Fernando Vela creció rodeado de agua y naturaleza. Desde que era niño y estudiaba en un colegio de Florencia, Caquetá, su profesor de biología, Carlos Rivera Marín, le recordaba en todas las clases la importancia de su territorio: la selva amazónica. El pulmón del mundo, una gran reserva de carbono y uno de los lugares más biodiversos del planeta. Supo desde entonces que la salud del planeta entero dependía de esta región. Y se le quedó grabado en la cabeza. (En contexto: Fernando Vela, un homenaje al médico ambientalista)
Luis Manuel Espinoza, compañero de salón, se convirtió en uno de sus mejores amigos. Se prepararon juntos para presentarse a la Universidad Nacional que, por los recursos de sus familias, era la única opción que tenían para estudiar las carreras de sus sueños: economía y medicina. “En el año 98 fuimos los únicos dos caqueteños que pasamos en la Nacional, nos fuimos a vivir juntos a Bogotá y ahí, con mucho esfuerzo, dos provincianos sacamos adelante nuestras carreras”, cuenta Espinoza. Ambos tuvieron siempre la meta de regresar a su territorio.
Fernando se graduó como médico, se especializó en medicina interna en la Universidad Javeriana y se subespecializó en reumatología en la Universidad Nacional. Entre ese largo recorrido académico volvía siempre a Florencia a trabajar en hospitales y clínicas locales para hacer unos ahorros y continuar estudiando. En el camino, además, recogía perros. Muchos perros de la calle (alcanzó a tener 45 en un refugio que construyó cerca de Bogotá, la mayoría viejos, enfermos y que nadie más quería adoptar). Cuando volvió finalmente a Caquetá, para quedarse, se convirtió en el único reumatólogo de todo el departamento.
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“Fernando siempre se destacó porque era el nerd del curso. Le encantaba estudiar y ocupaba el primer puesto académico”, recuerda su amigo. Aunque la medicina fue la carrera de sus sueños, la conservación del medioambiente se convirtió en su pasión de vida. Era un gran lector y consumidor de cine, sobre todo si se trataba de temas ambientales. Conocía la cultura de su región, las movidas políticas y sociales, sus riquezas naturales y muchas de sus problemáticas.
“Recuerdo que cuando era niño me bañaba en la quebrada La Perdiz, en el río Hacha. Era un río claro y caudaloso. Cuando volví me sorprendí de ver en la cloaca en la que lo habíamos convertido”, nos contaba Fernando en agosto de 2020, cuando, junto a su Fundación Romi Kumu y a otros grupos ciudadanos de Caquetá presentaron tres tutelas ante el Tribunal Administrativo de Caquetá para declarar como sujetos de derechos los ríos más importantes de ese departamento: el Caguán, el Pescado y el Caquetá.
De ahí en adelante empezó a buscar todos los caminos para proteger la Amazonia, impulsó y apoyó proyectos, creó reservas, invirtió todo lo que conseguía con su trabajo como médico en la defensa del medioambiente y los animales. Dedicó su tiempo libre, sábados y domingos para conseguirlo. Sus planes más recientes estaban enfocados en proteger esta región por el camino de la divulgación.
“Si tuviera que resumir en una frase todo ese esfuerzo, ímpetu, convencimiento y trabajo”, asegura Espinoza, “diría que Fernando fue un médico ambientalista de verdad. No de redes sociales o de discursos. De verdad. Porque si algo tenía él para mostrar eran resultados”.
“Monilla Amena”, su gran proyecto
Durante años, Fernando se dedicó a recorrer su territorio, a hablar con la gente y a conocer de cerca muchas de las problemáticas ambientales que golpean a la Amazonia. Entrevistó a diferentes actores, organizaciones locales e internacionales, campesinos, Ejército, autoridades, defensores ambientales... Había recopilado en video una gran cantidad de material que esperaba convertir próximamente en un documental que denunciara e hiciera visible todos los problemas socioambientales de la región. Para Estructurarlo mejor, Fernando había participado de los talleres de periodismo ambiental organizados por el Blog El Río, de El Espectador, donde conversó y discutió con varios periodistas. Siempre estuvo atento a escuchar sugerencias e ideas.
