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La vida cotidiana de las mujeres y los hombres rurales transcurre de forma diferente, aunque las condiciones materiales en muchos casos son compartidas, el sexo biológico y la construcción cultural de género establecen desigualdades profundas, cuyo impacto recae de manera desproporcionada sobre las mujeres.
Según el DANE, en Colombia las mujeres rurales gastan cerca de ocho horas en trabajo doméstico y de cuidado no remunerado (en adelante TDCNR), frente a tres que gastan los hombres. Ellas dedican un 84,3 % del tiempo total que requiere la preparación de alimentos; un 86,8 % en el mantenimiento de vestuario y aportan un 71,5 % del tiempo que requiere la limpieza y el mantenimiento del hogar. El cuidado de las personas también recae sobre las mujeres, quienes dedican un 79,3 % del tiempo total, mientras que los hombres aportan el restante 20,3 % (Zapata y Gelves, 2022).
La experiencia que ha tenido la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en territorio, a partir de las iniciativas para el empoderamiento económico de las mujeres en la agricultura familiar, ha permitido confirmar esta realidad y señalar que el uso desigual del tiempo y la sobre carga de cuidado de las mujeres en la familia, agudiza y condiciona dichas asimetrías.
Deyris Mendoza en San Bernardo del Viento-Córdoba, Karina Pérez en Carmen de Bolívar-Bolívar, Beatriz Gelpud en Santa Bárbara-Nariño, Teresa Huelgas en Campucana- Putumayo y Leni Ruiz en Rionegro- Santander, son algunas de las mujeres productoras que hace un año y medio estuvieron vinculadas a dos proyectos de inclusión socio económica implementados por la FAO, junto con la Embajada de Suecia, la Agencia de Cooperación Italiana y la Unión Europea.
Como la gran mayoría de las mujeres rurales que participan en la agricultura familiar, enfrentan desigualdades estructurales en la toma de decisiones sobre los sistemas agroalimentarios, en el control de activos productivos como la tierra, el acceso a la asistencia técnica y el desarrollo tecnológico, en la participación en procesos comerciales, políticos y de gestión institucional del territorio. El factor común es encontrar a los hombres ejerciendo el liderazgo en estos temas tan relevantes. Sumado a esto, las mujeres rurales siguen siendo víctimas de violencias basadas en género y las más vulnerables frente a la pobreza, la pobreza extrema y la inseguridad alimentaria, entre otras problemáticas.
Cuando el proyecto “Transformación Territorial, Resiliencia y Sostenibilidad” llegó a Córdoba, Bolívar, Nariño y Putumayo, Deyris gastaba hasta 12 horas a la semana recogiendo, transportando y organizando el suministro de agua para su familia, porque en Chiquí (corregimiento de San Bernardo del Viento focalizado por el proyecto) el suministro de energía eléctrica era intermitente e insuficiente para las necesidades de la población, por lo cual 365 familias tenían acceso restringido al agua potable. Karina, por su parte, gastaba hasta 9 horas a la semana en la molienda de maíz y otros granos, y hasta 6 horas en la recolección de leña para la preparación de los alimentos, dos prácticas manuales habituales en Carmen de Bolívar, realizadas por las mujeres de 95 familias.
Beatriz así mismo, gastaba hasta 17 horas semanales en el lavado de ropa a mano, lo cual, a algunas mujeres de las 36 familias de Santa Bárbara vinculadas al proyecto, les ocasionaba problemas en las articulaciones. Finalmente, Teresa gastaba en la semana hasta 10 horas en la molienda de granos y 5 horas y media en la potabilización de agua para su consumo, situación compartida por las mujeres de 104 familias en Campucana. El caso de Leni en Rionegro no era diferente, ya que cuando el “Programa de Desarrollo Rural con Enfoque Territorial -DRET II” llegó a Santander, ella gastaba 5 horas de la semana recogiendo leña y 9 lavando la ropa a mano, al igual que otras 17 mujeres cacaoteras de la organización Zurron´s Cacao de Sabor y Aroma.
Cualquiera de estas mujeres productoras de arroz, miel, cuyes, caña panelera y cacao, comienza su día a las 3 o 4 de la mañana y lo termina a las 10 u 11 de la noche, dependiendo de las labores y compromisos del día. Se levantan, hacen el desayuno y adelantan el almuerzo (incluidos alimentos para trabajadores que vienen a sus predios para las labores del cultivo o cría de animales), alistan a los niños y niñas para la escuela, arreglan la casa, cuidan la huerta, alimentan especies menores como las gallinas y asisten a múltiples actividades que la FAO y otros actores del territorio convocan para desarrollar proyectos de diversa índole. Después del almuerzo, su jornada continúa, muchas veces deben escoger entre devolverse a la casa para recibir y alimentar a los hijos e hijas y ayudarles con las tareas, atender a sus compañeros que vuelven del jornal, o seguir en las actividades técnicas y comunitarias que representan oportunidades para su autonomía económica, su crecimiento personal y su movilidad social. ¿Cuántas horas les quedan para capacitarse y aprender algo nuevo? ¿Cuántas horas les quedan para emprender y fortalecer sus asociaciones? ¿Cuántas horas les quedan para cuidar de sí mismas, atender su salud, entretenerse o simplemente descansar? Justamente, por este apretado itinerario, invisible y poco valorado, el tiempo de las mujeres rurales es su recurso más preciado.
