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Día Mundial del Clima: la civilización y el peligro de su extinción

Uno de los ensayos de “El libro del clima” (2022), en Colombia con el sello editorial Lumen, a propósito del día en que se llama la atención sobre el tema.

Elizabeth Kolbert * / Especial para El Espectador

26 de marzo de 2024 - 10:00 a. m.
La más reciente alarma por el clima fue el verano más caluroso que se haya registrado en la playa de Copacabana, en Río de Janeiro (Brasil). Allí hubo una sensación térmica por encima de los 60 grados celsius, y luego el último día del verano estuvo marcado por una densa niebla que cubrió todo el litoral. La Organización Meteorológica Mundial (OMM) confirmó que 2023 fue el año más cálido en los 174 años en que se tienen registros, causando unos efectos que han convertido el cambio climático en "el desafío esencial de la humanidad".
Foto: EFE - André Coelho
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El inicio de esta historia está envuelto en el misterio. Hace unos doscientos mil años, en África, evolucionó una nueva especie de hominino; nadie sabe en qué lugar exacto y tampoco quiénes fueron sus ancestros inmediatos. Los miembros de esa especie, a los que ahora llamamos «humanos anatómicamente modernos», u Homo sapiens, o simplemente nosotros mismos, se distinguían por sus cráneos redondeados y sus barbillas puntiagudas. Tenían una complexión más ligera que sus parientes y dientes más pequeños. Aunque físicamente no eran muy atractivos, al parecer poseían una inteligencia excepcional. Producían herramientas que, al principio, fueron rudimentarias, pero poco a poco se hicieron más sofisticadas. Podían comunicarse, no solo a través del espacio, sino también del tiempo. Podían vivir en climas muy diferentes y, quizá lo que es igual de importante, adaptarse a dietas distintas. Si la caza abundaba, cazaban; si había mariscos disponibles, eso consumían.

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Estamos en el Pleistoceno, una época de glaciaciones recurrentes en la que buena parte del mundo estaba cubierta de inmensos casquetes glaciares. Sin embargo, hace unos ciento veinte mil años —quizá antes—, nuestra especie, que ya no era tan nueva, empezó a desplazarse hacia el norte. Llegaron a Oriente Próximo hace unos cien mil años, a Australia hace unos sesenta mil, a Europa hace unos cuarenta mil y a América hace unos veinte mil. En algún punto intermedio —probablemente en Oriente Próximo—, el Homo sapiens se topó con sus primos más robustos, el Homo neanderthalensis. Los humanos y los neandertales mantuvieron relaciones sexuales —es imposible afirmar si de manera consensuada o forzada— y tuvieron hijos. Al menos algunos de ellos debieron de sobrevivir lo bastante para tener a su vez hijos, y así ocurrió de forma sucesiva a lo largo de las generaciones, porque en la actualidad la mayor parte de los pueblos del planeta poseen algunos genes neandertales. Entonces, sucedió algo, y los neandertales desaparecieron. Quizá los humanos acabaron con ellos de un modo activo, o puede que los superasen compitiendo entre sí. O tal vez, según la hipótesis reciente de unos investigadores de la Universidad de Stanford, los humanos era portadores de enfermedades tropicales a las que sus primos, más adaptados al frío, no lograron hacer frente. En cualquier caso, es casi seguro que los humanos estuvieron implicados en lo que les sucedió a los neandertales, fuera lo que fuera. Como me dijo una vez Svante Pääbo, un investigador sueco que dirigía el equipo que descifró el genoma de los neandertales, «su mala suerte fuimos nosotros».

