De una isla del Caribe al plato de sushi: el millonario negocio de pescar anguilas

En un remoto pueblo de República Dominicana se está llevando a cabo una práctica desconocida para gran parte del mundo: cientos de pobladores tratan de pescar miles de anguilas bebés que son vendidas en un turbio mercado que mueve millones de dólares cada año. Su consumo masivo, habitual en platos como el sushi, ha llevado a varias especies al borde de la extinción. El Espectador viajó hasta ese lugar.

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09 de enero de 2022 - 02:00 a. m.
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A casi dos horas de Santo Domingo, la capital de República Dominicana, atravesando la isla de sur a norte, se encuentra Nagua, un pequeño municipio costero donde la vida comienza cuando cae la noche. Los últimos meses del año las linternas y las baterías escasean, las fincas se quedan sin trabajadores y los coladores dejan de pertenecerles a las cocinas. Las playas permanecen solas de día, pero se llenan de personas ante el asomo de la oscuridad.

Unos metros antes de llegar, pequeños focos de luz empiezan a verse desde la carretera hacia el mar. Parecen cientos de faros anunciándole a un barco su destino. Una ciudad móvil que flota sobre el agua. Son miles de pobladores que, desde mediados de septiembre, transforman su vida alrededor de una actividad casi desconocida para el planeta. Un lucrativo negocio que se ha desbordado en silencio.

“Lo que buscamos”, dice Darling Tineo, un joven de 18 años, “es la anguila”. Un pez traslúcido y escurridizo, de ojos negros saltones, textura gelatinosa y más pequeño que un meñique.

Su pesca, que se ha convertido en la más importante económicamente para esta nación insular, ha sido también un alivio financiero y, en ocasiones, la única alternativa de trabajo para los habitantes de la zona. En esta ciudad, de casi 80.000 habitantes, el 43 % de los hogares vive en la pobreza.

“Aquí es muy difícil que les den trabajo a los jóvenes, entonces nosotros nos defendemos con la pesca de anguila”, asegura Yarleni, de veinte años. La acompañan su esposo, su mamá, su padrastro, sus hermanos y su abuela. “La mayoría estamos aquí por el desempleo. Porque si hubiera empleo no estaríamos aquí pasando trabajo”, dice una mujer que pasa por el lugar.

Desde el atardecer, las calles se llenan de caminantes y motociclistas que cargan a su espalda unas extrañas redes de malla verde fabricadas por ellos mismos. Otros llevan coladores. Se dirigen al mismo destino: la desembocadura del río Nagua. Esperan el primer minuto en que se ponga el sol para entrar al agua. Allí estarán, empapados de pies a cabeza, hasta la madrugada.

* * *

Ryonosuke Nakazono, de 37 años, nació y vive en Japón, a más de 13.200 kilómetros de distancia de Nagua. Come anguila desde que tiene memoria, pero no está muy seguro de dónde proviene. Sabe que, en los últimos años, por la escasez, su precio ha aumentado considerablemente, y ahora solo puede darse el lujo de comer una-jû (un par de trozos de filete de anguila sobre arroz) cuatro veces al año. El plato, que tradicionalmente se come antes de iniciar el verano, puede costar entre 3.000 y 5.000 yenes, algo así como US$50 ($200.000 colombianos).

Japón es uno de los países que consume más anguilas en el mundo. Cerca del 70 % de la producción anual (casi 130.000 toneladas) termina allí. Esta gran demanda, que ha aumentado con la popularidad de la cocina asiática en varios países, está generando una presión sin precedentes en las poblaciones de anguilas, llevándolas al borde de la extinción.

La Anguilla japonica, nombre científico de la especie de esa zona, tuvo un pico de capturas en la década de los 60, con más de 3.000 toneladas al año. En 2020 solo pudieron conseguir 65 toneladas, según cifras del Ministerio de Agricultura, Silvicultura y Pesca japonés.

Como sus anguilas no daban abasto, Asia empezó a importar grandes cantidades de otras especies provenientes de Europa (Anguilla anguilla), las Américas y el Caribe (Anguila rostrata). Pero la historia se repitió. Para los años 2000 la población de anguila europea había caído en un 95 %. La preocupación por el impacto que estaba teniendo la pesquería llevó a que se incluyera, en 2007, en el Apéndice II de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES). En 2010, la Unión Europea decidió ir más allá y prohibió todo tipo de comercio de esta especie, pues fue declarada en peligro crítico de extinción.

Pero el mercado no acabó ahí. Desde entonces, las Américas y el Caribe se han convertido en la alternativa ante la escasez de otras especies, posicionándose como la nueva gran despensa para el consumo. Sus exportaciones al continente asiático pasaron de ser de dos toneladas en 2004, a 47 en 2013. Hoy la Anguilla rostrata está declarada en peligro de extinción, pues se estima que sus poblaciones se han reducido en un 50 % en los últimos 36 años; sin embargo, aún no ha sido protegida por ningún tratado o convenio internacional.

