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Al llegar la madrugada del lunes 16 de noviembre de 2020 Iota había dejado de ser una inquietante tormenta tropical y era ya el huracán de máxima categoría que azotaría la isla de Providencia. La noche anterior la tormenta había inundado treinta y tres barrios en Cartagena dejando a ciento treinta mil personas damnificadas, y en su camino al norte había concentrado una energía devastadora.
Por culpa del mal servicio de internet y de la sobrepoblación que sufre el archipiélago (demasiadas personas tratando de conectarse a la red) el país tuvo que esperar hasta el medio día para conocer los estragos que causaba el huracán desde el amanecer. San Andrés parecía naufragar como un barquito de papel a merced de un ventilador industrial. Los videos hablaban de árboles caídos y cintas de seguridad vial que raspaban el pavimento. Antes de que Providencia y Kettlina perdieran la comunicación con su vecindario insular y el continente, isleños informaron que ya dos de los albergues de emergencia habían perdido el techo. A las seis de la tarde, bajo un cielo limpio, los pobladores empezaron a censar las casas en pie porque las destruidas eran demasiadas para contar. Entonces llegó el primer reporte del alcalde, transmitido al pueblo colombiano por el presidente de la república: Iota había barrido el 98% de la infraestructura en Providencia.
Esa misma noche, desde la base naval en Cartagena, el presidente Duque explicó a los televidentes que el buque Independencia se encontraba a punto de zarpar “hacia el archipiélago histórico e indivisible” para atender la emergencia causada por el primer huracán de categoría cinco que golpeaba a Colombia en su historia. Entonces no le creí. El uso de los términos ‘independencia’, ‘histórico e indivisible’ y ‘primer huracán’ en un discurso televisado y difundido por todos los medios de comunicación me pareció, más que un desacierto retórico, un latigazo de cinismo o ingenuidad que hacía más grave la calamidad de los isleños. En la historia que sigue a continuación les diré por qué.
Los huracanes
No es cierto que Iota haya sido el primer huracán de máxima categoría que visita al archipiélago. En el cuarto y último viaje a las Indias, pasando de Jamaica a Costa Rica, Colón casi naufraga en medio de una tormenta que “parecía el fin del mundo” y que lo obligó a blandirse contra la corriente durante varios días en los que no pudo entrar a ningún puerto. Escribió que luego de la tempestad el océano “se mudó de mar alta en calmería y grande corriente, y me llevó hasta el ‘Jardín de la Reina’ sin ver tierra”. Aceptando que se den algunos palos de ciego se puede suponer, por el rumbo que llevaba el Almirante, que aquel jardín es el que forman las isletas, cayos, bancos y bajos que circundan a San Andrés, Providencia y Kettlina, y por ende, que un huracán hizo tropezar a Colón con el archipiélago y le dio la posibilidad de darle a la Reina Isabel, todavía insatisfecha con el continente y las Antillas, unos cuantos pedazos más de tierra.
La expedición de Nicuesa y Olano en 1510 fue la segunda en anotar la existencia de las islas, bautizándolas según el día del santo en que las vieron los navegantes. Cuenta más de un historiador, sin decir cómo lo sabe, que en busca de un río cargado de oro la expedición de Nicuesa se desintegró debajo de una feroz tormenta. Iban derivando por la mar embravecida, llamando a gritos a Dios, cuando la borrasca puso el barco de Olano a orillas de Santa Catalina el 25 de noviembre. Cinco días después, recuperados los ánimos, se supone que los marinos se asomaron a San Andrés.
Para no hacer esta cronología interminable saltemos al año 1961, cuando el huracán Hattie desprendió los techos de cientos de viviendas para tragarse las bibliotecas, los comedores, las paredes de los hogares y finalmente las almas aferradas a la isla de Providencia, que fue lo único que el vendaval no se llevó. Quienes sobrevivieron a Hattie afirman que la violencia de ese ciclón superó todas las escalas metereológicas que el hombre ha inventado para medir la fuerza de los huracanes.