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La aventura de los neandertales acabaría siendo de lo más anodina. Cuando los humanos llegaron a Australia, era el hogar de un conjunto de bestias sumamente grandes; entre ellas, leones marsupiales, que, a igual peso, tenían el mordisco más potente de cualquier mamífero conocido; Megalania, los mayores varanos del mundo, y los diprotodontes, también llamados a veces wómbats rinoceronte. A lo largo de los miles de años siguientes, estos animales desaparecieron. Cuando los humanos llegaron a Norteamérica, había allí un zoológico de animales de gran tamaño, que incluía mastodontes, mamuts y castores que alcanzaban los dos metros y medio y los noventa kilos. También se extinguieron. Lo mismo sucedió con los gigantes de Sudamérica —enormes perezosos, gigantescos animales similares a armadillos llamados gliptodontes y un género de herbívoros del tamaño de rinocerontes denominados Toxodon—. La pérdida de tantas especies de gran tamaño en un periodo tan corto (desde un punto de vista geológico) fue un fenómeno tan espectacular que no pasó por alto en la época de Darwin. «Vivimos en un mundo zoológicamente empobrecido, del que han desaparecido en los últimos tiempos las formas de vida más enormes, feroces y extrañas», observaba el rival de Darwin, Alfred Russel Wallace, en 1876.

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Desde entonces, la causa de la denominada extinción de la megafauna ha sido objeto del debate científico. Ahora sabemos que se produjo en momentos diferentes en los distintos continentes, y que el orden en que se extinguieron esos animales corresponde a aquel en que aparecieron los colonos humanos. En otras palabras, «su mala suerte fuimos nosotros». Investigadores que han creado modelos de los encuentros entre los seres humanos y la megafauna han hallado que, incluso si las bandas de cazadores solo cazaban un mamut o un perezoso gigante una vez al año, a lo largo de varios siglos eso habría bastado para llevar a esas especies de reproducción lenta al borde del abismo. John Alroy, profesor de Biología en la Universidad Macquarie, en Australia, ha descrito la extinción como «una catástrofe ecológica instantánea desde el punto de vista geológico, pero demasiado gradual para que quienes la desencadenaron pudieran advertirla».

Entretanto, los seres humanos siguieron extendiéndose. La última gran masa de tierra colonizada por ellos fue Nueva Zelanda, a la que los polinesios llegaron alrededor de 1300, probablemente procedentes de las islas de la Sociedad. En aquel tiempo, en las islas Norte y Sur de Nueva Zelanda había nueve especies de moa, un ave similar al avestruz que alcanzaba casi el tamaño de una jirafa. Al cabo de pocos siglos, todos los moas habían desaparecido. En este caso, la causa de su extinción está clara: fueron masacrados. En maorí hay un refrán que reza Kua ngaro I te ngaro o te moa, que traducido viene a ser «Perdido como se perdieron los moas».

Cuando a finales del siglo xv los europeos empezaron a colonizar el mundo, el ritmo de la extinción se incrementó. En 1598, los marineros neerlandeses vieron por primera vez un dodo, originario de la isla Mauricio; en la década de 1670, había desaparecido. Es probable que ello se debiese en parte a la caza, pero también a la introducción de otras especies. Allá adonde los europeos iban, llevaban consigo ratas; en este caso, las ratas de los barcos. También, con frecuencia a propósito, introducían otros depredadores, como gatos y zorros, que perseguían a muchas especies a las que las ratas dejaban en paz. Desde la llegada de los primeros colonos europeos a Australia, en 1788, docenas de animales han sido exterminados por especies invasoras, entre ellas el ratón saltador de orejas grandes, que acabó diezmado por los gatos, y el ualabí oriental, que probablemente fuera también víctima de los gatos. Desde que los británicos colonizaron Nueva Zelanda, alrededor de 1800, se han extinguido unas veinte especies de aves, entre ellas el pingüino de Chatham, el rascón de Dieffenbach y el chochín de Stephens. En un estudio reciente publicado en la revista Current Biology se ha calculado que, para que la diversidad aviaria de Nueva Zelanda volviera a los niveles anteriores a la colonización humana, harían falta cincuenta millones de años de evolución.

