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“Ser hija de la montaña”: historias de mujeres que cuidan los glaciares de El Cocuy

Desde el turismo de naturaleza, la investigación o la institucionalidad, muchas mujeres han enfocado su trabajo en las montañas de Colombia, de las cuales, dicen, se han enamorado. En la Sierra Nevada de El Cocuy o Güican, cada vez son más las que buscan unir esfuerzos para dar a conocer los glaciares de la región que, para finales de siglo, desaparecerán.

Catalina Sanabria Devia

02 de abril de 2025 - 12:15 p. m.
Mujeres en la Sierra Nevada de El Cocuy participando en los monitoreos de glaciares.
Foto: IDEAM

Edilsa Ibáñez nació en Güicán de la Sierra, en Boyacá, pero se crio lejos de la cabecera municipal. Creció en la región conocida como “Tierra Adentro”, la cual, cuenta, queda a nueve horas del centro poblado. En su hogar no había luz eléctrica. Tampoco se veían cercas de alambre o de púas porque a su padre no le gustaban. “Decía que eso no debería existir en un lugar tan hermoso”, recuerda Ibáñez. “Nuestras únicas cercas eran los ríos, las montañas y la niebla”.

La numerosa familia, de 13 hijos, empezó a buscar nuevas oportunidades de vida y terminó en ese territorio en el que Ibáñez conoció al oso andino, al puma, al tigrillo y a otras especies de fauna silvestre. Desde muy pequeña recorrió las montañas de la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán y, en particular, rememora sus primeros encuentros con el glaciar. A 4.600 metros sobre el nivel del mar, en el sitio conocido como Boquerón de Cardenillo, se cruzan varios de los caminos hacia las fincas. Allí, los campesinos se reunían a hablar y a compartir “mecato”.

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“Mientras tanto, yo miraba el glaciar Ritacuba Negro. La nieve era común para nosotros, pero el hielo glacial no. Eso fue lo que me hizo ir a explorar”. Ibáñez cuenta que amarró su caballo a una piedra y, movida por la curiosidad de la infancia, pues tendría unos diez años, fue corriendo hacia el pico nevado. “Creí que allá vivían los unicornios porque pensé que lo único que podía subir a ese punto era algo mágico”.

Aunque no sabe cuánto tiempo le tomó llegar, no se detuvo hasta lograrlo, no sintió cansancio porque su mente y su mirada se fijaron en ese brillo azul. En medio de su aventura, extravió una alpargata entre la nieve, la cual encontraría más tarde. De vuelta al Boquerón de Cardenillo, escuchó los gritos de su papá: “¡¿Qué hace por allá?!”. Cuando se encontraron nuevamente, Ibáñez sintió que esa voz enfadada era solo un “susurro”. “Valía la pena todo el regaño. Me enamoré del glaciar”, asegura.

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Desde que era pequeña, la mirada de Edilsa Ibáñez se enfocó en el azul glacial de la Sierra Nevada de Güicán.
Foto: IDEAM

La boyacense también recuerda que muchos turistas, sobre todo extranjeros, iban a la Laguna Grande de los Verdes y terminaban bajando a su casa, despistados por el espesor de la neblina. Su padre siempre les daba, sin costo, un plato de comida y una habitación donde dormir. En agradecimiento, los visitantes ofrecían pagar por esos servicios o, siquiera, para que la familia los guiara hasta los nevados. Así llegó el turismo; “nos buscó a nosotros”, resalta. Ibáñez acaba de cumplir 46 años y se dedica a dar a conocer estas “maravillas del país”, pues es guía intérprete ambiental.

Como ella, muchas otras mujeres dicen haberse enamorado de los glaciares y sienten una conexión especial con estos helados ecosistemas, tanto así, que han decidido enfocar en ellos su trabajo. A Diana Marcela Díaz, por ejemplo, aunque es de Bogotá y estudió Regencia de Farmacia, su interés por conocer más sobre los paisajes de Colombia la llevaron al municipio de Güicán, donde vive actualmente.

