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Los ríos, manglares, bosques, páramos, sabanas y otros ecosistemas, hacen parte de la gran riqueza natural de Colombia. En estos lugares viven cientos de especies que cumplen funciones esenciales para brindar diferentes beneficios como la provisión de agua, alimentos e incluso protección frente a eventos climáticos como tsunamis.
Sin embargo, cada uno de estos ecosistemas enfrenta diferentes retos. Por ejemplo, los bosques han sido objeto de deforestación a lo largo de los años. Solo en 2024, se perdieron 113.608 hectáreas de bosque en Colombia debido a este fenómeno, según cifras oficiales del Ministerio de Ambiente. Los páramos han sido afectados por incendios que entre noviembre de 2023 y enero de 2024 consumieron 36.818 hectáreas, un área similar a la que ocupa Medellín (37.621 ha), según la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (Ungrd).
Para hacerle frente a estos retos, se necesita integrar distintos esfuerzos y reconocer el rol fundamental que juegan los pueblos indígenas, afrodescendientes, campesinos y las comunidades que habitan estos lugares. En Colombia, esto se ha hecho a través de algunos mecanismos. Un ejemplo es la Ley 70, o Ley de las negritudes, que integra una serie de disposiciones jurídicas enfocadas en reconocer a las comunidades negras, afro, palenqueras y raizales, como sujeto de especial protección constitucional y, desde allí, a sus gobiernos propios y derechos a la propiedad colectiva, culturales y ambientales, entre otros.
“La ley promueve la conservación de los territorios al otorgar títulos colectivos, protegiendo grandes extensiones de ecosistemas estratégicos como la selva húmeda del Pacífico, bosques de galería, manglares y ríos. Además, reduce la presión de megaproyectos extractivos o de colonización descontrolada”, explica Mauricio Madrigal, especialista en incidencia política para el desarrollo de WWF Colombia.
Al fortalecer el acceso y disfrute pleno de los derechos de las comunidades negras, se promueven mecanismos alternativos e innovadores, como economías circulares locales. Esto, a su vez, fortalece la relación entre las comunidades y la naturaleza, bajo un enfoque de desarrollo que reconoce el valor de su riqueza biológica y cultural. Un reconocimiento que también comparten las comunidades campesinas, al consolidarse como un actor político, cultural y económico esencial para la soberanía alimentaria y la conservación de los ecosistemas.
El cuidado de los manglares en el Pacífico
Un proyecto que refleja el trabajo de las comunidades afro se está desarrollando en los manglares de Tumaco, Nariño. A lo largo de las costas del Pacífico y el Caribe de Colombia, se encuentra este ecosistema clave, que, además de ser el refugio de cientos de especies de peces, moluscos y crustáceos, también es una barrera natural contra fenómenos naturales, como los tsunamis o las tormentas.
Álvaro Iván Rosero, líder del consejo comunitario Bajo mira y frontera, de Tumaco, lo describe como una “fuente de vida, economía, y lucha”. Desde su territorio han sido testigos de las dificultades que enfrenta este ecosistema como la tala indiscriminada de árboles. Gracias al apoyo de varias organizaciones, esta comunidad ha logrado realizar varias jornadas de reforestación, pues como recalca, “esto requiere de recursos económicos que muchas veces como comunidad o como líderes no tenemos”.
La urgencia de proteger el manglar se debe a varias razones. Por un lado, es la fuente económica de las comunidades que viven de la pesca. Por el otro, es importante en la gestión del riesgo de desastres. Por mencionar un ejemplo, hay cifras que indican que una línea de manglar de 500 metros puede reducir la altura de las olas entre un 50 y 90 %. Esto representa una amortiguación significativa cuando se trata de estas fuerzas naturales que pueden amenazar las costas y a su gente.
En respuesta a esta necesidad, uno de los proyectos que se está llevando a cabo en la comunidad ubicada en Tumaco es “Manglares para la comunidad y el clima”, de WWF Colombia y la Dirección General Marítima (DIMAR), que cuenta con diferentes líneas de trabajo que investigan y generan acciones en torno a la vulnerabilidad de este ecosistema, para su protección ante el cambio climático y, además, para el fortalecimiento de planes de gestión de riesgo de desastres.
“Este, y otros proyectos, han sido bien recibidos por las comunidades. Todo el mundo participa, todos quieren aportar su granito de arena. Ahora hay más conciencia sobre la importancia del manglar, pero aún queda mucho trabajo por delante”, resalta Rosero.
Restauración y resiliencia en el Resguardo Yaguara II
Otro caso que muestra cómo las comunidades se unen en torno a la conservación, es el del resguardo Llanos del Yarí Yaguara II, ubicado entre los departamentos de Caquetá, Meta y Guaviare. Este resguardo tiene una ubicación estratégica que conecta a los Andes, con la Orinoquía y la Amazonía colombiana. Desde 2023, esta comunidad multiétnica conformada por pijaos, tucanos y piratapuyos, empezó a retornar a su territorio, después de ser desplazada por la violencia en 2004.
La razón fue un proyecto que busca, entre otras cosas, la restauración de bosques y sabanas de la zona con un enfoque socioecológico. “Cuando llegamos acá había solo seis casas. El proyecto comprendió que debíamos impulsar el retorno de las personas para que empezaran un proceso de reconexión con su territorio, ya que muchos de esos jóvenes no lo conocían. Ahora hay unas 30 o 40 familias aproximadamente, y al menos 40 más en proceso de retorno”, menciona Julián Gómez, coordinador del proyecto liderado por el Instituto Humboldt.
