Desde el 2017, la bióloga colombiana Ana María Morales le ha seguido el rastro a un nido de águila real de montaña (Spizaetus isidori) en Cañasgordas, Antioquia. Junto con Juan Diego Quiroz, un guía local que la ha ayudado con el proceso, ambos han quedado fascinados con el micromundo que encontraron en este nido. Cada dos años, la especie pone un huevo, mientras la hembra cuida del polluelo, el macho trae la comida y, aproximadamente, a los ocho meses, la cría recibe su primera lección de caza. También han reportado con detalle cómo cambia un águila real de montaña con el tiempo. A los seis meses el polluelo tiene el tamaño que tendrá como adulto, pero seguirá con un plumaje juvenil, que es entre blanco y crema, con toques negros. No será hasta los tres años, cuando ya se considere adulto, cuando la mayoría de su plumaje se torne negro, con el pecho castaño. (Lea ¿Hubo más aves en las ciudades en la cuarentena? Al parecer, solo cambiaron su comportamiento)
Lo que no han podido descifrar aún, sin embargo, es qué tan recurrente es que las gallinas hagan parte de la dieta de esta ave. No se trata de una pregunta arbitraria, por supuesto. Según explica Morales, bióloga silvestre de la Arkansas Tech University, Estados Unidos, encontrar esta respuesta podría ayudar a tomar medidas de mitigación para que el águila no sea asesinada, por lo menos no en Colombia.
A pesar de que el águila real de montaña se puede encontrar a lo largo de Suramérica, está en peligro de extinción tanto en el subcontinente como en Colombia, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). La bióloga cree que en Suramérica no hay más de mil individuos, mientras en nuestro país la cifra apenas llega a cien. Su hábitat común, el bosque alto andino, ya se perdió en un 70 %. “Al deforestar, el águila entra en más contacto con la gente, asentamientos humanos y animales domésticos, como gallinas, pavos y gatos”, dice.
Aunque a veces sí depreda a algunos de estos animales, otras veces es perseguida y cazada bajo la creencia de que podría hacerlo, lo que no ha ayudado a que su riesgo de supervivencia disminuya. Su dieta usual, en cambio, son pavas de monte y mamíferos pequeños, como ardillas, perezosos e, incluso, monos de tamaño mediano.
“Recuerdo que, en Perijá, una señora se asustó tanto solo con ver al águila, con esos ojos amarillos impresionantes que tiene, que le dio un palazo y la mató. Y es entendible, porque la gente depende de sus pollos”.
Para evitar que escenarios como este sean cada vez más agudos, Morales necesita explorar la dieta del águila de forma minuciosa. En febrero de este año se ganó la “Subvención global de investigación y conservación de rapaces”, liderada por la organización HawkWatch International, que le ayudará con más recursos para hacerle un mejor rastreo al nido que tiene identificado. El concurso, al que aplicaron 54 iniciativas alrededor del mundo, eligió a tres mujeres para apoyarlas con su investigación: una en Ghana, otra en India y, Ana María, en Colombia.
El nuevo proyecto, según comenta la colombiana, se hará a través de la Fundación Águila de los Andes, el único centro que rehabilita rapaces en Colombia y para quienes trabaja como investigadora independiente. “Instalaremos dos cámaras trampa a unos dos o tres metros del nido y haremos monitoreo desde el piso con un telescopio”, comenta. A los recursos que se ganó con HawkWatch se suma la donación de las cámaras trampa por parte de la organización Ideal Wild y la capacidad de Quiroz, el guía local, para trepar árboles. “Esto nos permitirá hacer un monitoreo más exacto de qué entra y sale del nido, incluidas las presas que trae el águila”.
Aunque Morales llegó a Estados Unidos a estudiar por una beca deportiva, pensando que se dedicaría al golf, cree que cruzarse con las aves rapaces fue una buena coincidencia de la vida. Además de trabajar con ellas como bióloga, estudiándolas y rehabilitándolas, también disfruta de la cetrería: una técnica con la que se les enseña a las aves rapaces a cazar y capturar presas bajo la guía de una persona.