Cada vez más mujeres

En 2019, Díaz participó en un curso de buenas prácticas de ecoturismo, diseñado por Parques Nacionales Naturales y con el cual se capacitó para trabajar en el área protegida de El Cocuy. Durante años, la guía de interpretación ambiental ha llevado a muchos grupos de personas a explorar la Sierra Nevada, pero, en medio de ese proceso, se percató de una cuestionable realidad: la desigualdad de género en los servicios de turismo de la región.

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Tanto ella como Ibáñez han observado con preocupación que, de aproximadamente 300 guías de los municipios de El Cocuy y Güicán, al menos el 80 % son hombres. Hay apenas entre 35 y 40 mujeres que se dedican a esta labor. Sin embargo, en 2021, a Díaz se le presentó la oportunidad de empezar a transformar esa situación.

A Boyacá llegó el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM) junto a Jorge Luis Ceballos, el único glaciólogo del país. Su objetivo era realizar un monitoreo participativo en la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán, tal como el que ya habían adelantado en el Nevado del Tolima.

Lina Zuluaga, del Grupo de Monitoreo de Ecosistemas de Alta Montaña del IDEAM, explica que este ejercicio se enfoca en reconocer el paisaje, en “identificar los elementos que se deben transmitir a los visitantes para que subir nuestras montañas deje de ser solo una competencia deportiva”. Dentro de dicha apuesta, han diseñado “los senderos del cambio climático”, los cuales son señalizaciones de cómo los glaciares se han reducido con el paso de los años y sus bordes han retrocedido.

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En el marco de los monitoreos se han diseñado “los senderos del cambio climático”, para conocer el estado de los glaciares.
Foto: María Valentina Matiz Bernal

Díaz, quien siempre se ha interesado en la divulgación científica y seguía el trabajo de Ceballos desde hacia un tiempo, acudió al encuentro del instituto tan pronto cómo se enteró. Entre unos 15 participantes locales, ella era la única mujer. “Miré al auditorio, a donde invitamos a los guías de montaña, y me di cuenta de que había solo una mujer, que era Diana”, recuerda Zuluaga. “Entonces, realizamos una nueva convocatoria y acordamos que haríamos un recorrido exclusivamente con mujeres”.

Así, le propusieron a Díaz liderar este ejercicio de monitoreo, lo cual aceptó contenta. En total, 18 mujeres aplicaron a la convocatoria, muchas más de las que esperaban, por lo que se dividieron en dos grupos. Un equipo acompañó a Ceballos, mientras que el otro fue con Díaz y Zuluaga, quienes emprendieron la ruta de la Laguna Grande de la Sierra. Algunos cientos de metros antes de llegar al borde del glaciar del Pico Cóncavo, la guía y sus compañeras montaron una cámara de seguimiento, que fue donada por la glacióloga francesa Heidi Sevestre.

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“Debíamos realizar una suerte de obra civil. Tocaba romper unas piedras, instalar unos cables, hacer unas fijaciones… Y las mujeres de Boyacá, tan fuertes, estaban decididas a hacer ese trabajo. Fue muy emocionante y divertido”, rememora Zuluaga. Por su parte, Díaz recuerda con satisfacción cómo varias jóvenes pudieron explorar, por primera vez, la Sierra Nevada de Güicán, a pesar de haber crecido en ese territorio. A sus ojos, existe la idea de que “la montaña no es para las niñas”, pero historias de infancia como la de Ibáñez, o la de estas jóvenes que se aventuraron a participar en la iniciativa denominada “Mujeres a la Montaña”, demuestran lo contrario.

El anhelo de Díaz es seguir rompiendo prejuicios de género y que cada vez más mujeres se alíen para fortalecer su trabajo colectivo en la región. Organizaciones como Cumbres Blancas y su fundadora, Marcela Fernández, han apoyado ese propósito, llevando expediciones de alrededor de 20 personas, para las cuales han contratado a guías mujeres. Zuluaga también resalta la labor y trayectoria de la ingeniera geógrafa Yina Nocua, a quien describe como un “ícono”, pues fue la primera mujer en formar parte del equipo de glaciología del IDEAM.

