Colombia es un país reconocido por su biodiversidad. Aunque la Amazonia suele llevarse el protagonismo, los Andes también albergan una riqueza ecológica extraordinaria. Sin embargo, solo el 40 % de sus ecosistemas conserva su cobertura original; el resto ha sido transformado por actividades humanas como la ganadería, la agricultura o la expansión urbana.
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Con esto en mente, más de una decena de científicos que viven en el Reino Unido decidieron venir a Colombia para entender cómo estos cambios afectan a especies clave para los ecosistemas. Durante casi un año, recorrieron varias zonas de la cordillera oriental de los Andes para observar de cerca el impacto de la deforestación en tres grupos biológicos fundamentales: las orquídeas, los escarabajos coprófagos y las aves.
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El estudio fue publicado hace unas semanas en la revista científica Global Change Biology y, para llevarlo a cabo, los investigadores recorrieron 32 sitios con diferentes niveles de transformación del paisaje, desde bosques naturales bien conservados hasta zonas agrícolas, pastizales y fragmentos de bosque regenerado. Una parte sustancial de las zonas estudiadas hacían parte de las llamadas OMEC, (Otras Medidas Efectivas de Conservación basadas en Áreas), como reservas campesinas, predios de la sociedad civil y parques municipales, que hoy hacen parte de las estrategias de conservación nacional.
“Colombia sigue siendo la joya de la corona en biodiversidad”, dice Edicson Parra, biólogo colombiano, experto en orquídeas y primer autor del estudio. “Tenemos el mayor número de especies de aves y orquídeas en el mundo. Tenemos glaciares, llanos, tres cordilleras, dos valles interandinos, desiertos, Amazonia [...] un sistema excepcionalmente bueno para estudiar evolución y resiliencia”.
Parra explica que el equipo quiso entender qué estaba ocurriendo en los pequeños fragmentos de bosque que muchos campesinos han conservado como reservas. “Desde el Ministerio de Ambiente se ha dicho que ya protegimos el 30 % del territorio, pero cuando uno desglosa eso, ve que apenas un 10 % corresponde a Parques Naturales. El otro 20 % está en manos de comunidades rurales. Nos interesaba ver el valor ecológico real de esos parches que antes fueron potreros y hoy son pequeños bosques que bordean la frontera agrícola”.
La elección de aves, escarabajos y orquídeas no fue aleatoria. Las aves son sensibles a la fragmentación del paisaje y permiten evaluar la conectividad entre hábitats. Los escarabajos coprófagos cumplen funciones cruciales en los suelos: remueven y descomponen el estiércol y reciclan nutrientes. Las orquídeas, especialmente las epífitas –plantas que crecen sobre otros vegetales–, dependen de condiciones microclimáticas del bosque y desaparecen rápidamente cuando este se degrada.
Para llevar a cabo su investigación en esos tres grupos, utilizaron una herramienta innovadora para la ecología llamada zeta-diversidad, que les permite —a diferencia de las usadas tradicionalmente— analizar cuántas especies se repiten entre múltiples sitios al mismo tiempo. Al implementarla, les permitió ver no solo cuántas especies hay, sino también cómo están distribuidas, cuánto se parecen las comunidades entre sí y qué tan fragmentado está el ecosistema.
“Es como si tuvieras varios círculos que se intersecan”, explica Parra. “Las especies que aparecen en las intersecciones son las más comunes, las que toleran más los cambios. Pero la mayoría solo aparecen en uno o dos lugares. Esas son las especies raras. Las más sensibles. Y las que están en mayor riesgo”.
Durante las expediciones, los investigadores registraron 206 especies de aves, 47 especies de escarabajos coprófagos y 157 especies de orquídeas. “Y en tan poco tiempo encontramos una gran diversidad. Identificamos 11 tipos nuevos de orquídeas que no estaban descritos para la ciencia. Y muchas de ellas aparecían solo en uno o dos sitios”, dice Parra.
