Arturo Cova, el narrador al que José Eustasio Rivera le dio voz en La vorágine, escribió: “Los mapas callan lo esencial. Nombran ríos que nadie ha navegado, selvas que nadie ha pisado, regiones donde la vida ha sido imposible”. Lo mismo piensa el biólogo Juan Carlos Benavides, quien recorrió más de 100 sitios en las tierras bajas del oriente colombiano —entre la Orinoquia y la Amazonia— para hacer precisamente lo que decía Cova: trazar el primer mapa de un ecosistema poco conocido en el país, las turberas, un tipo de humedal profundo donde se han acumulado miles de hojas durante siglos, y que cumplen un papel clave a la hora de regular el carbono en los ecosistemas, incluso mucho más que los bosques amazónicos.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
“Lo que pasa es que los bosques son mucho más aparentes. Las turberas, en cambio, están ocultas, en el interior de la tierra”, explica Benavides. Para comprender mejor su papel fundamental en el ecosistema, él explica que las hojas que se acumulan en su interior se convierten en materia orgánica con altísimos niveles de carbono, llamada turba. Según una publicación de 2022 del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, aunque las turberas cubren solo entre el 3 y 4 % de la superficie mundial, almacenan un tercio del carbono del suelo del planeta, estimado entre 450.000 y 650.000 millones de toneladas.
En 2010, dice Benavides, se pensaba que las turberas solo estaban presentes en regiones de América como Canadá, Perú y algunas zonas de la Patagonia. “Nadie imaginó que pudieran existir en la Amazonia”, afirma.
Germán Andrade, biólogo de la Universidad de los Andes y científico del Instituto Humboldt —quien no participó en el estudio—, explica que la presencia de turberas en la Amazonia y Orinoquia colombianas se debe a la confluencia de múltiples ecosistemas: sabanas, selvas húmedas, suelos de arena blanca y gran variedad geológica. Estas condiciones no encajan con los estereotipos de formación de turberas, que suelen asociarse con zonas planas y muy húmedas donde el agua permanece estancada durante siglos. “Que haya turberas allí demuestra que son mucho más diversas y adaptables de lo que se pensaba”, señala Benavides.
El trabajo de campo comenzó en 2020, en plena pandemia, mientras Benavides y su equipo intentaban construir relaciones con comunidades locales en Puerto López, Mitú, Puerto Lleras y Puerto Gaitán, incluidos pueblos indígenas huitotos y puinaves. “Al principio hubo desconfianza. Al mencionar que íbamos a analizar el carbono de estos ecosistemas, lo asociaron con proyectos que extraen carbón, lo que ha causado muchos conflictos ambientales en la región. Pero cuando explicamos que queríamos mapear humedales olvidados, confiaron en nosotros”, recuerda.
Una vez ganada la confianza, llegaron a los sitios a través de avión, lancha y carro. Las zonas eran remotas, solo accesibles con ayuda de las comunidades. A algunos, incluso, no pudieron acceder por enfrentamientos entre grupos armados y condiciones poco seguras para los científicos. “Pero era clave guiarnos por lo que nos dijeran los habitantes de esas zonas porque solo ellos sabían dónde estaban las turberas. Al fin y al cabo, son ecosistemas que cumplen un rol clave en su vida diaria: en época de sequía, por ejemplo, usan el agua estancada para alimentar y regar cultivos”, cuenta Benavides. Además, cada comunidad tiene mitos propios: algunas creen que estos humedales son mundos subterráneos donde habitan deidades.
Después de visitar un centenar de humedales, el equipo recolectó muestras de 39 núcleos de turba. Los análisis de laboratorio revelaron dos hallazgos clave: las turberas alcanzaban profundidades de entre 7 y 10 metros, y contenían entre 490 y 1.230 toneladas de carbono por hectárea (Mg C/ha), es decir, entre 4 y 10 veces más que un bosque amazónico promedio. En otras palabras, cada capa de turba almacenó hojas, raíces y restos durante siglos con una eficacia tal que hoy retienen hasta diez veces más carbono que un bosque en la superficie. Los resultados fueron publicados en la revista académica Environmental Research Letters.
Para construir el mapa, el equipo cruzó los datos de campo con observaciones satelitales que ayudaron a identificar zonas con alta humedad del suelo. “Buscamos sitios que estuvieran húmedos todo el año, con vegetación clave como el moriche, una palma amazónica que crece en humedales y tiene gran capacidad para capturar carbono”, explica Benavides.
En su exploración, el equipo identificó cuatro tipos principales de turbera. Las de bosques inundables, dominadas por árboles adaptados a suelos encharcados, y las de pantanos de palma —especialmente de Mauritia flexuosa— fueron las que más carbono almacenaron. También describieron dos subtipos de turberas de dosel abierto, con vegetación menos densa y comunidades más expuestas.
Pero uno de los hallazgos más llamativos fue la identificación de un tipo de turbera no descrito antes en Colombia: las de arena blanca. Estas se asocian a suelos extremadamente pobres en nutrientes y tienen una ecología muy distinta a las turberas amazónicas estudiadas en países como Perú. Podrían ser más comunes de lo que se pensaba y plantean nuevas preguntas sobre la diversidad ecológica de estos ecosistemas en el trópico.