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Glaciares: entre rituales y aprendizajes

Subir montañas y monitorear glaciares requiere un gran esfuerzo físico, aún más si después de varias horas de caminar es cuando verdaderamente empieza el “trabajo duro”. La funcionaria del IDEAM cuenta que, al hacer mediciones, alguien del equipo las anota, pero además se toman fotografías para confirmar al 100 % la información. “El cerebro trabaja de una manera diferente. Las condiciones son muy duras; por el clima y la falta de oxígeno es muy fácil equivocarse”, afirma Zuluaga. “Durante mucho tiempo se ha pensado que eso no es tarea para mujeres”.

Durante los monitoreos se debe realizar una suerte de obra civil: romper unas piedras, instalar cables, hacer unas fijaciones.
Foto: IDEAM

Saida Martínez es otra de las mujeres que está desafiando esos paradigmas de género. La ingeniera ambiental, que ha subido montañas desde hace aproximadamente diez años, le está siguiendo los pasos en glaciología a Jorge Luis Ceballos. En 2019 integró la red de monitoreo participativo en el Nevado del Tolima y el 25 de febrero de 2021 participó allí en la instalación de balizas, unos tubos delgados que sirven para medir el espesor del glaciar. También, por mucho tiempo, fue guía en el Parque Nacional Natural los Nevados y ahora es investigadora del instituto.

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Martínez concuerda con Zuluaga en que, al llegar al hielo, se debe tener la disposición y la energía necesaria para trabajar. Eso, asegura, le han enseñado los glaciares y las montañas, los cuales describe como su escuela, su templo, el lugar donde “puede ser ella misma”. Más allá de llegar a la cima y tomar datos, sus esfuerzos también se enfocan en mostrar las cualidades de los glaciares de Colombia, que son muy particulares. Al igual que los de Ecuador, Kenia, Tanzania Uganda e Indonesia, son conocidos como glaciares ecuatoriales.

Como explica Ceballos, parece una contradicción que en la franja ecuatorial existan estos glaciares, pues allí la radiación solar es muy intensa. En su libro Niñapájaroglaciar, la escritora Mariana Matija, quien tiene una maestría en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transición Ecosocial, los define como raros e improbables. “Son como esos animales endémicos que existen solo en una isla en medio del océano Pacífico y por eso casi cualquier cosa nueva es una amenaza para su existencia”.

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La Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán es uno de los territorios más importantes en cuánto a extensión de masa glacial en el país. El Zizuma, como le llama el pueblo indígena U’wa, es sagrado para estas comunidades que han ocupado parte de la sierra desde tiempos ancestrales. Desde muy pequeña, Ibáñez aprendió de ellas a “no afanar”, que el objetivo de transitar esos senderos no siempre debe ser alcanzar la cumbre, y que no se pueden dominar la naturaleza, ni las cimas de las montañas.

Al igual que los U’wa, la guía tiene un ritual cada vez que sube la montaña. “Nunca entro con mala energía ni con malos pensamientos”, asegura. “Me hago una limpieza con la trementina de los frailejones, que empieza por la cabeza, pasa por el corazón y baja hasta los pies”.

Una experiencia similar tuvo Díaz cuando conoció el glaciar Ritacuba Blanco en 2022. Ceballos la invitó a uno de sus monitoreos y, aunque ella sabía que se trataba de todo un reto, no dudó en acompañarlos. Subió junto al equipo del IDEAM con la mejor actitud, dispuesta a aprender y a colaborar. Al contarles a los demás que era su primera vez allí, la “bautizaron”: tomaron un poco de la nieve, que ella describe como milenaria, y se la pusieron en la cabeza. Cada vez que alguien sube a la sierra, dice la guía, es especial empaparse de lo que hay allí. “Es como ser hija de la montaña, de alguna manera”.

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Por Catalina Sanabria Devia

Periodista con interés en temas de género, medio ambiente y construcción de paz. Ha colaborado en medios como Rutas del Conflicto y Mongabay Latam. Ganadora del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (2022) y el Premio al Periodismo Social y Ambiental de Constructora Capital (2023).@catalina_sanabrlsanabria@elespectador.com
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