Innovaciones sociales y soluciones tecnológicas que contribuyen a construir equidad de género
Frente a esta realidad, la FAO ha fortalecido sus estrategias de empoderamiento económico de las mujeres rurales, con acciones afirmativas dirigidas a reducir la carga de cuidado de las mujeres y a fomentar la corresponsabilidad de los hombres en las tareas domésticas no pagas, a través de prácticas de innovación y el uso de tecnologías ahorradoras de tiempo. Fruto de esta apuesta por la equidad de género en lo rural, después de un año y medio de la finalización de los proyectos, la FAO volvió a los seis territorios de influencia para revisar lo que había sucedido con las prácticas de innovación implementadas y con las relaciones de género de las mujeres y los hombres de las familias participantes, en torno a las labores de trabajo doméstico y cuidado.
Los resultados son positivos, ofrecen lecciones aprendidas y oportunidades para potenciar procesos de cuidado rural familiar y comunitario en el país. En primer lugar, las mujeres ganaron horas valiosas que ya no dedican a las tareas domésticas. Gracias a la instalación del transformador de energía y algunas dotaciones complementarias, Deyris ganó 12 horas, hoy el suministro de agua potable es inmediato y no es necesario usar su tiempo en la recolección y transporte del recurso; Karina ganó 8 horas gracias a la instalación de molinos eléctricos y plantas eléctricas para su funcionamiento en dos puntos comunitarios, hoy solo le dedica una hora a la semana a la molienda de granos para la alimentación de la familia y algunas especies menores; Beatriz ganó 9 horas, porque gracias a las lavadoras y secadoras instaladas en 6 centros comunitarios de corresponsabilidad familiar, el lavado de ropa ya no es a mano; Teresa ganó 5 horas y media en la potabilización de agua para el consumo familiar, con la entrega de filtros purificadores de agua doble vela, hoy no gasta tiempo en poner a hervir agua en el fogón; y Leni junto con Karina, quienes compartían la tarea de recolección de leña para la preparación de los alimentos, ganaron 2 horas gracias a la entrega de estufas ecológicas que hacen que el consumo de leña sea menor y más eficiente y las emisiones contaminantes se reduzcan considerablemente.
Otro resultado alentador es la participación de los hombres en las tareas domésticas y de cuidado no remuneradas en sus familias. Este es, sin duda, uno de los logros más relevantes porque implica no solo un ejercicio práctico de corresponsabilidad que disminuye la carga diaria de las mujeres, sino que evidencia un cambio en la percepción de la división sexual del trabajo y los roles tradicionales de género del hombre y la mujer en la familia, que contribuye a la equidad de género. Es importante señalar que la igualdad de oportunidades de las mujeres rurales requiere que mientras ellas avanzan en sus procesos, los hombres no queden relegados en su toma de conciencia y contribuyan con liderazgos sensibles al género y comportamientos menos resistentes a los logros de las mujeres.
Ahora bien, no fue la entrega de dotaciones la que llevó a este logro, sino la estrategia pedagógica de economía del cuidado, masculinidades y corresponsabilidad familiar, que se desarrolló de manera permanente durante el tiempo de desarrollo de los proyectos en el territorio. Las tecnologías ahorradoras solo son un ‘pretexto’ en el mejor de los sentidos, para apalancar reflexiones profundas sobre las brechas de género y cuestionar el papel de los hombres y las mujeres de las familias y comunidades que dan vida a los sistemas agroalimentarios de los territorios.
“Ahora valoramos más el tiempo y distribuimos mejor los roles entre los miembros de la familia. Aprendimos a involucrar a los hombres, quienes ahora entienden la importancia de compartir las responsabilidades domésticas. Gracias a la redistribución de labores, puedo dedicar un día a capacitarme, hacer chocolate y fortalecer mis capacidades, lo que me ayuda a crecer personal y profesionalmente” afirma Leni en Rionegro. De manera similar, Wilfrido Pérez, uno de los productores participantes en Carmen de Bolívar, plantea “Yo no recibía comida preparada por hombre, prefería aguantar hambre y esperar a que llegue mi señora; ahora entendí con el curso que los hombres también podemos hacerlo. Ahora soy yo el que cocina todos los días y me gusta hacerlo. Ahora mi esposa se va a sus reuniones y yo me quedo en la casa pendiente de todo”.