Bastaron herramientas relativamente simples —garrotes, barcos de vela, mosquetes— y unas cuantas especies invasoras muy fecundas para provocar tales daños. Luego llegó la matanza mecanizada. Hacia finales del siglo XIX, cazadores armados con escopetas de barca, capaces de disparar unos cuatrocientos cincuenta gramos de perdigones de un solo tiro, lograron acabar con la paloma migratoria, un ave de Norteamérica que, en su momento, había llegado a los miles de millones de ejemplares. Alrededor de la misma época, cazadores que disparaban desde trenes se las arreglaron para exterminar casi por completo el bisonte americano, una especie tan abundante en su día que sus manadas se describían como «más densas que… las estrellas en el firmamento».

Nuestra arma más peligrosa demostró ser la modernidad y su fiel compañero, el capitalismo tardío. En el siglo XX, el efecto de los humanos empezó a aumentar, no de forma lineal, sino exponencialmente. Las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial constituyeron un momento de crecimiento sin precedentes de la población, por un lado, y del consumo, por el otro. Entre 1945 y 2000 se triplicó el número de personas en el mundo. En el mismo periodo, el consumo de agua se cuadruplicó, el de capturas de peces marinos se multiplicó por siete y el consumo de fertilizantes, por diez. La mayor parte del crecimiento de población se dio en el llamado sur global. La mayor parte del consumo fue impulsada por EE. UU. y Europa.

La Gran Aceleración, como suele llamársela, transformó el planeta de manera radical. Según ha observado el historiador medioambiental J. R. McNeill, no es que las personas estuvieran haciendo nada nuevo exactamente; solo hacían mucho más de lo mismo. «A veces, las diferencias de cantidad pueden convertirse en diferencias de calidad —escribe McNeill—. Eso sucedió con el cambio ambiental en el siglo XX». A principios de dicha centuria, la agricultura ocupaba unos ocho millones de kilómetros cuadrados en todo el mundo. Ya entonces, las personas llevaban unos diez mil años dedicándose a la agricultura. Hacía tiempo que la mayor parte de los grandes bosques europeos habían sido talados, y los bosques y las praderas de EE. UU. también habían desaparecido en su mayor parte. A finales del siglo estaban cultivándose más de quince millones de kilómetros cuadrados, es decir, en menos de diez décadas los humanos araron tanta tierra como en los diez milenios anteriores. La expansión supuso talar grandes extensiones de las pluviselvas amazónica y de Indonesia, zonas que ocupaban puestos altos en la lista de «focos de biodiversidad». No se sabe el número de especies que se perdieron en el proceso; probablemente, muchas de ellas se esfumaron antes de que se las identificase siquiera. Entre los animales cuya desaparición sí se conoce están el tigre de Java, ya extinguido, y el guacamayo de Spix, extinguido en libertad.

Los humanos no empezaron a usar combustibles fósiles en el siglo XX —los chinos ya quemaban carbón en la Edad del Bronce—; no obstante, a todos los efectos, fue entonces cuando se creó el problema del cambio climático. En 1900, las emisiones acumuladas de CO2 supusieron un total de 45.000 millones de toneladas. En 2000, esa cifra era de 1.000 gigatoneladas, y desde entonces se ha incrementado hasta unas espeluznantes 1.900 gigatoneladas. La proporción de la flora y la fauna que sobrevivirá en un mundo que se calienta rápidamente es una de las grandes cuestiones —quizá la más importante— de nuestro tiempo.

