Cada época declara su condición de única. Pero, aunque las experiencias de las últimas tres generaciones —esto es, las décadas desde el final de la Segunda Guerra Mundial— pueden no haber sido tan transformadoras en lo fundamental como las de las tres anteriores al inicio de la Primera Guerra Mundial, no han faltado los acontecimientos y avances extraordinarios. El más impresionante puede que sea el hecho de que, en nuestros días, hay multitud de personas con un estándar de vida superior, del cual gozan durante más años y con mejor salud, que en cualquier otro momento de la historia. Y, sin embargo, estas personas siguen siendo una minoría (solo alrededor de una quinta parte) de la población mundial, cuya cifra total se acerca a ocho mil millones de individuos. (Recomendamos: Colombia ante la era del Antropoceno, según el exministro de Medio Ambiente Manuel Rodríguez Becerra).
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El segundo logro digno de admiración es la expansión sin precedentes de nuestra comprensión tanto del mundo como de todas las formas de vida. Nuestros conocimientos van de las grandes generalizaciones sobre complejos sistemas a escala universal (galaxias, estrellas) y planetaria (atmósfera, hidrosfera, biosfera) a los procesos a escala atómica y génica: las líneas grabadas en la superficie del más potente de los microprocesadores miden solo alrededor del doble del diámetro del ADN humano. Hemos llevado esta comprensión a una variedad cada vez más amplia de máquinas, dispositivos, procedimientos, protocolos e intervenciones que sostienen la civilización moderna, y la enormidad de los conocimientos acumulados —así como las formas en que los hemos empleado a nuestra conveniencia— va mucho más allá de la capacidad de cualquier mente individual.
Podría conocer a auténticos hombres del Renacimiento en la piazza della Signoria de Florencia en el año 1500, pero no mucho más tarde. A mediados del siglo XVIII, dos sabios franceses, Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert, pudieron reunir a un grupo de expertos para resumir los conocimientos de la época en artículos bastante exhaustivos repartidos en los varios volúmenes de su Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers. Algunas generaciones después, la extensión y la especialización de nuestros conocimientos habían progresado órdenes de magnitud, con descubrimientos fundamentales que iban desde la inducción magnética (Michael Faraday en 1831; la base para la producción de electricidad) hasta el metabolismo de las plantas (Justus von Liebig en 1840; los principios de la fertilización de los cultivos), pasando por las teorías sobre el electromagnetismo ( James Clerk Maxwell en 1861; la base de la comunicación sin hilos).
En 1872, un siglo después de la aparición del último volumen de la Encyclopédie, cualquier conjunto de conocimientos estaba sujeto al tratamiento superficial de una serie de temas en rápida expansión; y, un siglo y medio más tarde, es imposible resumir nuestro saber incluso dentro de especialidades muy concretas: términos como «física» o «biología» son etiquetas con un significado casi irrelevante, y a los expertos en física de partículas les resultaría muy complicado entender siquiera la primera página de un reciente artículo de investigación sobre inmunología viral. Evidentemente, esta atomización del conocimiento no ha facilitado la toma de decisiones por parte de la gente. Las ramas más especializadas del saber se han convertido en algo tan críptico que muchas de las personas que trabajan en ellas se ven forzadas a formarse hasta más allá de los treinta años para poder ingresar en este nuevo sacerdocio.
Y puede que compartan largos periodos de formación, pero con frecuencia no se ponen de acuerdo en la mejor manera de proceder. La pandemia del SARS-CoV-2 ha dejado bien claro que los desacuerdos entre expertos pueden alcanzar incluso las decisiones más simples, como, por ejemplo, llevar o no mascarilla. A finales de marzo de 2020 (tres meses después del principio de la pandemia), la Organización Mundial de la Salud aún aconsejaba no hacerlo a menos que la persona estuviera infectada, y la obligación de llevarla no se implantó hasta principios de junio de 2020. ¿Cómo pueden aquellos que carecen de formación especializada tomar partido en estas disputas —o siquiera entenderlas—, que ahora terminan, con frecuencia, en retractaciones o en el rechazo de afirmaciones que solían ser concluyentes?
Y, sin embargo, la continua incertidumbre y las disputas no son excusa para la falta de comprensión que acusa la mayoría de las personas sobre el funcionamiento fundamental del mundo moderno. Después de todo, apreciar cómo se cultiva el trigo (capítulo 2) o cómo se fabrica el acero (capítulo 3), o darse cuenta de que la globalización no es algo nuevo ni inevitable (capítulo 4), no es lo mismo que pedir que alguien entienda la femtoquímica (el estudio de las reacciones químicas a escalas temporales de 10–15 segundos; Ahmed Zewail, premio Nobel en 1999) o las reacciones en cadena de la polimerasa (la copia rápida del ADN; Kary Mullis, premio Nobel en 1993).