Como parte de la estrategia pedagógica, se identificó como una buena práctica el concurso “Los hombres en la cocina, se unen al cuidado de la familia”, el cual incluyó talleres de preparación de alimentos, elaboración de recetas locales y el desplazamiento a Bogotá para interactuar con chefs profesionales, que premiaran las preparaciones de los hombres de las familias participantes. De este proceso, los hombres resaltan transformaciones importantes en la comprensión de su papel en la preparación de alimentos y, por esa vía, en el cuidado de las mujeres, sus hijos e hijas.
Y hay más, pues los resultados positivos no terminan en la familia, los beneficios en la reducción del TDCNR de las mujeres a través de prácticas de innovación y tecnologías ahorradoras, se ampliaron al contexto comunitario y asociativo. “Cuando hacíamos las filas [para acceder al agua], algunos hombres nos maltrataban y nos agredían. Ahora se tiene la conciencia como comunidad sobre el cuidado del agua, de nosotros mismos y de que no queremos volver a sufrir lo que sufrimos antes” manifiesta Gleisy Pachecoi, otra productora residente de Chiquí, beneficiada por la instalación del transformador de energía, al señalar que la práctica de innovación también se reflejó en la disminución de situaciones conflictivas y violentas sobre las mujeres, a raíz del estrés que la falta de agua generaba en la comunidad.
“Las mujeres participan más en espacios de formación y de comercialización de la miel. Ahora nos sentimos tranquilas de salir y viajar porque los hombres quedan en casa pendientes de las cosas y de los hijos también”, afirma Karina, al referirse a la transformación de roles que ha generado una mayor equidad en las responsabilidades del hogar, mejorando la calidad de vida de la familia y facilitando una mayor participación de las mujeres en actividades productivas y formativas.
“Promovemos la vinculación de mujeres a nuestra asociación y han llegado casi 10 mujeres más. Al principio llegan tímidas y poco a poco van confiando y se dan cuenta que unirse como comunidad es lo mejor. Así van trayendo a los esposos y los hijos, y van entendiendo que ellas están haciendo cosas que le sirven a toda la familia”, dice Marisol Gutiérrez en Carmen de Bolívar, cuando se refiere al impacto que la liberación del tiempo de las mujeres tuvo en la asociación AGROROMA, una organización que se había conformado previamente al trabajo del proyecto, pero en la que las mujeres tenían una mínima participación. Hoy, el número e incidencia de las mujeres se ha incrementado e incluso, las prácticas de innovación se han replicado en comunidades vecinas.
La organización ASOPROACHÍ en San Bernardo del Viento es otro ejemplo de la capacidad asociativa que se fortaleció en la comunidad, ya que se conformó después de la instalación del transformador de energía y con el liderazgo de las mujeres, hoy está fortaleciendo el trabajo comunitario, la gestión de recursos y la interlocución con entidades para un mejor manejo del agua.
Cuando la FAO visitó a las familias y los puntos comunitarios, encontró, asimismo, que las tecnologías ahorradoras de tiempo estaban en buen estado, seguían en uso por parte de las familias y mantenían el propósito con el que fueron instaladas. Las comunidades, de manera autónoma, han realizado un ejercicio de mantenimiento constante, gracias a las capacitaciones técnicas, los manuales de uso que se construyeron participativamente, las cuotas de dinero que la misma comunidad aporta y, sobre todo, el sentido de pertenencia generado por el proceso integral.
“Se toman decisiones de manera colectiva, que permiten administrar el agua, interlocutar con la empresa de acueducto y otras gestiones para el mantenimiento del sistema”, manifiesta Briseida Martinez, en San Bernardo del Viento, al referirse al comité de supervisión del uso del transformador y del suministro de agua, creado en la organización ASOPROACHÍ. La comunidad de Carmen de Bolívar generó también un acuerdo con CARDIQUE (Corporación Autónoma Regional del Canal del Dique), para la obtención de más estufas ecológicas que ampliaran el beneficio a comunidades cercanas.
Para concluir, es importante anotar que desde el enfoque de las tres R, las experiencias de reducción de TDCNR de las mujeres rurales a través de prácticas de innovación, logró el Reconocimiento del aporte fundamental de las mujeres a la vida familiar, comunitaria y económica del territorio; la Reducción significativa del tiempo dedicado por las mujeres a través de las tecnologías ahorradoras; y la Redistribución de su carga de cuidado a través del ejercicio de corresponsabilidad de los hombres de la familia.
Todo lo anterior, con una inversión que va de los 6 a los 20 millones de pesos por práctica implementada, lo que evidencia que apostarle a la equidad de género en el campo colombiano, no solo es una tarea indispensable, sino que también es viable y susceptible de ofrecer resultados tangibles para un mejor vivir de las mujeres y los hombres que lo habitan.
*Autores:
-Amanda Romo Díaz, Líder de componente sociocomunitario y enfoque de género,
- Marcos Rodríguez Fazzone, Especialista senior de agricultura familiar y mercados inclusivos,
-Representación de la FAO en Colombia.
Por FAO en Colombia*
