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Todos hemos escuchado alguna vez del importante sistema inmunológico. Es esa red de defensa que nuestro cuerpo despliega rápida y efectivamente cuando encuentra una amenaza específica, como virus o bacterias. Y en ese gran “ejército”, los linfocitos son los mejores soldados. Se trata de las células encargadas de reconocer y combatir patógenos.
Pero estos soldados no nacen expertos. Deben pasar por un entrenamiento en los llamados órganos linfoides primarios. En los mamíferos, por ejemplo, las células T (un tipo de linfocito) se preparan en el timo, un órgano que se encuentra cerca del corazón y detrás del esternón; mientras que las células B, otro tipo de linfocito, se entrenan en la médula ósea, en el interior de los huesos. Allí, cada una desarrolla receptores únicos capaces de identificar fragmentos específicos de virus o bacterias. Este proceso se llama recombinación somática, y es como si cada célula B o T recibiera una llave distinta para abrir una cerradura (el antígeno) específica.
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Luego, si superan unas pruebas de tolerancia —que aseguran que no ataquen al propio cuerpo—, están listas para entrar en acción. Pero hay un problema: como hay tanta variedad de llaves (receptores), solo unas pocas células podrán reconocer el antígeno correcto cuando una infección real aparece. En palabras un poco más simples: es como tener millones de llaves distintas, pero solo unas pocas sirven para abrir la cerradura exacta del microbio que entra. La mayoría no encajan, pero si alguna sí lo hace, se activa y empieza la respuesta defensiva.
Por eso existen los órganos linfoides secundarios, como el bazo, los ganglios linfáticos o las placas de Peyer en el intestino. Son como centros de encuentro: ahí se reúnen las células B, las células T y los fragmentos del patógeno, lo que permite que esas pocas células capaces de reconocer al enemigo se activen, se multipliquen y coordinen la defensa del cuerpo.
Todo funciona perfecto y coordinado. Ahora bien, ¿cómo hacen los animales que no tienen ganglios linfáticos, como los tiburones? Esa fue justamente la pregunta que se hicieron los científicos al estudiar al tiburón nodriza, un pez cartilaginoso que ha conservado desde hace 450 millones de años una forma primitiva, pero efectiva de inmunidad adaptativa. Sabíamos que su bazo funcionaba como centro de activación inmune, con estructuras similares a las de los mamíferos. Pero un nuevo hallazgo publicado en The Journal of Immunology mostró algo que los científicos no esperaban: el páncreas del tiburón también actúa como un órgano inmunitario.
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Mediante técnicas modernas de imagen y análisis molecular, se descubrió que el páncreas contiene folículos de células B que se activan tras la exposición a un antígeno. Incluso se detectó la producción de anticuerpos específicos allí. Es decir, este órgano digestivo también participa directamente en la defensa del cuerpo del tiburón, como si fuera un cuartel militar adicional. Los autores creen que este descubrimiento cambia la forma en que entendemos la evolución del sistema inmune. Nos muestra que, aunque los tiburones no tengan ganglios, han encontrado otras formas de organizar su respuesta inmune. Y abre la puerta a pensar que, en muchas otras especies, podrían existir “órganos inmunes invisibles” aún por descubrir.
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