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Imagine una clase distinta, sin pupitres, sin tableros y sin timbres que anuncien el momento de jugar. Una clase donde los maestros tienen alas, escamas o raíces. Esa es la esencia del Día Mundial de la Educación Ambiental: recordarnos que la naturaleza es la escuela más antigua y su lección más importante es enseñarnos a vivir en armonía.
Desde 1972, cuando la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Ambiente Humano en Estocolmo hizo el primer llamado global, la educación ambiental se consolidó como una herramienta clave para enfrentar problemas como el cambio climático, la deforestación y la contaminación. Por eso, este día nos invita a reflexionar sobre nuestro papel en el cuidado del planeta, recordando que la educación no se limita a salones de clase, sino que sucede en cada rincón donde haya vida.
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En este camino, los hitos históricos han reafirmado la relevancia de la educación ambiental. Recientemente, en la COP16 realizada en Cali, se destacó la urgencia de un plan educativo global que conecte la biodiversidad con temas como el clima y los océanos, promoviendo la sostenibilidad. Este llamado enfatiza la necesidad de incluir a las comunidades en un sentido más amplio, no limitándose únicamente a niños, niñas, jóvenes y docentes; sino con enfoques diferenciales de género, étnicos y demás grupos que no siempre se priorizan en los procesos educativos, donde los enfoques pedagógicos basados en la naturaleza deberían estar adaptados a los contextos locales.
Un salón de clases tan grande como el horizonte
Cuando pienso en educación, no solo imagino salones de clase o libros de texto. Recuerdo las lecciones silenciosas en el solar de la casa de mis abuelos, campesinos que me enseñaron que el suelo no es solo tierra, es historia, es un hogar lleno de vida. Juntos sembrábamos frijoles y maíz, esperando pacientemente a que brotaran. En ese pequeño espacio aprendí que el crecimiento es de paciencia, que el esfuerzo se mide en flores, que lo verde significa abundancia, pero también hogar.
Aprendí que un solar, un jardín o un bosque son como bibliotecas que solo abren sus libros en el momento ideal y que para aprender la lección debemos estar dispuestos a recibirla, con humildad. Allí, entre abejas, mirlas, chuchas, hongos y lombrices, entendí que la colaboración es el principal pilar de los ecosistemas y que todo está conectado en un delicado equilibrio ¿A dónde lo llevaría su memoria para recordar un aprendizaje de la naturaleza?
La educación ambiental nos invita a mirar el mundo de manera integral e interdisciplinaria, combinando las ciencias naturales, sociales, artes y saberes tradicionales, tejiendo juntos sistemas de conocimiento tan amplios como el horizonte. Sin embargo, hemos cometido el error de fragmentar la naturaleza en problemas aislados: cambio climático, pérdida de biodiversidad y contaminación, cuando, en realidad, estas crisis están interconectadas. Resolverlas requiere una visión compleja y sistémica que aborde las interacciones entre lo ecológico, lo social y lo cultural. Esta es una invitación a juntar las múltiples miradas y las muchas voces de la naturaleza para articularlas en el marco del bienestar colectivo.
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Educar ambientalmente no es solo dar acceso al conocimiento, no es una clase de una única sesión, es un proceso de aprendizaje tan vasto como la vida misma, que busca fomentar una comprensión profunda, crítica y holística de nuestra conexión con el planeta. Esto implica hacernos preguntas difíciles: ¿Qué impacto tienen nuestras decisiones en el equilibrio del mundo? ¿Qué tan sostenibles son nuestras acciones? ¿Cómo puedo aportar una solución desde mi cotidianidad? ¿Desde cuáles conocimientos estoy actuando cuando estoy tomando una decisión?