Entonces ¿por qué la mayor parte de las personas en las sociedades modernas tienen unos conocimientos tan someros sobre el funcionamiento real del mundo? Las complejidades de la actualidad tienen una explicación sencilla: interactuamos constantemente con cajas negras, cuyos resultados, que son más o menos simples, no exigen entender lo que está sucediendo en el interior. Esto es así tanto para dispositivos tan ubicuos como teléfonos móviles u ordenadores portátiles (basta con teclear una pregunta simple) como en el caso de procedimientos masivos como la vacunación (sin duda, el mejor ejemplo a escala planetaria en 2021 y del que remangarse es, en general, la única parte comprensible). Pero las explicaciones de este déficit de comprensión van más allá del hecho de que la extensión de nuestros conocimientos exige especializarse, una realidad cuyo anverso es la comprensión cada vez menos profunda —incluso la ignorancia— de las cuestiones más básicas.
La urbanización y la mecanización han sido dos importantes causas de este déficit. Desde el año 2007, más de media humanidad vive en ciudades (más del 80 por ciento en los países más prósperos) y, a diferencia de las urbes en proceso de industrialización del siglo XIX y principios del XX, los empleos en las áreas metropolitanas modernas pertenecen, principalmente, al sector servicios. Así, la mayor parte de los urbanitas en la actualidad están desconectados no solo de cómo producimos nuestros alimentos, sino también de cómo fabricamos nuestras máquinas y aparatos, y la creciente mecanización de toda la actividad productiva se traduce en que solo una pequeña parte de la población global está implicada en la labor de suministrar a la civilización la energía y los materiales que constituyen el mundo moderno.
En Estados Unidos hay ahora solo unos tres millones de hombres y mujeres (entre propietarios de granjas y trabajadores) directamente involucrados en la producción de alimentos; personas que aran los campos, siembran las semillas, aplican el fertilizante, arrancan las malas hierbas, cosechan (recoger frutas y hortalizas es la parte del proceso que exige más mano de obra) y cuidan del ganado. Eso supone menos del 1 por ciento de la población del país, así que no es sorprendente que la mayor parte de los norteamericanos no tenga ni idea, o solo una idea vaga, de cómo se han producido el pan o los filetes que llegan a sus mesas. Las cosechadoras recogen trigo, ¿pero también habas de soja o lentejas? ¿Cuánto tiempo tarda un pequeño lechón en convertirse en chuletas, semanas o años? La inmensa mayoría de la población de Estados Unidos no lo sabe; y no son los únicos. China es el mayor productor mundial de acero —funde, moldea y lamina casi mil millones de toneladas al año—, pero todo eso lo lleva a cabo menos del 0,25 por ciento de los casi mil cuatrocientos millones de sus habitantes. Solo un minúsculo porcentaje de la población china se acercará en algún momento a un alto horno, o verá la colada continua de una acería, con sus rojas cintas móviles de acero caliente. Y esta desconexión es lo más habitual en todo el mundo.
La otra razón principal de esta pobre —y cada vez menor— comprensión de los procesos fundamentales que proporcionan energía (en forma de alimento o de combustible) y materiales duraderos (ya sean metales, minerales no metálicos u hormigón) es que ahora son percibidos como pasados de moda —o incluso obsoletos— y definitivamente aburridos en comparación con el mundo de la información, los datos y las imágenes. Las supuestas mentes más brillantes no se dedican a la ciencia del suelo ni intentan mejorar la fórmula del cemento; en vez de eso, se ven atraídas por el tratamiento de información incorpórea, que ahora consiste tan solo en flujos de electrones en miríadas de microdispositivos. Desde abogados hasta economistas, pasando por programadores y gestores financieros, obtienen sus desproporcionadas compensaciones económicas mediante trabajos del todo alejados de las realidades materiales del planeta.
Es más, muchos de esos adoradores de los datos han llegado a creer que estos flujos electrónicos convertirán en innecesarias las viejas y pintorescas necesidades materiales. Los campos serán desplazados por la agricultura urbana en rascacielos, y los productos sintéticos terminarán por eliminar del todo la necesidad de cultivar alimentos. La desmaterialización, impulsada por la inteligencia artificial, acabará con nuestra dependencia de masas moldeadas de metales y minerales procesados, y en última instancia hasta puede que nos las arreglemos sin nuestro entorno terrestre: ¿para qué lo queremos, si vamos a terraformar Marte? Claro que estas predicciones no son solo manifiestamente prematuras, sino que resultan fantasías fomentadas por una sociedad en la que las noticias falsas están a la orden del día, y la realidad y la ficción se han mezclado hasta tal punto que las mentes crédulas, vulnerables a las visiones sectarias, creen en aquello que antiguamente se hubiera calificado sin piedad como puros delirios.
