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La última noche de los pueblos indígenas

Esta semana habrían sido asesinados 27 miembros de la etnia Awá en el departamento de Nariño. Según la Organización Nacional Indígena de Colombia hay 18 grupos a punto de  desaparecer.

Enrique Rivas / Santiago La Rotta
14 de febrero de 2009 - 06:00 a. m.

Hace 20 años los nukak makú aún eran una tribu nómada, enterrada en lo profundo de las espesas selvas del occidente del Guaviare. Hace 20 años los nukak eran una curiosidad antropológica, el vestigio de una forma de vida muy antigua, una suerte de ventana hacia un pasado lejano y remoto, largamente olvidado. Hace 10 años comenzaron a ser desplazados de la selva, su territorio vital, por distintos uniformes; todos daban la misma razón: en el bosque estorban.

Hoy en día hay varios asentamientos de esta comunidad a menos de media hora en carro de San José del Guaviare. En dos décadas los nukak pasaron de grupo en aislamiento voluntario, en el lenguaje de los antropólogos, a refugiados.

Lo que durante años sucedió con los nukak sirve como diagnóstico, como macabra radiografía, para ejemplificar algo que es sintomático de buena parte de los grupos indígenas que habitan en Colombia. Después de haber resistido los embates de la Colonia, la explotación del caucho, las guerras de casi dos siglos de vida republicana, el conflicto actual y la inoperancia de un Estado demasiado ocupado disparando, algunos de ellos están cerca de la desaparición. Para celebrar el cumpleaños de Darwin nada mejor que un espectáculo de extinciones, diría algún ácido comentarista.

A algunos pueblos los ha diezmado la guerra, sobre todo la de ahora. Es el caso de los nukak y los guayabero, quienes solían habitar las vastas extensiones de selva del Guaviare. En el comienzo fue un bando el que los amenazó. Después fue otro y al final todos, como si se hubieran puesto de acuerdo (el único punto en común al que han llegado en tantos años pasados por plomo). Les dijeron que era mejor que se fueran de la selva; ¿hacia dónde?, no importaba, pero que se fueran. Entonces migraron hacia los pueblos, hacia una especie de refugios. Aquellos que solían recorrer la selva durante toda una vida ahora están concentrados en pequeñas parcelitas de algunas fanegadas ubicadas cerca de San José del Guaviare.

Después vino un asesino silencioso, uno de aquellos males invisibles, una maldición. A los indígenas los comenzó a matar el resfriado. Algo que forma parte rutinaria de la vida urbana, como los carros o el aire contaminado, los estaba matando.

Desde el Guaviare hasta el Amazonas, desde los guayabero hasta los andoque o los muinane, la enfermedad hizo que estas comunidades pasaran de ser un “grupo reducido” a “grupo en riesgo de desaparecer”. También el cáncer y otras complicaciones de una vida que no es de ellos se han llevado varios miembros de distintas comunidades, como los bora y los okaina, ambos grupos a punto de desaparecer.

En medio de todo fueron llegando al país las empresas transnacionales, principalmente mineras y de hidrocarburos. Entonces, la pelea no fue sólo con el conflicto y las enfermedades, sino con el rostro anónimo de una corporación que explota en Colombia, pero responde en Londres o Washington. El Tribunal Permanente de los Pueblos guarda la memoria de los desmanes y las muertes asociadas con Chiquita Brands, la Anglo Gold Ashanti, la Kedahda, Aguas de Barcelona y la BP, entre otras, varias otras.


Mientras tanto, con toda la sabiduría que confiere una corbata y un escritorio en Bogotá, el Estado se dedicó a hacer leyes, una tarea en la que posee una destreza notable. Tanto así que incluso antropólogos y directores de ONG concuerdan en que Colombia es un país con una de las legislaciones más avanzadas en cuanto a los indígenas se refiere. Sin embargo, del papel al campo, del Congreso a la selva, hay un camino largo e incierto.

“La mejor forma de acabar con una cultura es a las buenas”, dijo alguna vez un antropólogo, quien trabajó con varias agencias nacionales en el tema de las comunidades indígenas. Disfrazadas de buenas intenciones, las acciones del Estado hacia los indígenas se han hundido en el asistencialismo. “No hay una atención diferencial que vaya direccionada específicamente hacia los pueblos indígenas: el mismo mercado que entrega Acción Social a un desplazado en Bogotá le llega a un indígena, quien tiene unas necesidades nutricionales muy diferentes. Lo que falta es una política pública diferencial clara respecto a los indígenas; esa es nuestra obligación como Estado”, opina otro antropólogo, quien trabaja con una dependencia estatal y pidió la reserva de su nombre.

Al acercarse en avión a Araracuara, un pueblo enclavado en el verde límite del Caquetá y el Amazonas, se pueden ver parches en medio de la selva: son terrenos que los uitoto, en su mayoría, han abandonado después de agotar el potencial de cultivo de una tierra que está hecha para aguantar algunos de los árboles más grandes del mundo, pero no para dar una cosecha después de otra. “Ahora hay mujeres uitoto que se tienen que desplazar hasta ocho kilómetros hacia la chagra para traer los alimentos diarios”; quien habla es Adán Martínez, director de la Fundación Caminos de Identidad, que lleva 18 años trabajando principalmente con los indígenas de la Amazonia.

Por ley, las comunidades indígenas cuentan con un presupuesto especial, un monto de dinero que el Estado les gira para inversión dentro de la comunidad. Esas partidas tienen que invertirse por voluntad del pueblo, para salvaguardar el dinero del oportunismo de los gamonales regionales. Sin embargo, cuando un pueblo es nómada, como los nukak, por ejemplo, y no cuenta con una estructura jerárquica avanzada, ¿cómo se organiza para colectar ese dinero? “Dentro de 50 años nos daremos cuenta de que los nukak son el pueblo más rico del planeta”, asegura el antropólogo.

Estos son algunos de los síntomas de la presión ejercida por una guerra desbocada, la negligencia de un aparato estatal sin aceitar, las corporaciones transnacionales. Entonces, cuando el día se ha hecho noche de un plumazo, en medio del maquinar incansable de los insectos, un cacique bora dice, mientras mira el hondo hueco de la oscuridad: “Nosotros ya no pedimos que nos dejen vivir en paz, sino que nos dejen morir en paz”.

Guerrilla habría asesinado a 27 awás en Nariño

Esta semana el país se estremeció con la noticia del posible asesinato de 27 miembros de la comunidad indígena Awá, en dos sitios del departamento de Nariño: Barbacoas, donde habrían muerto 17 personas, y en la vereda Tangarial, donde habrían sido ultimados 10 miembros más de los awás.

Según las autoridades, en la zona se encuentran 27 pelotones de la Tercera División haciendo el rastreo del terreno para ubicar el sitio exacto donde presuntamente ocurrieron los hechos. Debido a los enfrentamientos entre guerrilla y Ejército, sólo hasta el miércoles se despachó una comisión para verificar  la situación y buscar los cuerpos de los indígenas.

Por Enrique Rivas / Santiago La Rotta

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