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Durante mucho tiempo, pensar en biodiversidad en Colombia ha sido casi sinónimo de imaginar la Amazonía: bosques frondosos, jaguares, dantas y guacamayas de colores imposibles. Pocos incluirían la sabana —ese paisaje abierto, bañado de sol, con pastos altos, arbustos dispersos y escasos árboles— como parte de esa imagen. Pero lo es.
La sabana es el paisaje que predomina en la Orinoquía colombiana, aunque no es el único. En esta región, que compartimos con Venezuela, ocurre algo muy singular: confluyen tres grandes estructuras naturales —la cordillera de los Andes, los extensos llanos aluviales y la influencia del antiguo Escudo Guayanés—, lo que da origen a una combinación única de suelos, formas de vida y ecosistemas. Este encuentro de “mundos” tan distintos convierte a la Orinoquía en un territorio excepcional: expertos han identificado al menos 156 tipos de ecosistemas. Allí se encuentran desde páramos y bosques andinos hasta piedemonte, sabanas de altillanura, sabanas inundables y selvas de transición hacia la Amazonia.
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Hay una manera simple de entender la importancia de lo que eso significa: la Orinoquía es como un gran puente natural que conecta los Andes con la Amazonía, permitiendo que el agua fluya, que las especies se desplacen y que los ecosistemas se comuniquen entre sí. Esta conectividad no solo es vital para la biodiversidad, sino también para nosotros: de allí viene buena parte del agua que se consume en el centro del país (como puede ver en la infografía que acompaña este artículo), se almacenan significativas cantidades de carbono en sus suelos y se producen alimentos clave como arroz, carne, cacao y marañón.
Sin embargo, la imagen simplista de la Orinoquía pone en riesgo toda su riqueza. La idea de que es un gran “lienzo en blanco” sin árboles que proteger ha llevado a subestimar su valor ecológico y a justificar su transformación acelerada y desordenada. Esa percepción ha invisibilizado la complejidad de sus ecosistemas y ha abierto la puerta a modelos productivos que no siempre consideran su fragilidad. Para cambiar esa visión y promover un equilibrio entre conservación y producción, WWF,el Gobierno, aliados y comunidades lideran desde hace varios años un trabajo en la región a través de diversas iniciativas como el proyecto GEF Paisajes Integrados Sostenibles de la Orinoquía (GEF Orinoquía).
Un ecosistema en riesgo
La Orinoquía enfrenta dos grandes problemas. Por un lado, la idea de que es solo una extensa sabana en la que no hay “nada” está acelerando su transformación. Se estima que cada año cerca de 200.000 hectáreas (ha) de sabanas y bosques son convertidas en cultivos bajo sistemas de producción poco sostenibles. Para que se haga una idea, esa extensión equivale más o menos al tamaño de todo el departamento del Atlántico.
En los últimos 10 años, por ejemplo, la ganadería de baja capacidad de carga —un sistema que ha ocupado el territorio hace 500 años aprovechando su oferta natural— ha sido reemplazada por modelos más intensivos. La introducción de pastos y leguminosas forrajeras sumado a la expansión no planificada de procesos agroindustriales, están deteriorando los suelos y el agua de la Orinoquía, poniendo en riesgo la resiliencia de sus ecosistemas. Uno de los focos de preocupación es el crecimiento desordenado de cultivos de arroz, especialmente en Casanare y Arauca.
“Históricamente, ha existido la tendencia de pensar, planificar y desarrollar a la Orinoquía sin valorar toda la diversidad y riqueza que la caracterizan, con visiones fragmentadas, incluso opuestas. Algunos la consideran una de las últimas áreas silvestres o “regiones vírgenes” del planeta, mientras que otros la ven como la última frontera agrícola, con más de 11 millones de hectáreas de suelos agropecuarios y con el potencial de servir como fuente de alimento no solo para Colombia, sino para el mundo”, nos explica Sofía Rincón, coordinadora de la región Orinoquía en WWF Colombia.
A todo esto, se suma el segundo gran problema de la región: su alta vulnerabilidad al cambio climático. Expertos estiman que, para 2050, la temperatura media podría aumentar entre 1,5 y 2,3 °C, mientras que las lluvias podrían reducirse en un 5 %. Este escenario es especialmente crítico para la región, que alberga el 48 % de los humedales continentales del país y depende profundamente del equilibrio hídrico para sostener sus ecosistemas y actividades. (Puede ver: Un modelo para recuperar los bosques de Colombia)
“Lo que estamos perdiendo es invaluable: biodiversidad, agua, suelos fértiles, resiliencia climática y formas de vida ancestrales. La conversión desordenada de sabanas y humedales rompe la conectividad entre ecosistemas -incluso entre regiones-, altera los ciclos hidrológicos y degrada los servicios ecosistémicos que sustentan no solo a las comunidades locales, sino a todo el país”, resume Rincón. Desde hace más de 20 años, esta organización trabaja en la Orinoquía en alianza y en red con actores públicos y privados a diferentes escalas, buscando salidas ante este panorama.