“Era un apasionado por el medioambiente y una persona que amaba profundamente su región, que era muy consciente también del privilegio y la fortuna de haber nacido en un lugar con tanta riqueza natural, cultural y de biodiversidad”, cuenta Ana Katalina Carmona, quien desde hace un año empezó a apoyar la construcción del guion final. “Quería que Monilla Amena, como nombró al documental, fuera visible para la mayor cantidad de gente posible. Para llamar la atención a escalas nacional e internacional, y que se pudiera empezar a trabajar en la solución de estas problemáticas, a aminorar nuestro impacto en el planeta”.
Monilla Amena es el mito de creación de la vida de los pueblos indígenas de la Amazonia. Se trata de un árbol gigante y abundante que permitió la vida en la Tierra. El árbol, dicen los chamanes amazónicos, era el mundo; y su salud era también la salud del universo. El documental, que esperaba terminarse próximamente, reflejaba eso: la defensa de la vida en todas sus formas, sus expresiones, sus versiones. La preservación del agua y la naturaleza para preservar la vida.
Devolverle a la Amazonia lo que es de ella
Belén de los Andaquíes, municipio de Caquetá, se encuentra en un punto estratégico. De allí nace la cordillera Oriental y es la zona de transición entre la región Andina y la región Amazónica. Durante muchos años fue uno de los puntos críticos del conflicto en Colombia, porque conectaba al centro del país con la Amazonia y el sur de los Llanos Orientales, por lo que su población tuvo que vivir los flagelos y las torturas de diferentes actores armados. Sin embargo, su ubicación geográfica también la convierte en una zona de una riqueza natural y de biodiversidad única, y en el corredor de muchas especies icónicas.
Convencido de la importancia biológica de ese espacio, que además es parte de la zona con función amortiguadora del Parque Nacional Natural Alto Fragua Indi Wasi, Fernando quería devolverle a la Amazonia este sitio estratégico. Junto a su fundación Romi Kumu, decidió hace un par de años comprar dos predios de 700 hectáreas (que eran usados para la ganadería extensiva) con el objetivo de crear allí una reserva natural de la sociedad civil.
Tenía muchísimas ideas y proyectos de restauración, reforestación y conservación de flora y fauna que ya habían empezado a materializarse. Con el Instituto Sinchi, por ejemplo, habían logrado identificar y conformar corredores biológicos a través de un proceso de restauración ecológica con el que sembraron más de 13.000 árboles.
En el predio de la reserva también se está adelantando, junto a Corpoamazonia, la construcción de un hogar permanente de fauna silvestre incautada que, por sus condiciones de domesticación o enfermedad, no podía ser regresada a su hábitat natural. Allí reciben de manera definitiva a los animales que habían sido decomisados del tráfico ilegal y que lograron ser estabilizados en el hogar de paso de la Universidad de la Amazonia. Actualmente, en el espacio cuentan con más de 70 animales como tigrillos, monos, loros, guacayamas, zorros amazónicos, boruga o paca (Agouti paca) y el paujil (Crax Globulosa), un ave ad portas de la extinción que son cuidados por especialistas.
Otras 30 hectáreas están siendo destinadas a fortalecer el programa de conservación de especies de flora y fauna endémicas y amenazadas, como las palmas amazónicas, el árbol de canelo de los Andaquíes (Aniba Canelilla), y peces amazónicos como el pirarucú, loricaridos y los emblemáticos bagres dorados del Amazonas.
