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Las ausencias nunca dejan de doler, cree Natalia Castañeda Arbeláez. “Ese día sentí un vacío en el cuerpo”. Estaba en el sendero Conejeras del nevado Santa Isabel, sobre la cordillera Central de los Andes colombianos.“Esa cuenca en particular era muy estruendosa. Había siempre mucho sonido”. El agua suena cuando corre entre los glaciares. Las gotas golpean el hielo, y pequeñas corrientes brotan, abriéndose paso entre las grietas. Es el sonido de algo que se rompe. “Pero ese día ya no sonaba nada. Estaba en un completo silencio”. El glaciar Conejeras se extinguió entre enero y febrero de 2024. “Yo no creo en la extinción”, contraria Castañeda. “La materia siempre se transforma. ¿No querrán las aguas congeladas del glaciar entregarse y correr por las montañas, volver a encontrar los mares y girar por todo el mundo, para después sublimarse y volver como lluvia a la Tierra?”
“El dolor puede estar en la resistencia, en el negarse a seguir el movimiento”. Castañeda nació en Manizales, a la sombra del Nevado del Ruiz. “Siempre se habla del nevado en Manizales. Sabemos que es un volcán, pero para nosotros simplemente es el nevado”. Estudió pintura desde pequeña, en las terrazas del Palacio de Bellas Artes, un edificio ubicado en una zona que ofrece vistas panorámicas de la ciudad y del valle del río Cauca. Manizales tiene eso, dice la artista, “todo está sobre laderas. Siempre, donde quiera que estés, tienes un paisaje abierto a la topografía quebrada”. Se habituó a un mundo de capas, de terrenos irregulares, elevaciones, depresiones y ángulos que se cortan abruptamente. Aprendió así, y desde muy corta edad, a ver el movimiento dentro de lo que parece fijo.
“La gente cree que un glaciar está quieto. Pero no, tiene una dinámica que lo hace estar vivo. Para que un glaciar sea denominado glaciar, tiene que tener movimiento, tiene que estar desplazándose. No es como un helero que está en una esquina con hielo permanente”. Un glaciar es una masa de hielo en transformación, un cuerpo que fluye, se deforma bajo su propio peso y cambia, moldeado por la temperatura, la atmósfera y la topografía. Puede avanzar o retroceder según la acumulación de nieve, la evaporación o el derretimiento. Durante los últimos 100 años, sin embargo, la mayoría solo han retrocedido. En Colombia, lo harán hasta desaparecer por completo a finales de este siglo.
A los 17 años, Castañeda Arbeláez se mudó a Bogotá. “Esta ciudad es especial porque tiene los cerros en el oriente, pero no deja de ser una sabana. En relación con la topografía de Manizales, estar aquí puede sentirse como estar en un parque encerrado entre cuatro calles”. Comenzó a volver a Manizales en viajes periódicos, a visitar a la familia y a subir a la montaña, el Cumanday, el nombre que los pueblos indígenas prehispánicos, como los Quimbayas y los Pantágoras, daban al nevado del Ruiz. Se volvió, entonces, un testigo del movimiento de los glaciares. “Y se convirtieron en mi sujeto de representación y de observación. Al principio, fue solo una curiosidad. Disfrutaba estar en la montaña, cuerpo a cuerpo con ella. Pero después, se volvió un propósito de documentación y de narración”.
Durante los últimos siete años, Castañeda ha recorrido periódicamente tres de las seis masas de hielo que aún resisten en Colombia. Ha subido al Cumanday; al Poleka Kasue, la “doncella de la montaña” o la “montaña sagrada”, que hoy conocemos como el nevado Santa Isabel; y al Dulima, el nombre con que los Pijaos evocaban la nieve y el resplandor en lo alto del Nevado del Tolima. De aquellos recorridos nació “Cuerpos glaciares, ancestros hídricos de una extinción futura”, una exposición artística finalista del Premio Luis Caballero en 2023, el más importante para el arte contemporáneo en Colombia, que busca acercarnos a los glaciares. “Un contacto cuerpo a cuerpo con ellos, desde el arte y la ciencia. Para comprenderlos y acompañarlos en el cambio que están viviendo”.