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La mayoría de las especies que existen en nuestros días han sobrevivido a varias glaciaciones; sin duda, lograron subsistir con temperaturas globales más frías, pero no está claro si sobrevivirán con temperaturas más cálidas; hace millones de años que el mundo no ha sido mucho más cálido de lo que lo es hoy. Durante el Pleistoceno, incluso los animales más pequeños, como los escarabajos, migraron cientos de kilómetros debido al clima. En la actualidad, innumerables especies están de nuevo migrando; pero a diferencia de lo que ocurría durante las glaciaciones, su camino queda con frecuencia entorpecido por ciudades, autopistas o plantaciones de soja. «Sin duda, lo que sabemos de su reacción en el pasado tendrá escaso valor para predecir reacciones futuras al cambio climático, ya que hemos impuesto restricciones completamente nuevas a la movilidad [de las especies] —ha escrito Russell Coope, un paleoclimatólogo británico—. De la forma más inoportuna, hemos movido los palos de la portería y cambiado por completo las reglas del juego».

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Desde luego, también hay muchas especies que simplemente no pueden trasladarse. En 2014, investigadores australianos llevaron a cabo un estudio detallado de Bramble Cay, un minúsculo atolón en el estrecho de Torres. El cayo albergaba una especie propia de roedor, un animal similar a la rata denominado Melomys rubicola, el único mamífero del que se sabía que era endémico de la Gran Barrera de Coral. Como debido al ascenso del nivel del mar el tamaño del cayo estaba reduciéndose, los investigadores querían saber si Melomys seguía allí. No era así, y en 2019 el Gobierno australiano declaró al animal extinguido. Fue la primera extinción documentada atribuida al cambio climático, aunque casi con seguridad otras muchas no registradas la habían precedido.

Los propios arrecifes de coral son muy vulnerables al cambio climático. Los corales que construyen los arrecifes son minúsculos animales gelatinosos; su color se debe a unas algas simbióticas aún más pequeñas que viven en sus células. Cuando la temperatura del agua aumenta bruscamente, la relación simbiótica entre los corales y las algas deja de funcionar. Los corales expulsan las algas y emblanquecen; es lo que se denomina «blanqueamiento» del coral. Sin sus simbiontes, los corales pasan hambre; si el episodio dura poco, logran recuperarse, pero las temperaturas oceánicas están subiendo con rapidez, y los fenómenos de blanqueamiento son cada vez más prolongados y frecuentes. Un estudio realizado por un equipo de investigadores australianos en 2020 halló que la extensión de coral de la Gran Barrera se ha reducido a la mitad desde 1995. Otro estudio de 2020, esta vez llevado a cabo por un equipo de científicos estadounidenses, informaba de que, a lo largo de los últimos cincuenta años, la mayoría de los arrecifes del Caribe se han transformado en hábitats dominados por algas y esponjas. En un estudio de 2021 se alertaba de que los arrecifes del océano Índico occidental son «vulnerables al colapso del ecosistema». Se prevé que, en caso de colapso, los arrecifes podrían llevarse consigo millones de especies.

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El final de esta historia, desde luego, también se desconoce. A lo largo de los últimos quinientos millones de años ha habido cinco extinciones en masa, cada una de las cuales acabó con casi tres cuartas partes de las especies del planeta. Los científicos nos avisan de que nos dirigimos sin control hacia otra, la sexta extinción, que se diferencia de las anteriores en que es la primera causada por un agente biológico: nosotros. ¿Actuaremos a tiempo para impedirla? /

La mayoría de las especies subsistieron con temperaturas más frías, pero no está claro si sobrevivirán con más calor.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Elizabeth Kolbert es una periodista estadounidense, autora y profesora visitante del Williams College. Es conocida por su libro “La sexta extinción”, ganador del premio Pulitzer en 2015 y como observadora y comentarista sobre medioambiente de la revista The New Yorker. Ella participó en el “Libro del clima” por invitación de la activista sueca Greta Thunberg, que convocó a científicos, expertos, activistas y escritores como Thomas Piketty, Margaret Atwood, David Wallace-Wells o Naomi Klein para ofrecernos la información más veraz y actualizada sobre la emergencia climática y las soluciones que todavía están en nuestras manos.

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Por Elizabeth Kolbert * / Especial para El Espectador

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