Ninguna de las personas que esté leyendo este libro se va a mudar a Marte; todos nosotros seguiremos comiendo los cereales de siempre, cultivados en el suelo en grandes extensiones de terreno agrícola, no en los rascacielos que imaginan los defensores de la llamada agricultura urbana; ninguno de nosotros vivirá en un mundo desmaterializado al que ya no le sirven las irremplazables funciones naturales como la evaporación del agua o la polinización de las plantas. Pero el suministro de estas necesidades vitales será una tarea cada vez más complicada, porque una gran parte de la humanidad vive en condiciones que la minoría más enriquecida dejó atrás hace generaciones, y porque la creciente demanda de energía y materiales ha estado forzando la biosfera hasta tal punto y a tal velocidad que hemos puesto en peligro su capacidad de mantener los flujos y las reservas dentro de los límites compatibles con su operatividad a largo plazo.
Por mencionar solo una comparación clave, en 2020 el promedio anual per cápita de suministro de energía para alrededor del 40 por ciento de la población mundial (3.100 millones de personas, que incluyen a casi toda la población del África subsahariana) ¡no era mayor que el de Alemania y Francia en 1860! A fin de aproximarnos al umbral de un estándar de vida digno, esos 3.100 millones de personas necesitarán al menos duplicar —aunque, preferiblemente, triplicar— su consumo de energía per cápita, y con ello multiplicar el suministro de electricidad, incrementar la producción de alimentos y construir infraestructuras urbanas, industriales y de transporte esenciales. De manera inevitable, tales demandas supondrán una mayor degradación de la biosfera.
¿Y cómo nos enfrentaremos al subsiguiente cambio climático? Hay ahora un consenso generalizado sobre la necesidad de hacer algo para impedir una serie de consecuencias indeseables. Pero ¿qué tipo de acciones, qué clase de transformación de la conducta funcionaría mejor? Para los que prefieren ignorar los imperativos energéticos y materiales de nuestro mundo, los que prefieren escuchar mantras de soluciones verdes en lugar de comprender cómo hemos llegado a este punto, la receta es sencilla: reduzcamos el carbono; pasemos de quemar carbón a convertir flujos inagotables de energías renovables. Pero el verdadero desafío es este: somos una civilización impulsada por los combustibles fósiles, cuyos progresos técnicos y científicos, cuya calidad de vida y prosperidad se basan en la combustión de inmensas cantidades de carbono fósil, y nos resulta sencillamente imposible salir de esta situación en cuestión de décadas y, aún menos, de años.
La descarbonización total de la economía global para el año 2050 solo es concebible ahora bajo el coste de un impensable retroceso económico en todo el mundo, o como resultado de transformaciones de una extraordinaria rapidez basadas en progresos técnicos casi milagrosos. Pero ¿quién va a organizar —de manera voluntaria— esas transformaciones cuando aún carecemos de una estrategia global convincente, práctica y económicamente viable, así como de los medios técnicos para lograr tales progresos? ¿Qué sucederá en realidad? La brecha entre el dicho y el hecho es inmensa, pero en una sociedad democrática no es posible que las ideas y las propuestas se produzcan de una forma racional sin un mínimo de información relevante que sea compartida por todas las partes y que impida que se esgriman los sesgos de estas y se hagan afirmaciones desconectadas de las posibilidades físicas.
Este libro es un intento de aumentar nuestra comprensión sobre estos asuntos, de explicar algunas de las realidades más fundamentales que determinan nuestra supervivencia y nuestra prosperidad. Mi objetivo no es hacer pronósticos ni esbozar panoramas extraordinarios o deprimentes acerca de lo que está por venir. No es necesario dar alas a este popular —pero sistemáticamente erróneo— género: a largo plazo, ningún individuo va a poder anticipar los numerosos e inesperados acontecimientos, las complejas interacciones que se van a producir. Tampoco voy a defender ninguna interpretación específica (sesgada) de la realidad, ya sea como fuente de desánimo o de expectativas sin límite. No soy ni pesimista ni optimista; soy un científico que trata de explicar cómo funciona el mundo, y utilizaré mis conocimientos para que podamos comprender mejor nuestros futuros límites y oportunidades.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.