El proyecto GEF Orinoquía, una alianza entre el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Parques Nacionales Naturales, Corporinoquia, WWF y Banco Mundial, está trazando una hoja de ruta clara para conservar la riqueza natural de esta región sin frenar su desarrollo. El proyecto se concentra en tres departamentos clave —Arauca, Casanare y Vichada—, donde busca proteger sabanas y humedales, dos ecosistemas tan estratégicos como invisibilizados. Uno de sus primeros pasos ha sido generar datos confiables sobre estos territorios, para que alcaldías, gobernaciones y autoridades ambientales puedan tomar decisiones mejor informadas. La principal meta es que estos ecosistemas queden reflejados en los planes de ordenamiento y uso del suelo como lo que realmente son: piezas fundamentales del equilibrio ambiental del país.
Pero el esfuerzo no se queda en los escritorios. “No podemos replicar al pie de la letra modelos implementados en contextos diferentes al de la Orinoquía para forjar su modelo de desarrollo; por el contrario, es fundamental tener en cuenta las particularidades, las necesidades y la visión de sus habitantes. En ese sentido, una de las principales lecciones es que no hay sostenibilidad sin participación efectiva de las comunidades locales. Modelos impuestos desde afuera, sin comprender el valor ecológico, cultural y social del territorio, han fallado en generar bienestar y conservación a largo plazo”, señala la especialista de WWF Colombia. (Vea: La experiencia de Colombia en el monitoreo de su biodiversidad)
Por eso, y siendo conscientes de la importancia de la historia de esta región y de las comunidades que la habitan, sobre el terreno GEF Orinoquía está ayudando a fortalecer las áreas protegidas y otras importantes para la conservación, a mejorar su manejo y a trazar estrategias de conservación en zonas donde la biodiversidad corre más riesgos. En esta línea, se han identificado y trabajado corredores biológicos para la danta y el jaguar; se fortalecieron reservas naturales de la sociedad civil (RNSC); se lograron acuerdos con productores locales para consolidar acciones que mantienen la conectividad en los paisajes, como la restauración de bosques en el piedemonte araucano. Y sumado a esto, se les abrió paso a iniciativas de bioeconomía que puedan generar ingresos sin destruir el entorno. Todo este trabajo ha comenzado a dar resultados.
Una ruta que podemos seguir
Los resultados del proyecto GEF Orinoquía ya comienzan a notarse en el terreno. En Arauca, por ejemplo, cuatro municipios ahora cuentan con información ambiental clave que les permite identificar su estructura ecológica principal y delimitar de forma más clara la frontera agrícola, un paso clave para ordenar el territorio y proteger sus ecosistemas.
Además, se han firmado 113 acuerdos voluntarios con productores de la región que favorecen la conectividad y 407 hectáreas en piedemonte y sabana se encuentran en proceso de restauración. “Los pueblos indígenas y las comunidades campesinas llaneras y afrodescendientes conocen y manejan el territorio desde hace generaciones. Incorporar su visión, sus prácticas y su conocimiento es fundamental para construir un modelo de producción verdaderamente justo, bajo en carbono y resiliente”, agrega Rincón.
Desde el GEF Orinoquía, WWF Colombia y sus socios capacitaron al menos 1.500 personas de la región (61 % mujeres) en las temáticas del proyecto y fortalecieron cuatro iniciativas locales de bioeconomía que trabajan con cacao, miel de abejas y aceite de árbol de copaiba. Además, se han formulado y/o implementado 17 planes, lineamientos e instrumentos de gestión para las áreas protegidas y conservadas. “Al fortalecer la representación de los humedales y sabanas en los instrumentos de planificación del uso del suelo en la Orinoquía, la generación de la información y el manejo integrado de los paisajes productivos en las áreas priorizadas, el GEF Orinoquía ha impactado de manera positiva al medio ambiente y a las comunidades, fomentando no solo un mejor aprovechamiento de los recursos, sino también la salud, la resiliencia y la conectividad de los ecosistemas y los paisajes productivos de la región”, explica la coordinadora regional Orinoquía de WWF Colombia.
Mientras el país sigue pensando su desarrollo rural, la Orinoquía plantea un reto urgente: transformar el modelo antes de que sea demasiado tarde. Los avances de GEF Orinoquía muestran que es posible producir sin destruir, pero también dejan claro que se necesita una visión que reconozca la riqueza estratégica de este territorio, junto a las comunidades que la habitan. La sabana no está vacía: está llena de oportunidades, si se saben leer a tiempo. (Puede ver: Mesa de Pesca del Río Sogamoso, un modelo de transformación).