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La mayoría conocemos el nombre Yonaguni por la canción de Bad Bunny: “Dime dónde tú estás, que yo por ti cojo un vuelo y a Yonaguni le llego”.
Gracias a ella, las búsquedas en Google sobre esta isla japonesa se dispararon: el clásico efecto de “googleo, luego existo”. Yo también lo hice. Pero, tal vez, pocos imaginan que esta remota isla japonesa, cuyo nombre resuena en las fiestas, es también la puerta de entrada a uno de los misterios subacuáticos más fascinantes del planeta.
Yonaguni es la isla más occidental de Japón, más cerca de Taiwán que al resto del archipiélago japonés. Desde sus colinas, en días despejados, pueden verse las montañas taiwanesas. Por eso la llaman “el último atardecer de Japón”: allí el Sol se despide más tarde que en cualquier otro punto del país.
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Llegar no es sencillo. Yo volé casi 3 horas desde Osaka, en el corazón de la isla principal de Japón, hasta Ishigaki, al extremo sur en el archipiélago de Okinawa, y desde allí tomé otro vuelo de media hora hacia el occidente, hasta llegar a Yonaguni.
Imaginé una isla turística, llena de bares y buceadores, el cliché de una isla caribeña, pero encontré todo lo contrario. Yonaguni es silenciosa, respetuosa, profundamente japonesa. No se escucha música alta ni se ven multitudes; apenas algunos pescadores, buzos y locales que saludan con una sonrisa tímida.
Encontrar alojamiento fue una odisea. Los buscadores y las plataformas en internet mostraban todo agotado. Por suerte, el centro de buceo que había contactado, Marlin Dive Center, me ayudó. Ellos no hablaban inglés, pero con paciencia y la inestimable ayuda de traductores automáticos, lograron conseguirme una habitación en una modesta pensión local. Aquello sería solo el comienzo de una serie de gestos de la amabilidad okinawense.
Yonaguni es pequeña: pocos taxis, un bus que pasa dos o tres veces al día y casi ningún turista occidental, o, al menos, yo no me crucé ninguno. El tamaño de Yonaguni es de unos 28 km cuadrados, eso es más o menos la mitad de la isla de San Andrés, en Colombia.
Durante mis tres días en la isla, cada interacción requería una dosis de creatividad lingüística. La primera noche, sin cena ni opciones, terminé en el izakaya más cercano a mi alojamiento, una de esas tabernas japonesas donde se come y se bebe. Allí, las sonrisas y el Awamori, el licor típico de Okinawa, rompieron cualquier barrera idiomática.
A la mañana siguiente me recogieron para bucear. Me sorprendió que, en una isla tan remota, llegaran en un auto moderno, automático y deportivo, más propio de Tokyo que de un rincón perdido en el Pacífico. En el grupo éramos catorce: unos jóvenes, una pareja de buceadoras experimentadas, un coreano y yo, los únicos extranjeros. El centro contaba con excelentes instalaciones: duchas calientes, equipos en perfecto estado y un barco espacioso. Yo era la única persona que no hablaba japonés, pero eso también formaba parte del encanto. A veces la intuición reemplaza las palabras: basta observar y seguir el flujo del grupo.
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El primer punto de inmersión fue el Double Arch, ubicado en lo que llaman el Mar de China Oriental, un paraíso de corales con visibilidad superior a los 40 metros. El azul era hipnótico, había muchos peces tropicales que nadaban sin cesar entre formaciones infinitas. Era mi inmersión de prueba para saber si podía ir al siguiente punto de buceo. Yo me dediqué a disfrutar de cada una de las criaturas que encontraba: escuelas de peces mariposa, peces cirujanos y algunos peces loros que se dedicaban a mordisquear corales duros para alimentarse de las algas microscópicas.
