Le bastaron apenas 25 años para alcanzar la Presidencia de la Corte Suprema de Justicia, el último escalón en la pirámide de su carrera meteórica. El ascenso no fue fácil. En tiempos de estudiante su disciplina no lo dejó sucumbir a las tentaciones de la parranda cartagenera en la que se perdieron muchos. Eran los albores de los 80 y Ricaurte tenía que notificar a testigos y jurados de conciencia en los juicios, un trabajo poco grato del que todos trataban de escabullirse con poco éxito. “Los buscaba donde estuvieran, hasta en las fiestas del Club Cartagena”, dice.
Poco a poco fue ascendiendo. Llegó a juez e impartió justicia a rajatabla por casi una década. En 1998 viajó a Bogotá para hacer una especialización en Derecho Laboral en la Universidad Javeriana. Pese a su timidez, sacó el mejor promedio de su clase. Poco antes de que finalizara sus estudios conoció a Germán Valdés, un magistrado de la Corte Suprema a quien Ricaurte le cayó en gracia. En principio lo ayudó para que lo nombraran juez en Barranquilla y sólo algunos meses más tarde le pidió que fuera su magistrado auxiliar, un honor para alguien con escasos 36 años.
Los primeros días no fueron fáciles. Casi todo era nuevo para él, para su esposa y sus tres hijos. El primer domingo de estar viviendo en Bogotá los niños se pusieron el vestido de baño, cogieron un balde y una palita, y le preguntaron a Ricaurte con ese desparpajo infantil: “¿A qué horas nos vamos a la playa?”. Le tocó explicarles con paciencia que el mar se había quedado en Cartagena. “A la semana siguiente los llevé a un parque de diversiones. En un momento de descuido no vi al menor de los niños y le pregunté al otro por su hermanito. Él alzó los brazos, se encogió de hombros y me dijo: ‘se perdió’. Casi me vuelvo loco. Apareció a la media hora”.
Pese a su juventud, el propio Valdés y otros magistrados titulares estaban convencidos de que tenía madera para ser magistrado. Sacó 14 votos y por poco llega en su primera postulación. Hubo, sin embargo, quienes pensaron que su pecado radicaba precisamente en que le faltaban abriles, que de pronto le quedaba grande. Segundo intento. Nada. En su tercer intento alcanzó la mayoría mínima exigida, 16 votos de la Sala Plena de la Corte. Ocurrió en 2004. Su rutina cambio sustancialmente. Estaba en las grandes ligas de la Rama Judicial. Aún así, no se dejó perturbar por ese halo de poder que encarnaba su cargo. Hablaba por celular con tranquilidad y no abandonó esa tradición de jugar parqués con sus más cercanos amigos.
Cuatro años más tarde el péndulo lo sorprendió de nuevo. En enero de 2008 fue elegido como presidente de la Corte Suprema de Justicia y esta vez la corriente no pudo estar más en contra. “Pensaba que mi temperamento apacible ayudaría a calmar las aguas entre la Corte y el Gobierno“, dice. De hecho, confiesa que votó en 2002 y 2006 por el presidente Álvaro Uribe. “Soy un uribista reflexivo”, añade Ricaurte y a renglón seguido explica que eso no fue óbice para defender a la Corporación o denunciar con nombres propios complots y ardides que, según él, se fraguaron en las entrañas de la Casa de Nariño.
Su carácter flemático y su tono de voz reposado hace que algunos piensen que “le falta hablar más duro”. Pero él sostiene que no tiene por costumbre alzar la voz ni salirse de casillas, y que por ello no es menos vehemente en sus discursos. Este año fue un desafío a sus posiciones. Recién llegado a la vocería de la Corte pensó que tendería puentes de entendimiento con el Gobierno Uribe, pero sólo encontró filones, barreras y desplantes. No lo dice como una queja de niño excluido en tiempos escolares, sino como un pasaje infortunado que no pudo resolver y del cual se lamenta. En principio creyó tener todo bajo control. Una simple llamada a la Casa de Nariño bastaría para arreglar cualquier diferencia, para bajar los ánimos.
Pronto comprendió que estaba equivocado y que, pese a su espíritu conciliador, no podía ceder ante los embates del Ejecutivo. Las decisiones que se tomaron en torno a la Yidispolítica precipitaron un enfrentamiento de tal magnitud que muchos consideraron que el país estaba al borde de una crisis institucional. Uribe llamó a la Corte “unos nostálgicos del terrorismo agónico”. Ricaurte respondió sereno pero enfático. En agosto vendría otro enfrentamiento. La reunión de emisarios de Don Berna con funcionarios de Palacio, revelada por Semana, fue calificada como un complot por Ricaurte. Su tono sosegado dio un giro inesperado y exigió respuestas claras a lo que a todas luces parecía una intriga más para desacreditar a la Corte.
“Fue el momento más tenso de este año”, reconoce y dice que cuando le tocó enfrentar el embate del presidente Uribe luego de conocerse la condena de Yidis Medina. “Para mí era claro que no podíamos batallar contra la popularidad de Uribe, por eso siempre nos ubicamos en el terreno jurídico”. Un par de meses atrás, en un encuentro con Uribe y el cardenal Pedro Rubiano, el Presidente le enrostró a Ricaurte la credibilidad que le dio la Corte al testimonio de Yidis, “una mujer que se empelotó en Soho”. Ricaurte sacó de la manga ese espíritu repentista de la Costa. “Cardenal, lo único que le puedo decir es que posó después de la indagatoria”.
Luego empezó a sospechar del DAS, recibió información de que lo seguían, que interceptaron sus teléfonos, que verificaban sus declaraciones de renta y hasta su récord médico. Le pidió cuentas al DAS y se le vino el mundo encima, “pero el tiempo me dio la razón”. Son muy pocas líneas para resumir un año tan agitado como el que tuvo. Su año como presidente de la Corte. Y todo a sus escasos 45 años.
De la lavandería al altar
Mientras sus amigos y vecinos se entretenían en interminables tertulias callejeras, Ricaurte prefería asistir a las reuniones con abogados y escritores que le doblaban la edad. Los libros de derecho, las biografías y Los miserables de Víctor Hugo lo seducían más que pasar la noche bailando salsa u oyendo vallenatos. No le importaban los comentarios de sus amigos, ni las recriminaciones de sus padres de que “por lo menos llevara una novia a la casa”.
Pero una tarde, luego de salir del juzgado, se fue a la lavandería de la calle Real de Manga a reclamar porque una de sus camisas había quedado en mal estado. Llevaba el discurso aprendido. Estaba furioso y amenazaba con una demanda. Lo atendió Gloria, la hija del dueño. El discurso pasó al olvido. A las pocas semanas les dijo a sus padres que se iba a casar. Ya tienen tres hijos adolescentes que, al menos por ahora, prefieren el tenis y la natación a los códigos. “Durante los primeros años de casados vivimos en Cartagena en un apartamento muy pequeño y no teníamos para darnos ningún lujo. Luego, nació el primero de mis hijos y ya todo giraba en torno a él”, cuenta Ricaurte.