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Día Mundial del Medio Ambiente: “¿Cuánto vamos a hacer para detener el desastre?”

Publicamos un fragmento del aplaudido libro “El planeta inhóspito”, investigación del periodista estadounidense David Wallace-Wells, publicado en Colombia por el sello editorial Debate.

05 de junio de 2020 - 03:36 p. m.
"Si nuestra especie es la responsable del problema, debemos ser capaces de revertirlo", concluye el periodista estadounidense David Wallace-Wells, autor de "El planeta inhóspito". / Cortesía sello Debate
"Si nuestra especie es la responsable del problema, debemos ser capaces de revertirlo", concluye el periodista estadounidense David Wallace-Wells, autor de "El planeta inhóspito". / Cortesía sello Debate

¿Y si estuviéramos equivocados? Perversamente, décadas de negacionismo y desinformación climática han hecho del calentamiento global no solo una crisis ecológica, sino una apuesta de altísimo riesgo sobre la legitimidad y la validez de la ciencia y el propio método científico. Es una apuesta que la ciencia solo puede ganar si pierde. Y para esta prueba del clima solo tenemos una muestra.

Nadie quiere ver venir el desastre, pero quienes miran lo ven. La climatología no ha llegado a esta aterradora conclusión a la ligera y alegremente, sino descartando de un modo sistemático todas las explicaciones alternativas del calentamiento observado; aun cuando este es más o menos el mismo que cabría esperar partiendo de la interpretación rudimentaria del efecto invernadero propuesta por John Tyndall y Eunice Foote en la década de 1850, cuando Estados Unidos estaba alcanzando su apogeo industrial.

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Lo que nos queda es un conjunto de predicciones que pueden falsificarse: sobre las temperaturas globales, la subida del nivel del mar e incluso la frecuencia de huracanes y el volumen de incendios forestales. Pero, a fin de cuentas, la cuestión de cuán mal irán las cosas no es realmente una prueba para la ciencia, sino una apuesta sobre la actividad humana: ¿cuánto vamos a hacer para detener el desastre y con qué rapidez?

Estas son las únicas cuestiones que importan. Es cierto que hay circuitos de realimentación que no comprendemos, y procesos dinámicos de calentamiento que los científicos aún no han identificado. Con todo, en la medida en que hoy vivimos entre nubes de incertidumbre acerca del cambio climático, estas nubes son el resultado no de la ignorancia colectiva sobre el mundo natural, sino de nuestra ceguera sobre el mundo humano, y pueden disiparse mediante nuestra acción.

Esto es lo que significa vivir más allá del fin de la naturaleza: lo que va a determinar el clima del futuro es la acción humana, no unos sistemas fuera de nuestro control. Y por eso, a pesar de la claridad inequívoca de las predicciones científicas, todos los bosquejos tentativos de escenarios climáticos que aparecen en este libro están tan sofocados con posiblementes y quizases y presumiblementes.

El retrato de sufrimiento que surge de ellos es, así lo espero, terrorífico. También es completamente optativo. Si permitimos que avance el calentamiento global, y que nos castigue con toda la ferocidad con la que lo hemos alimentado, será porque así lo hemos querido: descender juntos un camino suicida. Si lo evitamos, será porque hemos decidido seguir otro camino, y sobrevivir.

Estas son las lecciones desconcertantes, contradictorias, del calentamiento global, que recomiendan al mismo tiempo humildad y grandeza humanas, ambas fruto de la misma percepción de peligro. El sistema climático que dio origen a nuestra especie, y a todo lo que conocemos como civilización, es tan frágil que a lo largo de una sola generación la actividad humana lo ha llevado al límite de la inestabilidad total. Pero esta inestabilidad es también una medida del poder humano que la produjo, casi por accidente, y que ahora debe detener el daño en el mismo escaso tiempo.

