“Poner una mina para extraer oro en un río como el Apaporis es como poner un pozo para sacar [petróleo] en la capilla Sixtina”, respondió el legendario explorador canadiense Wade Davis al enterarse de que una empresa minera de su país planea explotar oro en el corazón del parque Yaigojé-Apaporis. Davis sabe por qué lo dice: ha recorrido de palmo a palmo esa esquina nororiental de la Amazonia y ha visto en ese río del color del té, en las atronadoras cascadas de Jirijirimo, en el chorro rutilante de La Libertad, los sitios sagrados de los más de 20 pueblos indígenas que lo han conservado para la humanidad.
Lo saben mejor aún los tanimucas, los macunas, los barasanas, los boras y los otros pueblos que, en lugar de minería, propusieron crear un parque natural sobre el territorio que tenían titulado como resguardo. Por esa visión, y por la que ahora los tiene mapeando el territorio y sistematizando su conocimiento ancestral, recibieron en septiembre el premio ambiental más importante de la ONU: la Iniciativa Ecuatorial. Por eso su organización, la Asociación de Capitanes Indígenas del Yaigojé-Apaporis (Aciya), es personaje del año: porque su experiencia encapsula tanto los dilemas como las soluciones de los debates medulares sobre los recursos naturales y el medio ambiente en el país.
La historia del Yaigojé-Apaporis ilustra la esquizofrenia ambiental del Estado colombiano. Ni bien Parques Nacionales y Aciya terminaron el proceso de creación del parque en 2009, Ingeominas le otorgó a la canadiense Cosigo un título minero ilegal en medio del territorio, título que la empresa se rehúsa a ceder y que se suma a otros 37 que el Gobierno anterior entregó irregularmente en zonas de parques. Mientras que el actual promete ante la ONU acabar la deforestación neta en la Amazonia en 2020 y preservar el pulmón del mundo, declara la región zona estratégica minera y avanza con el plan de abrirla a la explotación antes de 2022.
Pero el caso ilumina también las salidas. Autoridades estatales, indígenas y expertos colaboraron en un proceso ejemplar de consulta previa que terminó en la constitución del parque, demostrando que las consultas funcionan cuando se hacen de buena fe y con la participación genuina de las comunidades. Parques Nacionales, la Fundación Gaia, el Instituto Sinchi, la Universidad Nacional, Aciya y otras organizaciones trabajaron mancomunadamente en el mapeo del territorio y encontraron que coinciden la ciencia occidental y el conocimiento ancestral: los sitios que los indígenas protegen por ser sagrados son también los estratégicos para el medio ambiente, por ser los más biodiversos. La misma convergencia documentada en un estudio reciente de World Resources Institute y Rights and Resources Initiative, el cual comprobó que los bosques y selvas mejor preservados, esenciales para mitigar el cambio climático, son con frecuencia los titulados a pueblos indígenas alrededor del mundo.
En los idiomas de varios pueblos del Apaporis, hijos comunes de la mítica anaconda, no existe una palabra para el tiempo. El pasado es presente y futuro. Su propuesta no es una simple vuelta a otros tiempos, sino una apuesta por el futuro de la Amazonia y de un planeta incandescente.
Como me contó Fernando Macuna, uno de los líderes de Aciya, “el territorio ya estaba ordenado de acuerdo con nuestros principios, sólo que ahora lo estamos organizando de cara al futuro”. La misma conclusión a la que llega Davis en The Wayfinders: “En los pueblos de la anaconda hay un eco del pasado precolombino, pero también un camino hacia delante, un modelo de cómo las sociedades humanas pueden vivir y prosperar en la Amazonia sin destruir la selva”.
* Fundador de Dejusticia y columnista de El Espectador