Cuerpo a cuerpo
A Castañeda le gusta recorrer nuevos lugares, pero le gusta más volver a los ya conocidos. “La recurrencia permite apreciar y apreciarse a través del tiempo”. En el nevado Santa Isabel, el retroceso del glaciar ha dejado una huella visible en el paisaje. Pequeñas placas incrustadas en las rocas marcan tres momentos clave—1990, 2010 y 2020—señalando los antiguos límites del hielo. “Volver a los lugares da temporalidad. Se cree que los paisajes siempre están ahí, pero al final son cambiantes y son como nuestro cuerpo”.
“Y yo ya no tengo 10 años”, dice con una sonrisa. Sus padres todavía guardan las fotos de cuando se iba al nevado del Ruiz a conocer la nieve. “Bajaban del carro y el glaciar ya estaba ahí, a sus pies”. Cuando ella llegó, el hielo se había retirado un kilómetro. Donde antes comenzaba el glaciar, ahora hay rocas desnudas y musgo. “La montaña también hace manifestaciones para acercarse o no, para dejarse tocar o no”. Sube la montaña con cámara en mano, registrando videos que se tambalean como lo hace un cuerpo que asciende sobre los 5.000 metros de altura. En las grabaciones se cuela el sonido entrecortado de su respiración, el crujir de las piedras y el silbido del viento. Durante siete años, Castañeda realizó Entre el volcán y la vertiente, una videoinstalación que repite el mismo movimiento de cámara: de la tierra al cielo y del cielo a la tierra, en una mirada circular que invierte la imagen de la montaña, como si esta girara sobre su propio eje.
Como si se desequilibrara y perdiera su presunción estática. “Como pasa con nuestros cuerpos. Cuando estamos en la alta montaña, falta el oxígeno y se pierde el equilibrio. Perder el aliento es un poco perder la referencia de la imagen”, dice. Así como el glaciar cambia con el tiempo, el cuerpo humano se amolda a la montaña, aprendiendo a respirar en su altura, a sostenerse en su desnivel, a moverse con su ritmo. Sus videos son un ejercicio de archivo corporal. Sus pinceladas cruzan el papel en un gesto que se deja caer en la dirección en la que cae el hielo en sus ascensos. “Me doy el lujo de llevar una libreta y detenerme al borde del glaciar y estar media hora mirando y dibujando”. Recorre los detalles de la montaña, las piedras que se amontonan en una ladera, los pliegues que bajan y suben en un costado, la luz que se desliza y la sombra que se alarga con el paso de las nubes.
“Pueden ser dibujos escuetos y rápidos, pero hay una intimidad que encuentro ahí”. En su trazo, las grietas y pliegues de la tierra se agitan en texturas que dan profundidad y relieve. El paisaje transita entre áreas planas, rocas irregulares y restos de glaciares. “Yo le hablo a la montaña. La cuestiono sobre su tiempo y mi tiempo sobre ella”. Hace 170 años había 17 glaciares en Colombia. Hoy solo hay seis. “Estamos viviendo movimientos muy bruscos”, dice Castañeda. Movimientos que no responden únicamente a la transición de un mundo que deja atrás el frío. “Los cambios son inevitables, pero todo está siendo vertiginoso”. De acuerdo con la Organización Meteorológica Mundial (OMM), 2024 fue el año más caluroso jamás registrado, al superar en cerca de 1,55 °C los niveles preindustriales. La actividad humana, la quema de combustibles fósiles que sostienen la vida moderna, es el mayor impulsor del aceleramiento de ese movimiento.
