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Hablar de la muerte en Navidad

Con dos paquetes de Navidad a un lado de su silla de conductor porque él mismo conducía su vehículo y, desde luego, sin protección alguna (era el gobierno de Barco), Guillermo Cano fue asaltado en su vida, una noche de diciembre de 1986, cuando salía del periódico y enrumbaba su auto hacia el norte de la ciudad.

Héctor Osuna (Lorenzo Madrigal) (Diciembre de 1994)
23 de diciembre de 2011 - 07:26 p. m.

Lorenzo celebraba con amigos y familiares una sencilla novena en las afueras de Bogotá y fue de repente empujado dentro de su viejo automóvil, para que se enrutara nuevamente a la ciudad. Nadie le dijo nada, como si temieran qué sé yo (¿un colapso sicológico?), desconociéndole al autor de estas líneas sus viejas lecturas de Horacio —el poeta del vino y de la muerte—, de tal manera que nunca desligó cualquier circunstancia de la vida con el reverso, siempre posible en cada instante, de la muerte propia o de sus amigos más queridos.

Sólo al llegar a la ciudad y una vez estacionado el automóvil, se le comunicó que Guillermo Cano, el director del periódico de sus colaboraciones de tantos años, había caído asesinado.

No fue don Guillermo el jefe de Lorenzo. Porque éste tiene como orgullo, quizás excesivo, no haber pertenecido a nómina alguna. Para desgracia suya, tampoco puede presumir que fuera Guillermo Cano su amigo. La timidez de ambos los alejó, así como sus respectivas fobias sociales. Sin embargo, una constante relación de trabajo —sin instrucciones ni rechazos— llegó a ser cálida. Podría decirse que cariñosa.

Cualquier cosa que Lorenzo pueda decir acerca de quien de todas formas fue el gran jefe del periódico en el que él rinde aún su colaboración en mentes poco amigas podría interpretarse de muy distintas formas. Y siempre existe para todo la posibilidad de su peor interpretación.

Pero la muerte, y en este caso el martirio y el encumbramiento glorioso, rebasan todos los bordes de las consideraciones pequeñas y la grandeza de alguien cercano es como un extraño vendaval que nos envuelve a todos.

Recuerdo como muy legítima la tremenda sensación de un colega del periodismo, que fue el hombre de Arimatea para el cuerpo sangrante del gran director y quien sintió la tensión de su esfuerzo hasta entregar todas sus fuerzas vitales. En ese instante, llegando a la clínica de Previsión, Guillermo Cano había muerto.

Muchos años de aquella vida nos fueron arrebatados en ese instante criminal, producto de la degeneración paulatina de la patria que así pagaba a uno de sus más celosos guardianes. Su periódico sufrió el traumatismo inevitable del descalabro. De la pérdida de su gran cabeza. “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”, pudo ser la escueta filosofía del asesino. No fue así, por suerte. Trastabillando entre lágrimas y esfuerzos El Espectador continuó su ruta y un nuevo impacto lo alcanzó, en la segunda mitad del año ochenta y nueve, después del cual todavía prosiguió mal herido como Rasputín sobre la nieve siberiana.

Tengo que decir, porque no sería genuino, que no tuvo una plena y rotunda solidaridad. Más bien se le acusó, como muy bien lo anotó don Antonio Sánchez Jerez en “Carta del Día”, de transmitir una opinión cargada de dolor, de espíritu acerbo y temático.

Vuelto a la vida y con el reconocimiento internacional, el periódico sigue entregando al público las páginas que a diario leemos y otras que alguien tendrá que escribir más tarde sobre el milagro de El Espectador.


Héctor Osuna (Lorenzo Madrigal)

Nació en Medellín. Realizó estudios de dibujo publicitario y artístico en la universidad de los Andes y de derecho en la universidad del Rosario. En el 1972 viajó a España donde estudió pintura en la academia de San Fernando. En 1959 se inició en el periodismo en el diario El Siglo. De 1969 a 1997 trabajó en ‘El Espectador’. De 1997 al 2000 su talento se fue para la revista ‘Semana’. Y nuevamente desde 2001 sus caricaturas regresaron a ‘El Espectador’.

Por Héctor Osuna (Lorenzo Madrigal) (Diciembre de 1994)

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