La primera fase del proyecto inició en 2023, en donde el Instituto Humboldt le apostó a generar medios de vida para el retorno de la comunidad del resguardo Yaguara a través de una estrategia de restauración productiva con 51 familias. Ahora el Instituto y el Resguardo están iniciando una segunda fase del proyecto desde enero de este año, el cual contempla varias actividades.
Como ejes centrales se comprende el establecimiento de acuerdos y la generación de conocimiento de la biodiversidad para impulsar un nuevo proceso de restauración productiva que siente las bases para el desarrollo de una bioeconomía en el resguardo. Como línea base, se definió la necesidad de realizar expediciones biológicas participativas para caracterizar la biodiversidad y fortalecer el conocimiento y la apropiación del territorio por parte de la comunidad. De esta manera, el conocimiento generado por las expediciones permite identificar especies con alto potencial productivo o zonas que puedan servir para ofrecer turismo de naturaleza o turismo científico.
Con base en esto, “a través de la restauración productiva, que incluye el uso de especies nativas y productivas adaptadas a las condiciones climáticas y ecosistémicas del contexto, se busca que la comunidad tenga productos comercializables, fortalezca su seguridad alimentaria y mejore la conectividad de los bosques”, explica Gómez.
El proyecto busca implementar una estrategia para monitorear la restauración por medio de diferentes grupos biológicos como plantas, peces, mamíferos, aves, entre otros. A partir de un fortalecimiento de capacidades, se espera que las personas del resguardo tengan un proceso de formación e intercambio tanto en temas de biodiversidad como en habilidades contables y financieras que les permitan usar el conocimiento de la biodiversidad y la restauración para cambiar la trayectoria y las narrativas de desarrollo sostenible de su territorio.
Aprovechamiento sostenible en la Amazonía
Al sur del país, en la Amazonía, tres organizaciones comunitarias de Guaviare y Caquetá se unieron para transformar sus territorios a través del aprovechamiento sostenible de productos no maderables del bosque, es decir, recursos naturales que se obtienen sin necesidad de cortar los árboles, como frutos, semillas, resinas, aceites, fibras, entre otros.
Por un lado, está la Asociación de Productores Agropecuarios (Asoproagro) de Guaviare, que sustituyó cultivos de coca por un grupo de prácticas de producción, donde la siembra de los cultivos y árboles forestales van de la mano con prácticas de conservación de suelo, conocido técnicamente como sistemas agroforestales. En el caso de Asoproagro estos incluyen cultivos de sacha inchi, copoazú, maderables y no maderables, que permiten la protección de más de mil hectáreas en seis veredas del municipio de Calamar, en zona de influencia del PNN Chiribiquete
En Guaviare, también se encuentra Sachacalamar, una organización conformada por jóvenes que trabaja en el aprovechamiento de la palma amazónica seje y cacay,- árbol que produce un fruto con nueces comestibles, consideradas “oro amazónico” por sus propiedades nutricionales y cosméticas. La tercera organización es la Asociación de mujeres Ayakuná, conformada por 83 mujeres madres cabeza dehogar, campesinas, víctimas del conflicto armado y la violencia intrafamiliar, y profesionales de Belén de los Andaquíes, en Caquetá. Esta asociación ha contribuido a la conservación de 909 hectáreas distribuidas entre los parques naturales municipales Mauritia, Agua Dulce, El Portal La Mono y otras áreas protegidas. También han restaurado 116 hectáreas mediante la implementación de sistemas agroforestales con asaí, canangucha, cacao y copoazú.
Estas tres organizaciones conformadas por comunidades locales, y que reciben apoyo en el desarrollo de sus iniciativas por parte del proyecto Suiza Restauración de WWF, buscan mejorar el bienestar de familias campesinas a través de actividades sostenibles y restauración de 450 hectáreas degradadas. De esta manera buscan contribuir a otras metas más grandes a nivel global como la cero deforestación o conversión de hábitats.
El trabajo en los páramos de Colombia
Además de los bosques, sabanas y manglares, Colombia también tiene páramos, que además de ser ecosistemas de importancia en términos de la regulación hídrica, su biodiversidad y su valor cultural, también han sido centro de conflictos socio ambientales. Esto se debe, como explica Camilo Rodriguez Murcia, investigador de la Agenda de Páramos y Alta Montaña del Instituto Humboldt, a que en estos territorios confluyen diferentes miradas y conceptos de conservación, que generan “discrepancias entre los diferentes actores”.
Aunque esto puede generar efectos negativos, desde el Instituto Humboldt han visto estos conflictos como la oportunidad para generar procesos de transformación social, a través del proyecto GEF -Páramos para la vida. “Es una estrategia de diálogo en donde las comunidades identifican esos principales desencuentros, construyen propuestas y el Instituto facilita espacios de diálogo entre estas organizaciones comunitarias y las instituciones”.
Este proyecto se desarrolla en 16 complejos de páramo de los 37 que hay en Colombia. Específicamente están presentes en 23 municipios y apoyando 28 proyectos comunitarios entre los que están, por ejemplo, viverismo comunitario en Nariño, huertas caseras generadas por mujeres en Boyacá, o procesos de producción sostenible de lácteos liderado también por mujeres en Cundinamarca.
A lo largo de estos acompañamientos se han identificado diferentes retos para la conservación de los páramos. Uno de estos es “reconocer esas prácticas de conservación que han generado las comunidades históricamente sobre sus territorios”, menciona Rodriguez. A partir de allí, agrega, también es necesario construir propuestas que nazcan desde las comunidades, para cuidar de este ecosistema único en el mundo.