“La reserva es una fábrica de agua. Por donde la veas hay ríos, nacimientos o quebradas que la atraviesan, como el río Pescado, el Bodoquerito, la quebrada La Arenosa”, asegura Luis Manuel Espinoza. Por todas esas riquezas de la zona, Fernando estaba convencido de que su reserva podía convertirse en un espacio muy importante de investigación y divulgación científica, senderos ecológicos, fototrampeo y también en un espacio para el avistamiento de aves, otra de sus pasiones.
Un amante de los animales
Aunque la reserva fue quizás uno de los proyectos más visibles de Fernando, durante años apoyó otros proyectos e iniciativas de conservación y protección animal, desde donde hoy lo recuerdan con mucho agradecimiento. Uno de ellos está centrado en estudiar y conservar al águila harpía, una de las aves favoritas de Fernando, de la que en Colombia no se sabe casi nada. En total, solo se tienen identificados seis individuos en todo el país.
Se conoce comúnmente como el águila churuquera, y es una de las especies de águilas más grandes del mundo (que solo habita en Suramérica). Está categorizada por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) como “casi amenazada”, pero esta categoría podría cambiar próximamente a “vulnerable”. La deforestación, la minería ilegal, el crecimiento de la frontera agrícola y la plantación de cultivos ilícitos están amenazando su ecosistema, lo que está causando la pérdida de sus poblaciones.
En Caquetá, en el municipio de Cartagena del Chairá, se encuentra uno de los dos únicos nidos activos que se conocen de esta águila en el país, y la Asociación de Ornitólogos de Caquetá ha lanzado un proyecto para conservarlo. “Otros países como Panamá, Ecuador y Venezuela llevan más de 20 años registrando y monitoreando esta especie. Pueden conocer el estado real de las poblaciones y hacer planes de acción y protección. Pero en Colombia, en cambio, no se tiene nada”, aseguran del proyecto Soy Harpía Caquetá.
El otro nido está en Bahía Solano, en Chocó, “en donde la cobertura vegetal es mucho más densa, hay más conectividad biológica y el estado del ecosistema está mucho mejor. En Caquetá, en cambio, el nido está en medio de un potrero y no hay conectividad entre los bosques cercanos”, explican. Por eso el proyecto busca conectar esos fragmentos de bosque con el predio en el que se encuentran los padres y el polluelo. “Fernando, que no dudó en decir que nos apoyaba para el desarrollo del proyecto, estaba dispuesto también a comprar el predio donde está el nido, porque el actual dueño necesitaba hacer crecer su producción e iba a tumbarlo”, cuentan. “Aunque en este momento no sabemos cómo vamos a seguir adelante, nuestra idea continúa, y el proyecto también, porque esa es la forma de hacer que el legado de Fernando no muera nunca”.
En los últimos años, Fernando se dedicó también a trabajar de la mano de las comunidades rurales para restaurar el bosque amazónico. Una de las iniciativas buscaba, por ejemplo, darles solución a los impactos negativos de la ganadería extensiva a través de la siembra, recuperación y aprovechamiento de productos no maderables y frutas amazónicas que tuvieran un potencial comercial. Muchas de las frutas, como el arazá, copoazú y el asaí, que sembraban más de 100 familias campesinas, se estaban convirtiendo en la materia prima de una nueva cerveza artesanal amazónica.
Pero la violencia, una vez más en este país, silenció la creatividad, la convicción y el trabajo de Fernando. El pasado sábado 3 de julio, dos hombres en una moto le dispararon mientras se movilizaba en su camioneta, acabando con su vida. Sus amigos, familia y personas que trabajaron con él esperan que su muerte no se convierta en una cifra más, en el líder y defensor de DD. HH. número 86 en ser asesinado en lo que va de 2021 en Colombia, sino que su legado se recuerde siempre.
Como cuenta una de sus amigas más cercanas, “Fernando era una persona enamorada de su país, de la vida, del medio ambiente y de las causas sociales. Tenía un sentido social que pocos tienen. En un país como este, la memoria es muy importante. Es muy importante no olvidar. Y yo sé que el legado de Fernando no va a morir si no lo dejamos morir”.