Entre los miles de kilómetros que separan al bosque amazónico del atlántico, hay un corredor de 1.000 km de sabanas y bosques secos. Para que se haga una idea de esta distancia, basta mencionar que uno de ellos, la sabana El Cerrado, cubre el 22 % de Brasil. Sin embargo, uno de los géneros de árboles más representativos de Latinoamérica, el Inga (de la familia Leguminosae), ha logrado cruzar esa amplia distancia para poblar tanto la Amazonía como el Atlántico durante millones de años. ¿Cómo lo ha conseguido?
Un reciente artículo, publicado en la revista académica Proceedings B of The Royal Society, intentó dar respuesta a esa pregunta. Uno de sus autores principales, el biólogo inglés Toby Pennington, ha estudiado el Inga durante gran parte de su trayectoria académica, específicamente desde 1998. Pennington, actual profesor de Diversidad Tropical de Plantas y Biodiversidad de la Universidad de Exeter, en Inglaterra, explica que este género tiene alrededor de 300 especies, entre árboles y arbustos, aunque cree que hace falta descubrir muchas más. Está presente en la mayoría de países de América del Sur y Centroamérica. En Colombia, incluso, no solo está en la Amazonía, sino también en el Chocó, un área que, según el experto, apenas comienza a ser explorada.
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Pennington admite que esos vacíos, sumados a la gran prevalencia del Inga en Latinoamérica, han alimentado su curiosidad por estudiar a ese género, sobre todo cómo ha logrado evolucionar a lo largo del tiempo y distribuirse entre la Amazonía y la Mata Atlántica —como también es conocido el bosque atlántico—, los dos bosques húmedos tropicales más grandes de América del Sur. El primero, y el más conocido a nivel mundial, tiene aproximadamente 7 millones de kilómetros cuadrados (km2), cuya mayoría está en Brasil. En él, se han identificado 145 especies de Inga.
Aunque la Mata Atlántica ha sido menos nombrada, también comprende un amplio territorio entre Paraguay, Argentina y Brasil, con más de 200.000 km². Nada más en este último país abarca 17 estados, incluidos Río de Janeiro y São Paulo. Se reconoce por albergar el 2 % de todas las especies de vertebrados del planeta y más de 15.000 especies de plantas con flores, de las cuales el 50 % son endémicas. De hecho, de las 55 especies de Inga que están en ese bosque, 44 son exclusivas de esa zona.
Durante varias décadas, se han formulado varias teorías sobre por qué hay tantos de estos árboles en el bosque amazónico y el atlántico. Una de ellas, la más popular, era que esta especie —que crece únicamente en paisajes húmedos—, ha cruzado los miles de kilómetros de bosques y sabanas secos en periodos de tiempo muy específicos cuando había más humedad. Pero Pennington y su equipo se dieron cuenta de que esta creencia no sería tan cierta como parece, y para comprenderlo mejor se debe analizar el papel de los ríos y los bosques que crecen en sus márgenes.
Carreteras vivas
James A. Nicholls, del Real Jardín Botánico de Edimburgo y uno de los coautores del estudio, explica que el equipo se contactó con otros científicos con los que habían colaborado en el pasado. Algunos de ellos trabajan en el Jardín Botánico de Río de Janeiro (Brasil), la Universidad de las Américas (Ecuador), la Universidad Federal de Minas Gerais (Brasil), el Instituto Nacional de Investigaciones de la Amazonía (Brasil), la Universidad de Utah (Estados Unidos), y el Real Jardín Botánico de Edimburgo (Escocia).
En total, cada investigador envió 453 muestras de hojas secas de 164 especies de Inga del bosque atlántico y amazónico para analizar su ADN. “En términos sencillos, esto significa que tenemos una muestra lo suficientemente grande para sacar conclusiones”, explica Nicholls. Pennington añade que las hojas no necesariamente se recolectaron de manera reciente, lo cual facilita el trabajo y evita que los científicos tuvieran que desplazarse a zonas remotas. De hecho, conseguir muestras de estos árboles no es tarea sencilla: en algunos casos, puede haber solo un individuo por cada 10 o 20 hectáreas de bosque denso. “Es como buscar una aguja en un pajar”, señala Pennington. “Si alguien tuvo la suerte de encontrar uno, volver a hacerlo es complicado. Por eso usamos lo que ya estaba disponible en herbarios y lo que nuestros colegas tenían en sus instituciones”.