Al salir del agua, presencié una genialidad japonesa: bajo el agua perdemos calor unas 25 veces más rápido que en el aire, por eso usamos trajes de neopreno. Al regresar al bote, los trajes empapados de agua salada y el viento se hacen incómodos. Los buzos japoneses lo han solucionado vertiendo agua caliente dentro de los trajes que cargan en unas neveras portátiles; un invento que todo el mundo del buceo debería adoptar.
El segundo punto de inmersión fue el momento más esperado: las ruinas submarinas de Yonaguni, el motivo de mi travesía. A pesar de la lluvia y el viento que azotaban el barco, nos lanzamos al agua. Y allí estaban, majestuosas: enormes terrazas y muros de piedra tan perfectos que cuesta creer que sean naturales. Era imposible no pensar en una ciudad perdida, un “Machu Picchu submarino”. No hay corales ni peces numerosos en este punto, solo una vasta ciudad dormida bajo el mar.
Los expertos aún discuten si estas formaciones son naturales o producto de una civilización antigua. Recorrerlas es navegar por un laberinto de terrazas y pasajes silenciosos. De pronto, el silencio del fondo fue interrumpido por una corriente inesperadamente fuerte que nos empezó a arrastrar; los buzos se sujetaban de las superficies, y yo los imitaba sin entender del todo lo que sucedía. ¿Qué pasaría si la corriente me arrojaba a mar abierto?, me preguntaba. ¿O si me hundía peligrosamente rápido? Cuando por fin me dejé llevar, comprendí que esto era parte del recorrido.
En medio de esa corriente, algo raro sucedió: una gran silueta cruzó entre nosotros. Pensé que la premonición se había hecho realidad y que era un buzo siendo arrastrado hacia el fin, hasta que vi desplegar sus alas: una mantarraya gigante cruzaba las ruinas con elegancia, impulsada por la misma corriente que nos movía. Fue sublime, el tipo de encuentro que justifica cualquier viaje. Al salir del agua solo pude exclamar “Sugoi desu ne!” (¡Increíble!, ¿verdad?).
Al día siguiente regresé a las ruinas, pero esta vez practicando lo que llaman skin diving, una mezcla entre apnea y esnórquel: uno bucea aguantando la respiración, sin tanque, solo con aletas y máscara para observar la vida marina de cerca. Descender a pulmón libre, sin burbujas ni el ruido del regulador, permite sentir el lugar de otra manera.
En una de mis inmersiones, mientras me deslizaba sobre una terraza, levanté la vista y me encontré frente a frente con un tiburón de puntas blancas (Triaenodon obesus). Sentí un respeto expectante. Era la primera vez que me encontraba un tiburón de ese tipo a unos 20 metros de profundidad. Permanecí quieto, observándolo, cuidadoso de que ningún movimiento brusco lo alterara, hasta que la flotabilidad me llevó lentamente hacia la superficie, agradecido profundamente por ese instante de coexistencia.
Ese día, más tarde, dejé Yonaguni de regreso a Ishigaki. Sentí cómo el alma se me hinchaba de gratitud. Allí me esperaba otra costa llena de rostros amables, pero mi corazón ya cargaba el peso de una experiencia imborrable. Introspectivo más tarde, me preguntaba ¿por qué buceo? Tengo varias respuestas, una de ellas es porque me permite acercarme a la vida marina de una forma que de otro modo sería imposible y, con eso, pienso que me permito cultivar la sensibilidad por la vida, algo hoy cada vez más ausente.
Este viaje inició con una chispa: una canción que encendió la curiosidad y me llevó a un punto remoto. Yonaguni no es solo un enigma geológico ni un verso de reggaeton; es el eco vibrante de lo desconocido. Nos recuerda lo pequeño que somos ante la inmensidad de la Tierra, y que aún quedan misterios que desafían nuestro entendimiento. Allí, bajo las olas, la magia de la exploración se convierte en un acto de reverencia, y uno entiende que el verdadero viaje es hacia el asombro y la conexión con la vida.
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