“Las anguilas son animales que llegan tarde a su madurez sexual y tienen un ciclo de vida bastante complejo, por lo que son muy vulnerables ante este tipo de pesquerías. Europa y Japón son un ejemplo de lo que puede pasarle a la anguila americana si no se toman las medidas necesarias pronto”, asegura Diego Cardeñosa, biólogo colombiano, que trabaja desde hace trece años en conservación de especies marinas y lleva siete años investigando el tráfico de especies amenazadas.

¿Qué está haciendo que las poblaciones de anguilas caigan tan rápido? Todo este comercio se sostiene de anguilas bebés, que no llegan a los cinco centímetros de largo. Al retirarlas tan jóvenes de los ecosistemas no pueden completar su ciclo de vida, y no alcanzan la madurez sexual (que en algunos casos puede tardar hasta a los treinta años). Tampoco han logrado reproducirlas en cautiverio.

Un comercio escurridizo

En la playa se paga cada gramo de anguila en efectivo. Para completar un gramo se necesitan siete anguilas bebés. Solo se pescan esas, las llamadas “anguilas de cristal”, que van entrando desde el mar a la boca de los ríos. Su pequeño tamaño les permite transportar al exterior hasta 6.000 ejemplares vivos en un paquete que apenas pesa un kilo, pero vale miles de dólares.

A nivel local, un kilo de este pez puede costar unos 250.000 pesos dominicanos, casi US$4.400. Antes de ser enviado al exterior alcanza los US$8.000 y al llegar a Japón puede costar más de US$12.000. En 2018, un kilo alcanzó el precio de US$35.000 (casi $140 millones).

Los compradores esperan pacientes debajo de algún árbol cercano o en casetas improvisadas. No hay ningún letrero que diga “se compran anguilas”, pero todos saben a dónde tienen que dirigirse con sus capturas. Tienen una balanza digital con una moneda —que confirma que el peso está calibrado—, un par de coladores y una neverita blanca de icopor.

Generalmente se quedan hasta las seis de la mañana, cuando el último pescador sale del agua. A esa hora los escoltan militares o policías para proteger el producto.

En República Dominicana el negocio funciona así: el Consejo Dominicano de Pesca y Acuicultura (Codopesca), la autoridad pesquera del país, entrega unas licencias de explotación y otras de exportación de anguilas. Quien recibe la licencia de explotación de alguna zona de pesca es conocido por los pescadores como el “dueño del río”. A los compradores que trabajan para él deberán venderle lo atrapado en la noche. Los compradores son la cara visible de una cadena que de ahí en adelante deja de ser clara. Nadie lo dice oficialmente de manera pública, pero es un secreto a voces: en lo más alto del negocio, que suele estar ligado a las exportaciones, están involucradas importantes esferas del poder. Nombres de autoridades, congresistas, exmilitares y ministros resuenan entre labios.

Solo las personas de mayor confianza del dueño de la licencia saben hacia dónde se llevan las anguilas una vez que dejan la playa: llegan a unas bodegas con ubicación secreta, protegidas por personas armadas, donde terminan de pesarlas y arreglarlas para ser exportadas vivas. Se empacan en bolsas con agua y oxígeno puro, y se guardan en neveras con bloques de hielo con el fin de aletargarlas lo que dure su camino al exterior. Según la prensa local, el 79 % de las exportaciones de anguilas dominicanas van a Canadá, el 19,8 % a Hong Kong y el 1 % a Estados Unidos. “Pero su destino final es Japón y el mercado asiático”, afirma Carlos Then, director de Codopesca. Allí serán llevadas a “granjas de engorde” en donde, tras casi un año, alcanzarán el peso y la talla suficientes para ser consumidas.

Que la pesca ocurra en la noche, en lugares abiertos, de manera masiva y en 86 ríos de la isla (que son los que hacen parte oficialmente de las licencias para explotar el recurso, según información entregada por Codopesca) hace que la trazabilidad y la legalidad de este mercado sean dos aspectos extremadamente desafiantes y casi imposibles de controlar.

“En las gestiones pasadas el control a esta pesca ha sido un desorden, y se rumora que las licencias, los puntos clave y los ríos buenos se negociaban y se entregaban a personas cercanas o a quienes daban algún dinero”, asegura Then, quien hace poco más de un año llegó a la dirección de esa cartera. “Se ha desarrollado una industria que no es del todo clara y limpia, en la que incide mucho lo que es el mercado negro”, explica.