Sin glaciares, sin su superficie brillante que refleja la luz solar, el planeta retendrá más calor y el calentamiento se intensificará. Millones de personas ya sufren las consecuencias de ese desequilibrio. La escasez de agua dulce, el aumento del nivel del mar y la alteración de los ciclos climáticos parecen ser apenas el comienzo. “Somos nosotros mismos quienes estamos en estado de riesgo”. ¿Y si el tiempo de todos se está acabando?
Una memoria del futuro
Hace poco, Castañada visitó la Antártida, ese vasto continente helado que todos evocamos al pensar en el frío, invitada por el Programa Antártico Colombiano de la Comisión Colombiana del Océano. A la sombra de un glaciar, bajo unos cuantos grados bajo cero, encontró unos fitopalos, madera fosilizada de un gran bosque antiguo. Cuando los exploradores comenzaron a estudiar las rocas de este continente a principios del siglo XX, descubrieron rastros de un pasado insospechadamente cálido. Hace unos 50 millones de años, palmeras bordeaban la costa y, más adentro, una selva exuberante cubría la tierra antártica.
La Tierra era un lugar muy distinto. La Antártida formaba parte de Gondwana, el supercontinente que la unía con Sudamérica, África, Australia y la India. A medida que las placas tectónicas, esos gigantescos bloques de roca que forman la corteza de la Tierra, se movieron, Gondwana se fragmentó, y hace unos 34 millones de años, la Antártica terminó de separarse de Sudamérica, abriendo un boquete que hoy conocemos como el Paso de Drake. Las aguas del océano comenzaron entonces a rodear la Antártica sin obstáculos, dando origen a un anillo de corrientes marinas heladas que lo aislaron del resto del mundo.
Sin el calor que antes llegaba desde el norte, la temperatura de la Antártica descendió y el hielo comenzó a avanzar. La selva desapareció y los ríos se congelaron. “Hoy solo hay hielo y un poco de musgo. Es un gran desierto de hielo. Imaginar que en otras épocas ahí hubo un gran bosque es impresionante”, dice Castañeda. Le pregunto si, de haber existido en aquel entonces, cree que nos habríamos lamentado por la pérdida de ese bosque, como hoy nos duele ver a la Antártica calentarse de nuevo. “Quizá”, responde tras una pausa. “Creo que lo que realmente nos incomoda es el cambio. Vivimos un poco en la nostalgia, pero nuestros barrios, nuestras casas, nuestros cuerpos cambian. ¿Por qué no lo haría la Tierra? ¿Por qué no lo harían los glaciares, que están formados de agua suspendida?”.
Hay pocas cosas más moldeables que el agua. “Tiene esa capacidad de transformarse, sublimarse, solidificarse. De moverse, como todo lo que existe. De encontrar siempre la salida y el lugar de la fluidez”. El agua dejará de ser glaciar y su vacío se sentirá como una ausencia de sonido en la cima del Santa Isabel. Pero a Castañeda le gusta pensar que podrá ser otra cosa.
El retiro del glaciar antecederá la aparición del páramo y del bosque andino. Musgos y líquenes serán los primeros en aferrarse al suelo helado, seguidos por frailejones y árboles de niebla. “Al final, la vida también es una renuncia permanente: a ciertos estados, a ciertas capacidades que cambian, por ejemplo, con el envejecimiento del cuerpo. Afrontar estas pérdidas es inevitable, pero también lo es recordar lo que hubo para volverlo a nombrar. Y creo que, en el fondo, se trata de eso: de nombrar las cosas”.
Cuerpos glaciares: ancestros hídricos de una extinción futura, nombra entonces para no olvidar: para recordar, en un intercambio con la montaña y con especialistas, en una reflexión donde la ciencia, la poética y el arte proyectan el estado frágil de un ecosistema sensible al cambio climático, que hubo un tiempo en el que un país de climas cálidos y sin estaciones, albergó el 45 % de los glaciares del trópico del mundo. Un tiempo en el que alzábamos la vista y veíamos picos vestidos de blanco, íbamos a conocer la nieve a Manizales y nuestros abuelos guardaban fotografías con el Nevado del Ruiz a sus espaldas.
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