Recuerda que lo bajaron del auto y lo ingresaron a una casa, con la cabeza todavía cubierta por la chamarra. Caminó a tientas, sin saber dónde se encontraba; solo podía ver sus pies. Le advirtieron que clavara la mirada en el suelo, que no se le ocurriera levantar la vista. Guiado por sus secuestradores, entró a una habitación en penumbras. Le vendaron los ojos y le colocaron grilletes en los pies. Tres hombres armados lo custodiaban de forma permanente y debía dormir en una colchoneta tirada en el piso. (Recomendamos: Un melómano revisa la obra musical de Vicente Fernández).
Recuerda que desde el día uno permaneció pegado a la pared: tenía miedo de que lo violaran. Podía gritar, pero estaba sin voz, con la vida en suspenso; y si lo hacía, estaba seguro de que lo matarían. Le costaba mantenerse en calma, pero se dio cuenta de que, si controlaba sus emociones, quizá le iría mejor. Comenzó con ejercicios de respiración. En una hora completó 320 respiraciones, y el sosiego que alcanzó colaboró para enfrentar la guerra psicológica con sus victimarios. La calma para vivir.
Encerrado en aquel cuarto de mala muerte, en una casa perdida en los suburbios de Guadalajara, se preguntaba: ¿sería capaz? ¿Saldría vivo de allí?
A partir de ese momento, los segundos, los minutos y las horas se resistían a seguir su viaje temporal. No existían secuencias entre una noche y otra. En la primera le preguntaron si tenía hambre, si quería comer. Les dijo que no. Le ofrecieron bebidas alcohólicas y se negó. Pidió agua, tenía la garganta seca; le trajeron agua y refrescos. Los secuestradores se mostraban amables, salvo por las patadas y culatazos que recibió cuando se lo llevaron.
Esa primera noche no pudo pegar los ojos. No entendía cómo iba a sobrevivir tirado en esa colchoneta sucia, con los grilletes en los pies y los tres tipos armados que no lo perdían de vista. Todos los miedos del mundo lo habitaban y desconocía cómo espantarlos. Por el tono de voz, supo que sus guardianes no eran de Jalisco. Nunca le informaron de las negociaciones que mantenían con su familia, ni con quién conversaban, ni cuánto dinero querían por él. Tampoco le preguntaban por la fortuna de su padre. Estaba en un limbo.
Trataba de imaginar a su familia en el rancho. La angustia de su padre, el dolor de su madre y de sus hijos. ¿Cómo estarían sus hijos? ¿Qué sabían de su secuestro? ¿Les dijeron la verdad o se las ocultaron para no angustiarlos?
En medio de la oscuridad, recordó que su hija Sissi, la niña de sus ojos, cumplía años el 21 de mayo y él no estaría con ella. Su primogénita, la que recibió la amenaza en el colegio. Cerró los ojos y la vio hermosa, despreocupada y feliz, como antes. Y también como antes, se imaginó en el rancho durante ese día tan especial, cantándole Las mañanitas a Sissita. ¿La volvería a ver? Cada vez que se lo cuestionaba, hacía esfuerzos para no llorar.
Con el paso del tiempo, y siempre con los ojos vendados, advirtió que su capacidad auditiva se había desarrollado. Escuchaba con claridad las conversaciones de hombres y mujeres que se movían por la casa. Reconoció las voces y sintió un agujero en la boca del estómago, pues pertenecían a personas que meses antes de su secuestro habían mantenido contacto con él. Entre más las escuchaba, más seguro estaba. De pronto se dio cuenta de que hacía tres o cuatro meses que lo seguían. Entendió que las señales extrañas que recibía tenían que ver con las voces que ahora escuchaba en cautiverio. Encontró la respuesta a sus inexplicables desvelos, o por lo menos una parte de ella.
La visión alucinante de aquellos tigres acechantes frente a su Jeep rojo y el presagio de la gitana en el rancho mutaron en una realidad aterradora. Vicente hijo vivía convencido de que los hombres tenían el destino marcado. Su secuestro y aquellos extraños precedentes reafirmaron esta creencia, y el sino fatalista que era parte de su ser.
-Si quieres te traemos mujeres, porque eres un hombre casado, pero has de tener necesidades, sugirió una noche uno de sus custodios.