Si nuestra especie es la responsable del problema, debemos ser capaces de revertirlo. Tenemos un nombre para aquellos que tienen en sus manos el destino del mundo, como es nuestro caso: dioses. Pero, al menos de momento, la mayoría de nosotros parecemos más inclinados a rehuir esta responsabilidad que a afrontarla, o a admitir siquiera que la vemos, aunque está frente a nosotros, tan evidente como un timón.

En lugar de ello, asignamos la tarea a las generaciones futuras, a sueños de tecnologías mágicas, a políticos remotos que mantienen una especie de batalla y consiguen retrasos pírricos. Por eso este libro también está salpicado de nosotros, por imperioso que pueda parecer. El hecho de que el cambio climático sea universal significa que nos afecta a todos, y que todos debemos compartir la responsabilidad para evitar compartir el sufrimiento, al menos para que no todos lo compartamos en una medida tan agobiante.

No sabemos la forma precisa que tendrá este sufrimiento, no podemos predecir con certeza cuántas hectáreas de bosque arderán cada año del próximo siglo, lanzando a la atmósfera siglos de carbono almacenado; o cuántos huracanes asolarán cada isla caribeña; o dónde es probable que haya antes megasequías que producirán hambrunas masivas; o cuál va a ser la primera gran pandemia producida por el calentamiento global. Pero sabemos lo suficiente para ver, incluso ahora, que el nuevo mundo en el que nos adentramos será tan ajeno al nuestro que bien podría tratarse de otro planeta completamente distinto.

En 1950, mientras iba caminando a un almuerzo en Los álamos, el físico italiano Enrico Fermi, uno de los arquitectos de la bomba atómica, se vio absorto en una conversación sobre ovnis con Edward Teller, Emil Konopinski y Herbert York; tan absorto que se distrajo y, cuando todos habían pasado a otra cosa, volvió en sí y preguntó ¿Dónde están todos? Ahora la historia forma parte de la leyenda científica, y la exclamación se conoce como paradoja de Fermi: ¿si el universo es tan grande, por qué no hemos encontrado otra vida inteligente en él?

La respuesta puede ser tan sencilla como: Por el clima. En ninguna otra parte del universo conocido hay un solo planeta tan apropiado como este para producir la clase de vida que conocemos, como hijos únicos de Fermi. El calentamiento global hace que la afirmación parezca aún más precaria. Durante toda la ventana histórica en que evolucionó la vida humana, casi todo el planeta ha sido, desde el punto de vista climatológico, realmente confortable para nosotros; así es como hemos conseguido llegar aquí.

Pero no fue siempre así ni siquiera en la Tierra, que ya no es confortable, y cada vez lo va siendo menos. Ningún humano ha vivido nunca en un planeta tan caliente como este; y lo será aún más. Sobre el futuro próximo, varios climatólogos con los que hablé proponían el calentamiento global como solución a la paradoja de Fermi. La duración natural de una civilización puede ser de solo algunos milenios, y la duración de la civilización industrial presumiblemente de solo algunos siglos. En un universo que tiene muchos miles de millones de años, y sistemas estelares separados tanto en el tiempo como en el espacio, las civilizaciones pueden surgir, desarrollarse y consumirse sencillamente demasiado rápido como para que se encuentren entre sí.

La paradoja de Fermi ha sido también denominada “el gran silencio”: gritamos al universo y no oímos ningún eco, ninguna respuesta. El economista iconoclasta Robin Hanson la llama “el gran filtro”. Según su teoría, civilizaciones enteras son filtradas, apresadas por el calentamiento global como insectos en una red. Surgen civilizaciones, pero hay un filtro medioambiental que hace que mueran y desaparezcan bastante rápidamente —como me explicó el carismático paleontólogo Peter Ward, uno de los responsables del descubrimiento de que las extinciones masivas fueron causadas por los gases de efecto invernadero—.

El filtrado que hemos tenido en el pasado se ha plasmado en estas extinciones en masa. Esta que estamos atravesando ahora no ha hecho más que empezar; se acerca una mortandad mucho mayor.

* Cortesía Penguin Random House Grupo Editorial.

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