motivo de la celebración del centenario de la victoria de la Batalla de Boyacá. Habían pasado 40 días desde que partimos de Barranquilla el 24 de junio. Míster Knox, llegó a Bogotá el 4 de agosto de 1919, a las seis y dieciocho de la tarde.

Era la primera vez que aterrizaba un avión en Bogotá. Palmariamente, un hecho que cambió por completo la historia de la ciudad. Mucho tiempo después, comprendería lo difícil que había sido para el míster, en un avión descapotado, alcanzar la altura de Bogotá, pues no se sube a la altura del Boquerón en pleno corazón de los Andes impunemente. Para cumplir con tal epopeya se tenía que tener un temple de metal y una destreza poco común. Sé, con honra que lo enaltece, que el estadounidense poseía estas virtudes.

La novela, según Enrique Ortega

Llamé de Miami a Bogotá a Dionel Benítez, hoy mi gran amigo, para averiguar si había investigado algo sobre el tema, y oh, sorpresa, se había leído completo, en una noche, Una historia con alas, la leyenda del coronel Herbert Boy, precursor de la aviación en Colombia, el mismo libro que yo había leído y me había inspirado la idea de la novela. La investigación, que duró un año, nos llevó hasta la casa del hijo de William Knox Martin, el primer aviador que sobrevoló Bogotá en 1919 —quien había tenido un hijo con la barranquillera Isabel Vieco—, nacido en 1923 en Estados Unidos y hoy famoso pintor de murales, quien a través de Oliva, la nieta del aviador, nos aceptó en su casa en Nueva York, permitiéndonos tener acceso a los archivos del aeronauta legendario. Lo demás casi que se dio por sí solo, luego de haber leído más de 800 documentos entre artículos, libros, revistas y entrevistas, que sumaban más de 5.000 folios. Como el trabajo sólo lo podíamos realizar de noche, nos comunicábamos de cuatro a cinco horas diarias por Skype escribiendo y corrigiendo a cuatro manos.

Editado en EE.UU. y próximamente en Colombia

Según el aviador Enrique Ortega, “golpeamos puertas en Colombia y aunque la novela gustó, no le quisieron dar la importancia que merece la historia. Tal vez porque a los colombianos nos han acostumbrado a leer, escuchar y ver historias violentas y de corrupción del reciente pasado. Nosotros queríamos cambiar esa visión, porque la paciencia artesanal con la que se tejió la historia de la aviación no se hubiera logrado hacer jamás en Colombia si las personas que trabajaron en ese entonces no lo hubieran hecho con honestidad. Enviamos el escrito a Cambridge Brick House en Boston, Estados Unidos, editorial a la que le encantó y quiso tenerlo dentro de su colección de obras internacionales. Estamos estudiando sacarlo al mercado en Colombia en noviembre. A comienzos de octubre estará en Amazon. Por ahora queremos dar a conocer a nuestros paisanos esta bella historia que muestra a Francisco Sornoza, su protagonista, como un guía y luchador silencioso que logró cumplir su sueño de ser aviador, sin importar si en eso se gastaba su vida.

Por Enrique Ortega Bonilla José Dionel Benítez R. / Especial para El Espectador /

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