Respondió que no, cuidando de no ofenderlos. Los guardianes trataban de ser complacientes, y a veces le hacían bromas. Otras, se descuidaban de resguardar su identidad, y esta situación le generaba temor.
-Oye, nosotros no sabíamos quién eras. Nos da mucha pena que estés aquí. Admiramos a tu padre y de veras no sabíamos…, explicaron a modo de disculpa. Él sintió que eran sinceros.
Decidió entonces dejarse crecer la barba. Con el paso de los días también rechazó bañarse. Esto provocó molestias. “Hueles muy feo”, se quejaban los custodios despectivamente y le tiraban encima desodorante líquido para pisos. No le importó. Transcurría el tiempo y lo invadía la certeza de que su vida terminaría en esa casa lúgubre, de que no volvería a ver a sus hijos ni a sus padres. Tenía 33 años y se veía parado en el umbral de la muerte.
-¡Mira, te trajimos de comer tacos al pastor! Sabemos que te gustan, ¿no?
La pregunta encendió sus alarmas. ¿Cómo sabían que le gustaban los tacos al pastor? ¿Quién les dijo? ¿Fue un amigo? ¿Fue alguien de su familia? Las preguntas empezaron a llegar. Otro día le trajeron tortas ahogadas, sus predilectas, y las dudas se acrecentaron como una mancha de humedad. Comenzó a escuchar con atención las conversaciones, y las sospechas aumentaron. Conocían detalles íntimos de su vida que solo podían venir de su familia o de personas muy cercanas. La desconfianza lo aturdía, mientras se esforzaba por descifrar quién podía haberlo entregado.
En su cabeza giraban rostros cuyos nombres no se animaba a pronunciar. Pensaba en su esposa Sissi y le resultaba incomprensible que hubiera insistido tanto con mudarse del rancho, porque en ninguna parte estarían más seguros que allí. Otras veces, sus cavilaciones lo llevaban hasta su hermano Gerardo y la pésima relación que tenían. Vicente hacía memoria. Iba y venía de su infancia y adolescencia hasta la adultez, y no lograba desentrañar las razones de tanta malquerencia. ¿Eran celos? ¿Envidia? ¿Odio?
En las noches de desvelo se preguntaba si Gerardo habría sido capaz de entregarlo a los secuestradores. Sin hallar respuestas, naufragaba una y otra vez en extrañas obsesiones que aumentaban sus recelos. El tiempo parecía infinito.
Pidió una Biblia y se la trajeron. El libro sagrado lo acompañaría todo el secuestro. Atrapado en una habitación con la ventana cerrada de forma permanente, se aferró a Dios con la avidez de un náufrago en un océano negro. La madrugada y el atardecer se delataban con el cacarear de los gallos, y al amanecer los pájaros se acercaban a cantar en la ventana. Eran un soplo de vida en medio de la cerrazón. Cuando llegaba la penumbra que indicaba la noche, con la uña rayaba un palito en la pared y contabilizaba así los días que habían transcurrido desde el comienzo del calvario. Un palito, otro palito, otro, uno más. Así cada noche.
-Te metes a bañar, cabrón, que hueles muy feo. Pero no te quites la venda hasta que cerremos la puerta, ordenó con firmeza uno de sus guardianes.
Aceptó bañarse, pues el olor que tenía era irritante; él mismo no se aguantaba. Se dio cuenta de que su negativa no tenía sentido y generaba malestar en los custodios. Caminó guiado por uno de ellos hasta el cuarto de baño, donde permaneció encerrado hasta que finalizó el baño. Terminó y otra vez a la habitación, donde lo rociaron con desodorante de ambiente. Más o menos por esta fecha la noticia del secuestro se filtró.
A pesar de que entre los allegados y amigos era un secreto a voces, resultó difícil mantener en el anonimato absoluto un acontecimiento de esta gravedad, especialmente si afectaba al clan familiar más célebre de México. A finales de mayo, algunos medios de Guadalajara publicaron que Alejandro Fernández había sido secuestrado, lo que obligó al Potrillo a salir a desmentir. No obstante, los rumores aumentaron y la familia entró en pánico. Los plagiarios habían advertido que debían continuar con su vida normal y evitar que la información llegara a los medios.
