El naturalista que más aves y plantas ha visto en Bogotá

Mateo Hernández es el ciudadano que más registros de observaciones tiene en la App iNaturalist en Colombia.

Camila Taborda
30 de septiembre de 2017 - 03:00 a. m.
 Mateo Hernández terminó colaborando en varias publicaciones científicas.   / Óscar Pérez
Mateo Hernández terminó colaborando en varias publicaciones científicas. / Óscar Pérez
Foto: OSCAR PEREZ

El descubrimiento más valioso que ha hecho Mateo Hernández es un búho orejudo de 40 cm, en el centro de Bogotá. Fue una madrugada que tuvo que sacar a su perro de paseo, cuando un ala que caía de los árboles le hizo mirar hacia arriba, a las ramas, donde un animal de ojos amarillos devoraba un pájaro en silencio. A sus 38 años ignoraba que una especie así habitara la capital.

Hernández se ha llevado sorpresas de ese tipo desde que tiene memoria. Cuando era pequeño, dibujaba por horas los animales y las plantas que captaban su atención: las matas de fresa silvestre que veía en el Parque El Virrey, al norte de la ciudad, o los guacos del Parque de los Mártires que le describía su abuela, una especie de garzas nocturnas que no volvieron a posarse en ese lugar.

Su interés por la naturaleza lo ha convertido en un experto de la biodiversidad urbana, al punto de colaborar con publicaciones como Aves de la Sabana de Bogotá, de la Asociación de Ornitología; Catálogo de plantas de Subachoque, de la Universidad Nacional; Naturaleza urbana, del Instituto Humboldt y otros. Lo singular es que Hernández no cursó universidad ni colegio. Todo lo que sabe lo aprendió por curiosidad.

Sus papás son "un poco hippies", cree él. Lo criaron en el campo, en el municipio de Subachoque, a hora y media de Bogotá. Su escuela era la casa y las clases eran dictadas por su mamá durante la mañana, y por su papá después del almuerzo. En los descansos, el niño se adentraba en el bosque andino cerca a su hogar y aprendía, primero observando, y después con sus libros, los conocimientos de biología que sus profesores no le enseñaron.

Ahora tiene más de cien diarios con colecciones biológicas, además de un registro de 5.705 observaciones y 1.173 especies identificadas en el App de ciencia ciudadana iNaturalist. Dentro de esa plataforma móvil, Hernández es el naturalista con más anotaciones en el país, seguido por otros 126 usuarios ubicados en varias regiones, en su mayoría en Boyacá, Caldas y Valle del Cauca.

El peso de esos aportes ciudadanos es tan grande, que más del 50 % de la información contenida en la base de datos de especies más grande del mundo, Infraestructura Mundial de Información en Biodiversidad (GBIF, por sus siglas en inglés), ha sido recolectada gracias a contribuciones voluntarias de ese tipo. Así lo estimó un estudio de la revista Biological Conservation a finales de 2016.

Y es que la ciencia ciudadana es un aliado para las especies urbanas, ya que las especies que habitan en el campo suelen llevarse todo el interés de los expertos. Para Juliana Montoya, investigadora del Instituto Humboldt, lo más curioso es que nuestras capitales, Bogotá, Medellín, Cali, Manizales, Pereira, entre otras, están ubicadas sobre la cordillera de los Andes, la zona con mayor biodiversidad del mundo.

Hernández también tiene esa certeza: “Una ciudad es como un gran jardín botánico hasta en las grietas del pavimento”, asegura el naturalista.

De hecho, observar por años las dinámicas de Bogotá le han hecho ver que los ecosistemas compartidos entre las especies endémicas y las palmas australianas, o los hurapanes mexicanos y los calanthoides asiáticos, son beneficiosos para la fauna. El resultado es una variada oferta gastronómica para los colibríes o las abejas nativas de la capital.

Muchas de sus reflexiones tienen en común el cambio climático. Por ejemplo, de sus observaciones se ha podido conocer que plantas de clima caliente como la escoba (Parthenium hysterophorus) o la Browallia americana, a la que le dicen Teresita, ya sobreviven al clima de la ciudad. “La gente va a la finca, hace jardinería y se traen las semillas pegadas en las ruedas del carro. Antes llegaban esas matas y se morían por el frío, pero ahora sobreviven porque la temperatura ha aumentado por el calentamiento global”, explica Hernández.

Con las aves ocurre lo mismo. El cambio climático ha hecho que aves como “el Ochthoeca fumicolor, un pajarito atrapamoscas de páramo, no pueda bajar a la ciudad por el calor. Pero éste fenómeno es una oportunidad para otros, los loritos y periquitos que pueden establecerse en este momento acá”.

Hernández dice que la biodiversidad son “mundos que no terminan”; ese es el cuento que echa en sus talleres, en su trabajo mientras asesora a propietarios de finca y a encargados de reservas naturales. Él es consultor ambiental, se dedica a tomar fotos en salidas de campo, a preguntarse quién se come a este animal, a esta planta, a cuestionarse las particularidades de una especie y a conservar. Es decir, lo que hacía cuando era un niño.

Por Camila Taborda

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