Responder esto requiere de voluntad y humildad. Humildad para reconocer que no lo sabemos todo, que necesitamos de otros para entender el mundo y pensar en colectivo. Y, sobre todo, voluntad para aceptar que debemos cambiar y encaminarnos a ello. Como dijo mi abuelo mientras removíamos la tierra del solar: “Arar y sembrar no garantizan la cosecha, sino que el cuidado y la paciencia son esenciales para intentarlo”.
La importancia de las emociones y el aprendizaje basado en la naturaleza
La educación ambiental no solo apela al conocimiento, sino también a las emociones. Sentir asombro frente a un atardecer, respeto al escuchar el canto de un ave, gratitud al disfrutar un delicioso plato o sentir cómo nuestra respiración va y viene, son experiencias que conectan directamente con nuestra humanidad. Estos vínculos emocionales son invitaciones a proteger y cuidar aquello que valoramos.
El aprendizaje basado en la naturaleza potencia esta conexión. Estar en un bosque, caminar por una playa, contemplar un valle de frailejones o simplemente observar una planta en crecimiento nos recuerda que somos una pequeña parte de un sistema interdependiente. Estas experiencias fomentan no solo el aprendizaje, sino también el bienestar emocional, un aspecto esencial en la construcción de sociedades sostenibles donde el estrés, la ansiedad y la depresión reinan en este siglo. En un mundo acelerado, la educación ambiental es también un recordatorio de la importancia de detenernos, observar, contemplar y sentir.
Es crucial entender que la educación ambiental no puede ser vista como un requisito más o un elemento accesorio en los procesos formativos. Debe ocupar un lugar central, porque en ella la vida misma cobra forma y sentido. Es la base desde la cual podemos construir una comprensión integral de nuestro papel en el mundo, promoviendo decisiones conscientes y responsables. Reflexionar antes de actuar es tan importante como la acción misma y la educación ambiental debe ser ese espacio de reflexión colectiva.
Podemos aprender sobre la resiliencia
Han pasado más de 50 años desde aquel primer llamado en Estocolmo. En este tiempo, hemos avanzado en muchos frentes y cada vez son más las organizaciones, fundaciones, empresas y colectivos ciudadanos que se organizan para mejorar sus vínculos con la naturaleza.
Sin embargo, aún seguimos viendo como los páramos y bosques se visten de fuego, hablamos más del racionamiento de agua, vemos cifras alarmantes sobre especies extintas o amenazadas, el deterioro en la salud mental, desnutrición y pobreza; pero también sé que podemos creer en nuestra generación y en sus talentos, que somos creativos, innovadores, sensibles y conscientes para pensar cómo usar herramientas capaces de revertir el daño y construir un futuro lleno de resiliencia y bienestar del planeta.
El Día Mundial de la Educación Ambiental es un recordatorio de que cada uno de nosotros tiene un papel en este proceso. Es una invitación a conectar con la naturaleza, a recordar nuestras lecciones más simples y profundas porque, al final, educar para conectar no es solo aprender sobre la naturaleza, es aprender de ella, con ella y para ella.
Así que hoy, lectores, les invito a hacer una pausa. Salgan al parque, miren al cielo, escuchen el viento y pregúntese qué pueden aprender de ese instante. Observen cómo la naturaleza nos da lecciones de resiliencia: cómo, tras un incendio, la montaña brota con más fuerza y cómo un diente de león crece en el asfalto, rompiendo las barreras más duras con su fragilidad.
La naturaleza, en su constante renacer, sigue creyendo en nosotros, llamándonos, pidiendo nuestra atención y ofreciendo una nueva oportunidad para cambiar. Observar puede darnos las respuestas que necesitamos para actuar. Reflexionen: ¿cómo puede hablar ese conocimiento que tenemos con el de la naturaleza y cómo usarlo en nuestras decisiones diarias para un bienestar común? La naturaleza no solo necesita que la observemos, necesita que actuemos.
*Líder de la línea de investigación acción en educación ambiental, Centro de Apropiación Social del Conocimiento- Instituto Humboldt.
Por Alejandro Hernández Cobos*