La noche del martes 26 de mayo Javier Alatorre, conductor del programa Hechos, de Televisión Azteca, afirmó que Alejandro Fernández se encontraba secuestrado. Alatorre nunca habló con la familia, carecía de pruebas de lo que lanzó al aire con imprudencia. A los pocos minutos un ejecutivo de Sony se comunicó con Televisa y Alejandro habló con el conductor de El noticiero, Guillermo Ortega. Negó la información y dijo que su familia “se encontraba muy bien”. Después de su aparición televisiva parecía que el revuelo en los medios se había aplacado. Vicente Fernández y su hijo Alejandro, cada uno por su lado, continuaron con sus giras y conciertos, como si nada hubiera pasado.
Al amanecer, Vicente pasó los dedos sobre las rayitas en la pared y advirtió que habían pasado casi 60 días desde su ingreso al infierno: dos meses con su vida en suspenso. Continuaba sin saber qué pasaba afuera de aquella casa ni sobre la negociación de su rescate. Una noche escuchó ruidos fuera de la habitación y la rutina a la que estaba acostumbrándose se quebró. Algo había alterado los ánimos de los secuestradores. Discutían entre ellos, o eso creía.
Fue peor. Sus guardias le contaron que el periodista Raúl Sánchez Carrillo, jefe de Información de Televisión Azteca, dijo en su programa de radio que él había sido liberado del secuestro, que se encontraba en Europa recuperándose del trauma y que la familia había pagado ocho millones de dólares. Permaneció en shock, la noticia lo demolió.
-Mira, ya pusieron precio a tu cabeza y le dijimos a tu familia claramente que no se debía enterar nadie, espetaron los secuestradores.
Los plagiarios aprovecharon el incidente y redoblaron la apuesta. Ahora pedirían más de lo que habían exigido en un principio. Llamaron al rancho y casualmente atendió Alejandro. Le dijeron que ahora querían 10 millones de dólares y que, si no pagaban, comenzarían a mutilar a su hermano. De nada sirvieron las explicaciones de que aún no habían podido reunir los cinco millones iniciales. Colgaron abruptamente. Apenas se enteró, Chente perdió los estribos. Sintió que iba a enloquecer y que su hijo nunca volvería a casa. Llamó a Rodolfo, su fiel servidor, y le pidió destrozar el Jeep rojo que manejaba su hijo Vicente cuando fue secuestrado. Y así sucedió.
Aquella noche, Rodolfo roció con gasolina el auto y le prendió fuego. Las llamas iluminaron el rostro demacrado del patriarca, que no se movió del lugar hasta que solo quedaron cenizas negras. Fue la peor noche de esos meses. En esa tiniebla infinita solo había espacio para la ira y el dolor.
Vicente Fernández Jr. recuerda que los secuestradores entraron, lo levantaron y caminó guiado a otra habitación. Sintió que había más personas y un clima de tensión. Afinó el oído y, por las voces, supo que se trataba de gente desconocida. No eran sus guardianes, a esos los conocía y habían establecido una buena relación. Tenía los ojos vendados y los grilletes en los pies. Trató de mantener la calma. Un escalofrío lo recorrió y se abroqueló ante el peligro que presentía. Por culpa de un irresponsable, ahora se encontraba con la soga al cuello.
-Estás aquí porque tu familia no afloja, dijo alguien con voz gruesa y gélida. Elige, porque te vamos a cortar, a ver si así entienden. ¿Qué prefieres? ¿Una oreja o un dedo?
-Un dedo, respondió Vicente.
Les pidió que, si lo iban a amputar, fuera en la mano izquierda. Lo dijo sin saber que iban a acceder y así lo hicieron. Explicaron que iban a colocarle anestesia y que un médico se encargaría de la operación.
Le colocaron una pistola en la cabeza, le taparon la boca con cinta plástica y lo sujetaron a un sillón. Sintió el piquete de la anestesia en su anular y, paralizado por el terror, comenzó a rezar.
Sucedió el 8 de julio de 1998. Cuando terminaron, le aseguraron que se lo mandarían a su familia. Esa noche no pudo dormir. Una vez que el efecto de la anestesia terminó, sintió dolor. Pidió un calmante y se lo trajeron. Pensó en su padre y en el impacto que sufriría al recibir uno de sus dedos; rogó que no ocurriera. Tenía pánico por él, por su reacción, por su salud.