Las orquídeas, las más sensibles
Los hallazgos fueron distintos para cada grupo. Las orquídeas, por ejemplo, fueron el grupo más sensible a la transformación del paisaje. En los sitios más intervenidos, la mayoría estas plantas solo estaban presentes en uno o dos lugares, lo que indica una baja conectividad ecológica y una gran vulnerabilidad.
“Cada bosque campesino tenía orquídeas únicas, irrepetibles. Si se pierde ese fragmento, se pierde esa diversidad. Podría ser una extinción local que, en muchos casos, equivale a una extinción global”, dice Parra. Además del valor ecológico, señala que cada orquídea representa una cápsula genética con potenciales usos medicinales, cosméticos y culturales. “También son parte del arraigo de las comunidades. La gente sabe qué orquídeas hay en su zona y se identifica con ellas”.
En el caso de los escarabajos coprófagos, que son los encargados de recircular las heces de los animales en el suelo (“algo así como los ingenieros de fertilidad”, dice Parr), los autores observaron que algunas especies comunes persistieron en zonas transformadas, pero la diversidad compartida entre sitios cayó drásticamente. “Cuando desaparecen, los campesinos tienen que intervenir el suelo de otras formas”. En los potreros y cultivos, la pérdida de estos insectos podría estar afectando la salud del suelo a largo plazo.
Las aves mostraron mayor resiliencia. Muchas especies dominantes aparecían en varios sitios, incluso en zonas deforestadas. “Pero eso no significa que estén bien”, advierte Parra. “Las aves pueden volar e ir de un lugar a otro. Las orquídeas y los escarabajos no tienen esa posibilidad. Por eso, no podemos hacer estrategias de conservación pensando solo en un grupo”.
Uno de los hallazgos más contundentes fue que los sitios más transformados presentaban curvas de zeta-diversidad mucho más pronunciadas. Esto, en términos sencillos, significa que había menos especies compartidas entre sitios y más fragmentación biológica. En contraste, en los bosques naturales, la estructura de las comunidades era más estable, con especies ampliamente distribuidas y mayor cohesión ecológica. Esta diferencia sugiere que, cuando el paisaje se degrada, los ecosistemas dejan de comportarse como redes interconectadas y empiezan a parecerse más a islas biológicas aisladas entre sí.
Parra explica que una de las conclusiones más contundentes tuvo que ver con el hecho de que no se trata solo de cuántas especies hay en un ecosistema, sino de cómo están organizadas en el espacio. Si cada fragmento de bosque alberga una comunidad única, su desaparición implica perder una pieza singular del rompecabezas ecológico. De hecho, el estudio mostró que en las zonas transformadas las especies más raras —como muchas orquídeas y escarabajos— desaparecían por completo de los patrones compartidos, mientras que en los bosques conservados todavía persistían. “Estos datos nos permiten anticipar dónde se están rompiendo los vínculos ecológicos”, anota Parra. “Y eso es clave para tomar decisiones”.
La zeta-diversidad, entonces, no solo cuantifica la biodiversidad, sino que permite entender cómo se reorganizan las comunidades a medida que el paisaje cambia. “Estamos perdiendo tanto especies raras como comunes”, resume Parra. “Y aunque algunas resisten más, como ciertas aves, eso no quiere decir que todo esté bien. Necesitamos entender que conservar la biodiversidad no es solo poner cercas alrededor del bosque, sino mantener conexiones vivas entre los fragmentos”.
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A lo largo del estudio, los investigadores caminaron por potreros que ahora son bosques jóvenes, instalaron cámaras, escucharon cantos de aves antes del amanecer y revisaron cada árbol en busca de orquídeas diminutas que, en muchos casos, no estaban descritas para la ciencia. “Buena parte de la biodiversidad que aún queda en los Andes está en esos pedazos que los campesinos decidieron no tumbar. Ahí es donde debemos mirar”, puntualiza Parra.
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