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Recuerdo cuando era niño y estaba en el colegio. En particular, recuerdo el año 1988 cuando yo tenía 8 años. Unas semanas antes de salir a vacaciones comenzaba el murmullo de todos en el salón de clase: “¿y qué Rozo, a dónde se va?”. Por supuesto, yo devolvía la misma pregunta y así todos entrabamos en un teje-maneje comparativo sobre cuál era el mejor destino al cual nuestros padres nos iban a llevar.
Unos decían Anapoima, otros Melgar, unos cuantos se iban a visitar familia en Antioquia, Risaralda o Tolima. Era la época en la cual viajar realmente era un lujo porque las distancias eran mayores y los precios de los tiquetes más costosos, incluso, para la clase media. Yo, por mi parte, solía ir a Santander con mi familia. Diferentes eran los destinos que cada uno de nosotros visitaba en vacaciones, pero a pesar de la diversidad, había algo en lo cual todos estábamos de acuerdo, y que a su vez, era una meta impuesta casi tácitamente a nuestros padres: “ir a tierra caliente”. (Puede leer: Más de mil especies en Colombia están amenazadas, ¿cómo protegerlas?)
El lector joven y que hoy en día tenga menos de 20 años no entenderá con seguridad por qué cuento esta anécdota. Y no lo cuestiono porque con seguridad, a diferencia de los que nacieron antes de 1985, han estado acostumbrados a vivir en un entorno en donde decir que “salir de Bogotá significa la búsqueda de la tierra caliente”, es un dicho curioso o extraño como unos tantos que son típicos de la jerga nacional.
Todo lo anterior para decir que Bogotá ya no es tierra fría. En los últimos 40 años la temperatura promedio de Bogotá ha aumentado entre 1°C y 2°C y para el año 2040 podría aumentar 1°C adicional. Esto pareciera poco: “Un grado centígrado no es nada, dirían los escépticos o los ignorantes”. Sí, aunque la cifra es pequeña, en la vida real la sensación térmica y de calor es totalmente perceptible. Aquellos que tienen mi edad saben de lo que hablo. Cuando todos teníamos 8 años el clima era más frío o como decimos los rolos, templado. Era común ver ruanas y chaquetas entre la gente para contrarrestar las bajas temperaturas. Quienes venían de la costa atlántica de hecho solían decir cuando alguien viajaba a Bogotá, que se iba “pa la nevera”.
Visitar la tierra caliente prometida, si las notas del colegio eran buenas, era tan equiparable como el premio a la excelencia. Decirle a los niños bogotanos que los vamos a llevar a tierra caliente, significaría correr el riesgo de que la respuesta fuera: “cojamos el K23 de transmilenio y nos bajamos en el Simón Bolívar a disfrutar el festival de verano”.
El clima cambió, eso es evidente y está en nosotros aceptarlo, prepararnos, afrontarlo y ¿por qué no? Identificar oportunidades que arroje este contexto. (Lea: La naturaleza es un eje central para la paz de Colombia, ¿por qué?)
Bogotá y la Amazonía
La Amazonía tuvo una reducción de la deforestación de 36,4% en 2022, pasando de 111.899 ha a 71.185 ha en 2021. Estos datos comunicados por el Gobierno Nacional, los celebramos en el territorio Amazónico, independiente de la causa que atribuya a dicha reducción (ej: la pericia del Gobierno, las lluvias durante diciembre 2022, enero-febrero 2023, y otras relacionadas con temas sociales y de conflicto en el territorio).
Bogotá depende de la Amazonía y la regulación térmica de la primera, depende de la conservación de la segunda. Conservar y restaurar los ecosistemas amazónicos es fundamental. Una alternativa para lograrlo, es conectando con aquellas iniciativas que conservan los ecosistemas que hacen que la gran selva sea el termostato que necesita Bogotá. Al respecto, el Programa Amazonía Mía de USAID está haciendo una gran tarea: fortalecer los mecanismos que permitan a las comunidades locales aumentar su bienestar al hacer un uso sostenible y responsable de los bosques.
Conservar y restaurar los bosques amazónicos demanda una reconcepción de los imaginarios que tenemos rolos y extraños. Ese cuento de que la Amazonía es El Pulmón del Mundo debe evolucionar hacia nuevas maneras de pensar que disten de aquellas que forjaron el pensamiento moderno.
Todo viene de tiempo atrás
Cuando me adentro en el reto de explicarle a mis alumnos por qué el mundo está como está, claro que expreso mi propia interpretación sobre las circunstancias, pero siempre cito a alguien que me acompaña en mis reflexiones. De hecho, más que me acompañe, comparto su opinión. Él es Fritjof Capra. Recomiendo mucho su libro El punto crucial: ciencia, sociedad y cultura naciente.
Este libro me gusta porque explica de una manera sencilla cómo las corrientes de pensamiento en nuestra historia como humanidad han configurado los modelos de desarrollo económico y las relaciones socioculturales en los últimos cuatro siglos.
Ahí es donde Capra y muchos otros como Morin o Humberto Maturana entraron a mi vida para ayudarme a comprender aquello que sustenta nuestra manera de pensar y su reflejo en la interacción que tenemos con nuestro entorno. Y es que en definitiva, el sistema de valores de los siglos XVII, XVIII y XIX definió la manera de pensar de los seres humanos de las sociedades occidentales, su relación con el entorno y por consiguiente, la manera como nuestras sociedades han producido y consumido y lo siguen haciendo, con base en el uso de los recursos naturales.
Según Capra, cuando uno se adentra a analizar las tesis de los grandes pensadores de aquella época, es posible deducir que el marco de pensamiento que definió los estamentos socioculturales, políticos y económicos de los países desde entonces, se fundamentan en la supremacía del hombre sobre los ecosistemas. (Lea: Fotografía de una nueva especie)
Descartes compartía la opinión de Bacon en cuanto a que la meta de la ciencia era dominar y controlar la naturaleza y afirmaba que podía utilizarse el conocimiento científico para convertirnos en los amos y dueños de la naturaleza.
Cuando este tipo de pensamiento se institucionaliza y se llega a dogmatizar, es totalmente comprensible que los consumidores demos por hecho que el entorno natural pone a disposición sus recursos como si este fuera una despensa inagotable.
En resumen, salvar la Amazonía y que Bogotá no sea el próximo destino favorito de tierra caliente por parte de los colombianos, será una utopía si seguimos legitimando, sin saberlo, a los grandes filósofos que crearon nuestro modelo de consumo y producción. La urgencia nos motiva a pensar que es el momento de decirle adiós a Bacon y a Descartes y más bien, de invitar a crear nuevos imaginarios, a partir de los preceptos de aquellos que saben conservar y cuidar los ecosistemas que aún persisten.