A la mañana siguiente todo continuó como si nada hubiera ocurrido. Vicente creía que su tormento había terminado, pero a los tres días de la mutilación regresaron para continuar con la tarea. Le dijeron que su familia no había recibido el primer dedo y que necesitaban cortarle otro. Sintió que rodaba por un precipicio sin final y recordó las historias de los plagios que inundaban el país. El Mochaorejas y las orejas de sus víctimas que mandaba a las familias. Le costaba asimilar las imágenes terribles de los mutilados y, sin embargo, ahí estaba él, cautivo de criminales que mochaban los dedos de los plagiados. Esta vez avisaron que lo harían en la mano derecha, que le cortarían el índice. No dudó en arriesgarse.
-Miren, tengo 20 dedos, terminen de cortar la mano izquierda y después vemos, les propuso.
El silencio fue la respuesta, como en un juego macabro.
- ¡No seas cabrón! ¡Me vas a dejar mal de las dos manos! Mejor córtame el meñique de la izquierda…
Aceptaron y repitieron los mismos pasos. La pistola en la cabeza, la venda en los ojos y la cinta en la boca para evitar algún grito; la anestesia y el médico con el bisturí. Al finalizar, lo llevaron de nuevo al cuarto.
Miró una y otra vez su mano izquierda y el vendaje que ocultaba los restos de sus dedos. Un hueco en su mano extendida, un espacio imposible de llenar. Se sentía humillado, pisoteado, denigrado. Hacía esfuerzos por mantener la calma. Con la mano derecha había marcado las rayitas en la pared, el calendario personal que le permitió saber dónde estaba parado. Con la mano derecha no solo podía montar, sino manejar la pistola. Si no continuaban mutilándolo, si salía con vida de ese agujero, con la derecha intacta y lo que le quedaba de la izquierda, estaba seguro de que podía arreglárselas. Conocía sus habilidades, era buen jinete y tenía excelente puntería con armas cortas y largas. Su padre siempre se lo decía.
Se le infectó la herida de la segunda amputación. Le pidió a uno de sus guardias -con los que había logrado construir una relación amigable- que le llevara penicilina y agua oxigenada. Les dijo que él se iba a realizar las curaciones, pues una infección en esas condiciones sería nefasta. Cuando el hombre le entregó el antibiótico y el agua oxigenada, platicaron como lo hacían habitualmente. Los guardianes se compadecieron de la amputación de sus dedos. Los sintió sinceros y después de tanto tiempo juntos, encerrados entre cuatro paredes, los hombres se desahogaron y compartieron retazos de sus vidas miserables. Venían del norte de México, nacieron y se criaron en un mundo marcado por la violencia, el abandono y la pobreza extrema.
Mientras su compañero iba al baño, uno de ellos, con el que era más cercano, le dijo:
-Oye, cabrón. Si la policía nos descubre y llega, te doy mi pistola. Vicente guardó silencio, sin comprender. Sí, te doy mi pistola, y antes mato a mi compañero para que él no te mate a ti. Pero necesito que me prometas que tú me vas a matar después. No quiero que me metan a la cárcel. Por favor.
-Te lo prometo, le respondió Vicente con un hilo de voz.
Las palabras del custodio le provocaron un fuerte impacto. A esas alturas lo consideraba un cuate, y esa confesión imprevista lo desarmó.
Habían pasado 61 días desde aquella aciaga tarde de mayo, misma que ahora sentía tan lejana. Era como una hoja al viento. No sabía cómo y cuándo terminaría esta pesadilla, si es que lo hacía. Cada día que pasaba estaba más convencido de que alguien cercano lo había entregado.
Una de esas noches soñó con sus padres. Quizá porque el 24 de julio su adorada Cuca, su “mami”, cumplió 52 años, y él no estuvo para cantarle Las mañanitas y consentirla como hacía siempre. Entre el sopor, pudo ver a su madre bajando por las escaleras y a su padre de pie en la terraza del dormitorio del primer piso. Estaban esperándolo. Pudo verse y sentirse ingresando al rancho, en medio de la celebración por sentirse libre y la fatiga brutal de tantos meses de encierro.
Los ladridos de unos perros lo despertaron. Debajo de la venda, el mundo estaba a oscuras. El compás de su respiración era lo único que aquietaba el desamparo que no daba tregua.
* Se publica con autorización del Grupo Editorial Planeta.