En República Dominicana no existen estadísticas oficiales sobre los niveles de captura en cada punto de pesca de anguilas. No se ha realizado ningún estudio de impacto ambiental de esta pesquería o un estudio biológico sobre la especie. Tampoco se sabe, concretamente, cuántos pescadores de anguila hay en el país.

“Un negocio como las drogas”

Si hay un punto crítico alrededor de la pesquería de anguilas en República Dominicana, que se repite en cada temporada (que va de principios de octubre a finales de marzo), es la discusión por el precio del producto. “Los precios”, dice Vaqueró, un pescador del lugar, “los bajan los compradores a su gusto”. “Cuando saben que va a haber buena pesca se llaman entre ellos, coordinan y lo bajan. Y nosotros nos molestamos”. Cada vez que eso pasa, cuenta, buscan a otro comprador que la compre más cara, así tengan que desplazarse a otras playas. “El mejor precio suele tenerlo el mercado negro… Pero el negocio es así: a quien te da buen precio, tú le vendes”, insiste.

A diferencia de Nagua, un punto al que puede ir a pescar cualquier persona, en otras zonas de la costa norte dominicana la pesca es fuertemente controlada y custodiada. En los alrededores de los ríos hay “supervisores” armados, vigilando que los pescadores no se lleven el producto para venderlo afuera a un mejor precio. Por eso Anderson, quien pesca desde hace tres años, prefiere desplazarse todos los días a catorce kilómetros de su corregimiento para pesca.

“El año pasado tuvimos una baja muy lamentable de un compañero de pesca, que nos lo mataron casi en los pies porque estábamos discutiendo el precio, así como ahorita se está discutiendo el precio también”, cuenta. “Sentimos que están jugando con nuestro sustento, porque uno es el que coge riesgo y ellos son los que hacen el dinero”. Al principio de esta temporada el gramo estaba a 80 pesos. En los diez días que estuvimos visitando las playas de Nagua pasó de 120 a 175 pesos. Estas últimas semanas alcanzó los 250 (más de US$4).

“Se dice que, prácticamente, este es un negocio igual que la droga”, asegura Vaqueró, quien pesca desde hace siete años. “Y tiene sentido, porque esto mueve mucho dinero, pero no sabemos muchas cosas. No sabemos a quién le vende la anguila el comprador, ni cuánto cuesta, ni a dónde llega, ni qué tanto llega”, agrega.

¿Qué pasa, entonces, con la anguila que logra quedarse en el mercado negro? Según Codopesca, existen dos posibilidades. “El mercado negro tiene dos clientes, ahora mismo. Por un lado, tenemos el trasiego de una frontera porosa con Haití, donde también hay pesca de anguila, pero está mucho menos regulada y se exportan mayores cantidades que las dominicanas”, afirma Then. Haití es la otra mitad de la isla La Española. Ambos países cuentan con la suerte de que millones de anguilas sean arrastradas cada año, desde el mar de los Sargazos, hasta sus costas por las corrientes oceánicas. Hasta hace unos años, uno de los mayores compradores de anguilas en República Dominicana era un haitiano.

“Cuando las anguilas no se van para Haití”, retoma el director de Codopesca, “el mercado negro se las vende aquí a algunos de los que tienen licencia. También nos hemos dado cuenta de que, en ocasiones, a falta de los controles necesarios en el aeropuerto, la anguila se saca sin autorización nuestra”.

Hasta 2020 República Dominicana tenía una cuota límite de exportación de anguilas vivas de 2.500 kilos que era poco respetada. En 2018 se exportaron 2.898 kilos y en 2019 fueron 3.840 kilos, según estadísticas de la Dirección General de Aduanas del país.

“Si la presión sigue siendo tan alta, como parece ser no solo en República Dominicana, sino también en otros lugares como Haití y la costa de Estados Unidos, vamos a ver un animal en peligro crítico bastante pronto”, asegura el biólogo Cardeñosa. “Pero abolir esta pesquería tendría un impacto muy alto en la vida de los pobladores, y podría impulsar el mercado ilegal”. Para dar una solución, afirma, es necesario apuntarle a un manejo sostenible del recurso. Este viernes se cumplieron seis meses del asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse. Su muerte, según reveló hace un par de semanas una investigación del New York Times, parecía estar relacionada con el lucrativo negocio de la pesca de anguilas en ese país, del que formaban parte las altas esferas de gobierno, y que parece estar fuertemente vinculado al narcotráfico.

* Esta historia fue producida con el apoyo de la Earth Journalism Network de Internews.

Por Mario Fernando Rodríguez

Actualmente lidera el equipo de diseño de El Espectador en todas sus plataformas, donde explora diferentes narrativas visuales con un enfoque especial en infografía periodística.@MarioFdoRmfrodriguez@elespectador.com
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