Un ecosistema poco explorado
El ecólogo Patrick Nicolás Skillings es colega de Benavides. Han trabajado juntos en varias ocasiones y se cuentan entre los pocos expertos en Colombia que se han interesado por estos ecosistemas. De hecho, Skillings publicó un artículo en Journal of Environmental Management en abril de 2025 con el primer mapa nacional de las turberas de montaña, ubicadas en páramos y otros ecosistemas por encima de los 2.750 metros sobre el nivel del mar, caracterizados por su humedad y frío.
Skillings cuenta que les tomó cuatro años recorrer los lugares seleccionados para la toma de datos: la cordillera Oriental (con sitios como los páramos de Pisba, Sumapaz-Cruz Verde, Santurbán, almorzadero, Cocuy, Guantiva-La Rusia, Chingaza e Iguaque), la cordillera Central (con el Parque Nacional Los Nevados, Las Hermosas, Páramo de Chili y Barragán, Purace), la cordillera Occidental (con zonas altas de Antioquia como el Páramo del Sol), y Paramos en el departamento de Nariño (Doña Juana, Azufral, Galeras, y La Cocha). “Tuvimos el aval de investigacion con 14 parques nacionales y áreas protegidas que participaron en la investigación, lo que nos permitió establecer aproximadamente 2.000 puntos de verificación”, dice.
En cada sitio, el equipo midió hasta 40 centímetros de profundidad de turba. También compararon la información recolectada en campo con imágenes satelitales, y el resultado fue contundente: de los 4,8 millones de hectáreas analizadas, las turberas de montaña ocupaban entre 225.000 y 250.000 hectáreas. Esa área supera el tamaño de Bogotá, o sería como si el páramo de Sumapaz se multiplicara por tres y todavía quedara espacio para localidades completas como Suba. Pero lo más sorprendente fue la cantidad de carbono que estas turberas pueden almacenar: “entre 366 y 407 teragramos (Tg) de carbono, es decir, entre 366 y 407 millones de toneladas”, dice Skillings. Para dimensionarlo, es lo que emitirían todos los carros del país si circularan sin parar durante más de 80 años.
En el estudio, identificaron cinco tipos de turbera: las herbazales; las arbustales; las cojín, más escasas por ubicarse a 4.000 metros de altitud, pero claves en la acumulación de turba; las de un género del musgo llamado Spaghnum, reconocibles por ser fosforescentes; y las de potrero, que son una categoría de perturbación únicamente relacionada con la ganadería, donde la vegetación ha sido degradada.
Por tipo de vegetación, distinguieron las turberas de arbustales y herbáceas, cubiertas por árboles adaptados a suelos saturados, y las abiertas o herbáceas, dominadas por vegetación baja, típicas de depresiones y valles en los páramos.
La importancia de la preservación
Benavides y Skillings coinciden en una conclusión: es urgente conservar estos ecosistemas. “Mientras los bosques cubren el 52 % del territorio colombiano, las turberas de montaña representan apenas el 0,2 %, pero acumulan casi 13 veces más carbono por hectárea que los bosques del país”, afirma Skillings.
Benavides resalta que, durante sus expediciones en la Amazonia y Orinoquia, encontró comunidades comprometidas con la protección de estos lugares. “Muchas ya tienen iniciativas para restaurar el moriche y conservar las turberas”, explica. Sin embargo, también detectaron vacíos urgentes por resolver, como las amenazas por deforestación y drenaje.
“El mapa era necesario porque, al saber dónde están, podemos monitorear sus dinámicas: ¿cómo se deforestan?, ¿qué tanto las drenan para volverlas agrícolas?, ¿cómo afecta eso a la biodiversidad?”, se pregunta Benavides. Skillings agrega que drenar estos ecosistemas compromete seriamente su capacidad de almacenamiento de carbono durante miles de años, que podría contribuir al calentamiento global.
Ambos coinciden en que, si bien en Colombia existen normas para proteger humedales, no hay regulaciones específicas para las turberas. “Si no existen en el mapa oficial del país, no se pueden regular”, subraya Skillings. “Por ejemplo, si las comunidades que restauran moriche tuvieran respaldo normativo e incentivos para seguir haciéndolo, podrían replicar esas prácticas con más frecuencia y sumar a otros”.
José Eustasio Rivera también escribió en La vorágine: “¿Y qué sabemos nosotros del fondo de estas tierras? Nada. Es como si camináramos sobre un abismo cubierto de hojas”. Ese desconocimiento, coinciden Skillings y Benavides, también aplica a las turberas. “Han sido ecosistemas invisibilizados”, afirma Skillings. “Es fácil ver un árbol, pero la turba está oculta bajo el suelo”, puntualiza Benavides. “Tiene un enorme potencial que sigue sin ser reconocido. Por eso, el primer paso para protegerlas es hablar de ellas”.