Una vez el análisis de ADN estuvo listo, Pennington y Nicholls explican que encontraron la primera respuesta: la migración de los Inga entre el Amazonas y el Atlántico no sucede únicamente en eventos particulares, sino que ha sido un proceso de muchas generaciones durante un estimado de 12 millones de años. Además, un factor determinante para que esto suceda son los ríos y los bosques que se forman a lo largo de sus márgenes, llamados bosques de galería, que actúan como corredores en medio de paisajes secos para que las semillas de los Ingas viajen.
“Pero no es que las semillas floten en el agua y sea así como se dispersan”, aclara Pennington. Los verdaderos responsables de que esta comunicación suceda son los animales, especialmente los primates, que habitan en los bosques de galería. Para ellos, resultan sumamente atractivos los frutos de los Ingas, que pueden tener entre los 5 centímetros y el metro de largo, cuyas semillas tienen una cubierta carnosa. Ellos son quienes las llevan de un bosque a otro a través de los ecosistemas secos.
Un elemento determinante es que los Inga son un árbol típico de los bosques húmedos tropicales. Rara vez aparecen en biomas secos, ya que sus semillas son extremadamente sensibles y necesitan humedad para germinar. Esto convierte a los bosques de galería en el hábitat perfecto para que esta especie persista, pues estar al lado de las cuencas de agua garantiza su humedad.
Otra de las principales conclusiones del artículo, según los investigadores, es que es más probable que los Inga se dispersen del Amazonas al Atlántico que en sentido contrario. De manera más concreta, “los investigadores lograron rastrear entre 16 y 20 eventos de dispersión hacia la Mata Atlántica desde la Amazonia, con solo dos dispersiones en la dirección inversa”, se lee en el artículo científico. Pennington y Nicholls usan una metáfora para explicar este fenómeno: en una isla grande hay más habitantes que en una pequeña, y es probable que algunos viajen para vacacionar en otro lugar.
Por lo tanto, es lógico que más personas de la isla grande terminen visitando la pequeña. Algo similar ocurre con los Inga: dado que la Amazonía es mucho más extensa que la Mata Atlántica, cuenta con una mayor cantidad de árboles de esta especie, lo que genera una abundancia de semillas que pueden desplazarse hacia el bosque atlántico. Nicholls aclara que, en términos estrictos, este movimiento no se denomina migración, sino dispersión.
Conservar lo que ya tenemos
Como lo hemos contado en estas páginas, algunas de las mayores amenazas de la Amazonía son la deforestación, la minería ilegal, la expansión de la agricultura y el cambio climático. La Mata Atlántica también corre peligro por los mismos motivos. Incluso, para hacerse una idea, antes se estimaba que ese bosque en Brasil tenía más de 1,3 millones de km2, de los cuales queda apenas el 12 % en la actualidad, según WWF.
Pero no solo estas regiones están en problemas. Algunas especies de Inga se encuentran en la Lista Roja de especies amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) en la categoría de En Peligro de Extinción (EN), como el Inga mortoniana y el Inga bella.
Ante este panorama, Nicholls afirma que no es difícil temer por el futuro de los Ingas. Por ejemplo, en el contexto del cambio climático, 2023 y 2024 han marcado récords mundiales de altas temperaturas, y de continuar esta tendencia, podría convertirse en un serio problema para estos árboles, pues la humedad es esencial para su supervivencia. Además, si los bosques de galería comienzan a ser deforestados, su capacidad de regeneración se vería comprometida, lo que, a la larga, afectaría también a los Ingas. En el artículo académico se destaca que, a diferencia de otros países, Brasil cuenta con legislaciones sólidas que han protegido estos ecosistemas ribereños a lo largo de los años.
Por ahora, Nicholls asegura que la clave para la continuidad de la dispersión de los Ingas es proteger los bosques de galería y las especies que en ellos habitan. “Queremos preservar lo que tenemos ahora. Hay muchas cosas que todavía no sabemos de estos árboles, como su afectación ante el recrudecimiento del cambio climático. Por eso, debemos mantener las conexiones y permitir que los procesos biológicos continúen, asegurando así la evolución de la biodiversidad”, concluye el experto.
*Este artículo es publicado gracias a una alianza entre El Espectador e InfoAmazonia, con el apoyo de Amazon Conservation Team.