En un barrio húmedo, de calles angostas y casas de madera construidas sobre el lodo, donde el mar respira a través de laberintos de raíces, un grupo de estudiantes de la Institución Educativa Santa Fe decidió hablar por aquello que nadie escuchaba: el manglar.
Lo que empezó como un proyecto escolar terminó convertido en una experiencia transformadora para toda la comunidad: una apuesta ambiental, pedagógica y emocional, en la que la escuela volvió la mirada al territorio y los niños aprendieron a defender un ecosistema históricamente invisibilizado.
¿En qué consiste la iniciativa? Los manglares son uno de los ecosistemas más diversos que encontramos en el departamento de Antioquia, y Turbo es uno de los municipios de Colombia en donde se puede apreciar este majestuoso ecosistema. Sin embargo, por diversas causas naturales y antropogénicas, este ha venido siendo degradado en los últimos años.
Es allí donde aparece un aliado fundamental en la preservación y conservación de este valioso ecosistema de manglar: la escuela, que todos los días de manera directa e indirecta interactúa con este ecosistema.
Un ecosistema silenciado… hasta que llegaron ellos
El manglar de El Pescador —uno de los sectores más vulnerables de Turbo— siempre estuvo ahí, rodeando viviendas, sosteniendo los suelos, amortiguando las mareas. Para muchos era solo “monte”, “barro”, “maleza”. Pero todo cambió cuando los estudiantes de la Institución Educativa Santa Fe decidieron convertirlo en su causa.
Con cuadernos en las manos, botas embarradas y celulares improvisados como cámaras científicas, los niños comenzaron a registrar su biodiversidad y sus heridas: la tala, la contaminación, la pérdida de fauna, la presión urbanística.
Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado: los niños le dieron voz al manglar.
La travesía que cambió la forma de mirar el territorio
“Nos encontrábamos inmersos en esta fascinante aventura de la investigación”, recuerdan. El día que se adentraron por primera vez en el manglar, los olores a metano característicos del manglar y nos envolvieron mientras el canto de las garzas marcaba el ritmo del recorrido. Una cuadrilla de cangrejos y pasteleras, perturbados por la presencia del grupo, huía buscando refugio. Las iguanas se lanzaban al agua con destreza, “mejor que cualquier clavadista”, dicen los estudiantes.
Hormigas y termitas los recibieron con picaduras que, pese al dolor, les arrancaron risas nerviosas. Fue el primer saludo del ecosistema que aprenderían a conocer y defender.
Una expedición improbable: piloteros, biólogos, profesores y estudiantes
Un sábado de febrero de 2017, la tripulación inició la segunda investigación, la cual tenía como objetivo comparar el reservorio de carbono de tres especies de manglar en el casco urbano de Turbo para mirar cuál de ellas capturaba mayor CO₂ en sus hojas y así ver cuál de ellas era el mayor guardián de las costas.
Afron, un pilotero de 20 años que conoce la zona como la palma de su mano, se sumó al equipo. También el viejo Allin, de 92 años, que ya no puede talar, pero cuya memoria guarda décadas de historia del manglar.
Llegaron también el Way Búcaro y Moñita, hermanos del barrio; y los profesores, entre ellos “El Tarzán de la selva”, el biólogo Jhon Jairo y Kate, investigadora de la Universidad de Antioquia.
“¡Todos a la embarcación que nos fuimos!”, gritó uno de los guías. Entonces comenzó la expedición.
Como buenos aventureros, cargaron solo lo esencial: una olla de arroz con coco, gallina guisada, gaseosas, agua y pan “por si a alguien le daba hambre”.
El Edén y la herida: belleza pura, pero lastimada
Al llegar al primer punto de muestreo, el paisaje parecía un Edén: manglares gigantes, helechos vibrantes, caracoles y neritinas adheridos a las raíces, peces diminutos, cormoranes extendiendo las alas, serpientes deslizándose entre el fango, viento salado y mar en calma.
Pero la belleza tenía cicatrices.
Las huellas de la tala y la extracción de pilotes habían dejado heridas profundas en el ecosistema. Cada corte liberaba CO₂ atrapado por décadas; cada intervención debilitaba la barrera natural que protege la costa.
La tristeza fue inevitable, pero también el compromiso. El grupo inició un proceso riguroso de monitoreo: identificación de especies, evaluación del estado de los árboles, mediciones de altura, diámetro y salud, registro fotográfico y recolección de hojas para análisis en laboratorio.
Durante nueve meses, sin interrupción, repitieron el proceso en tres puntos. El hallazgo científico: el Mangle Rojo, guardián del carbono azul. Tras meses de trabajo, estudiantes y docentes concluyeron que la especie con mayor capacidad de captura de CO₂ es el conocido mangle rojo (Rhizophora mangle).
Pero más allá de la ciencia, los niños descubrieron algo mayor: que un ecosistema aparentemente silencioso guarda la vida de toda una región.
La escuela que decidió escuchar al manglar
Desde 2016, el proyecto “Los manglares de mi pueblo: un aula viva donde investigo, me divierto, aprendo y desarrollo habilidades para la vida y la paz” cambió por completo la forma de hacer escuela en Santa Fe.
Los docentes dejaron atrás la enseñanza entre cuatro paredes y llevaron las clases al territorio:
– al lodo,
– a las raíces,
– al agua tibia del manglar.
“Si el manglar es parte de su vida, debe ser parte de nuestra pedagogía”, repiten hoy.
Los niños ya no “aprendían sobre manglares”: convivían con ellos, los investigaban, los dibujaban, los narraban. Y cada práctica pedagógica se transformó en una oportunidad para que lo invisible se volviera evidente.
Ciencia, arte y memoria para un mismo propósito
La investigación se mezcló con el arte y la comunicación comunitaria: dibujos, videos, poemas, fotografías, entrevistas con pescadores y mujeres sabedoras. En cada actividad, los estudiantes encontraban una forma distinta de contar al manglar.
En sus cuadernos aparecían frases que hoy son parte del patrimonio escolar:
– “El manglar respira por las raíces.”
– “Si lo talan, nosotros perdemos nuestra casa.”
– “Yo antes no sabía que el manglar nos protegía.”
-“El manglar es la sangre de nuestra comunidad”
-“Cuidemos el mangle, porque sin mangles no hay oxígeno”
El ecosistema, por fin, tenía portavoces.
El impacto emocional y social: un manglar que enseña a vivir
Los maestros reconocen que el proyecto disminuyó conflictos escolares, fortaleció la identidad territorial y ayudó a muchos jóvenes a mantenerse al margen de los riesgos de violencia.
La comunidad empezó a ver el manglar, no como un obstáculo, sino como un aliado.
Un ser vivo que cuida, protege y sostiene.
Entre la vulnerabilidad social, el desplazamiento y la falta de oportunidades, la escuela descubrió que un manglar puede ser un maestro.
Un maestro de paciencia, equilibrio y resiliencia.
“Hemos sido una experiencia que le ha dado voz al manglar”
Hoy, cuando se habla del proyecto, estudiantes y docentes repiten con orgullo esa frase.
Porque entendieron que defender el manglar no es solo una tarea ambiental, sino un acto de amor y de memoria colectiva.
El manglar —ese ecosistema que parecía condenado al silencio— ahora habla a través de ellos.
Y su mensaje es claro:
“Si queremos paz, debemos reconciliarnos con la naturaleza.
Tenemos una deuda con el planeta.
Por eso, hoy te digo: ¡Ven, hablemos por los manglares!”
*Uno de los ganadores de los premios BIBO 2025.