La independencia (rescatada)
En los años en que se peleó la guerra de independencia el archipiélago era un barco a la deriva. Los cultivos de algodón estaban a merced de las ratas y la pequeña población de hacendados ingleses se pasaba por la faja la promesa de adherirse al catolicismo y obedecer a la autoridad española. La erosión total del dominio español se completó en 1816, en el intervalo de un ataque corsario, cuando el último representante de la corona en las islas, el gobernador González, fue invitado a cenar a bordo del bergantín del pirata Mitchell, donde este lo cebó con buena carne de cerdo y lo agasajó con manantiales de vino minutos antes de degollarlo y dejar su cuerpo atado al mástil, una señal de que se hacía responsable de la carnicería venidera. Entonces apareció una figura que quiso rescatar al archipiélago de la anarquía y darle un rol estelar en la liberación del continente.
Huyendo de Cartagena, donde dirigió como pudo la evacuación de la ciudad sitiada, el comodoro Louis Aury, de origen francés, se fue a Los Cayos de Santo Domingo. Allí participó en aquella cumbre de emergencia donde los patriotas remendaron el sueño de la independencia nombrando a Bolívar Jefe Supremo del ejército libertador. Solo unos pocos se opusieron a esa decisión, entre ellos Aury, cometiendo un grave error de cálculo político, pero demostrando al mismo tiempo que el ser corsario no lo había incapacitado para convertirse en un hombre demócrata y republicano, pues su argumento era que debía nombrarse una terna en lugar de un jefe supremo. Casi todos los presentes se volvieron contra él acusándolo de cometer todo tipo de bajezas, incluso, de haberle entregado las llaves de Cartagena a Morillo, cuando bastaba ver los agujeros y las troneras desjetadas de su barco para establecer lo cerca que le había pasado la muerte.
Proclama a los corsarios
Luego de ser virtualmente desterrado del ejército libertador, Aury, con treinta y ocho años, ojos negros y cejas, patillas y mostachos gruesos, como lo describiría su amigo Agustín Codazzi, zarpó al Golfo de México en busca de un pedazo de tierra que lo atara al futuro, pues sabía que los días de los corsarios estaban contados. Lo acompañaba en todo momento el hombre que lo traicionaría, Louis Perú de Lacroix, su secretario privado, que había sido agente secreto de Napoleón. Pero antes de romper su amistad se propusieron llevar a cabo una de las empresas más delirantes de aquellos años en los que una retórica intensa y una cátedra permanente sobre la libertad hacían porosa la frontera entre realidad y fantasía. Liberar juntos a la Nueva Granada destapando el Darién a espada y bajando desde México, ese era el plan. Y aunque su fracaso correspondió al tamaño de su objetivo, estos dos hombres, fusil contra fusil, mantuvieron siempre un ejército de más de 300 soldados, con el que lograron fundar pequeñas y efímeras repúblicas en Texas y la isla Amelia. Por dos años cabalgaron el mar con vientos que les eran contrarios; celebrando solos sus triunfos y desahogando sus penas en el anonimato.
En 1818 Aury desterró de la Vieja Providencia a los piratas que se habían acomodado en sus mansas colinas, seguro de que ese triunfo le daría a él un puesto en las filas de la armada y a la isla un lugar en el mapa de la república en ciernes. Sin hacer gala, nombró a Perú de Lacroix secretario de Estado de la isla y con la ayuda de Codazzi reforzó el fuerte que siglos atrás habían construido los ingleses. Para ensanchar sus filas invitó a los corsarios del Caribe, sus “amigos errantes y sin patria”, a incorporarse en sus “valientes legiones”, y amenazó con pena de muerte a quienes prefirieran ignorarlo.
La pataleta del millonario Brión
Bolívar ya había atravesado los llanos y se acercaba a la batalla decisiva en el altiplano. Un decreto que le permitía incorporar fuerzas extranjeras a las de la nación lo había convencido de admitir a Aury en la armada. A cambio, el francés decía estar dispuesto a servir como auxiliar y sin recibir ninguna contraprestación. Pero se atravesó en su camino el millonario curazoleño Luis Brión, que se había ganado el mando de la armada en Los Cayos, alegando que un corsario como Aury le restaría pureza a la lucha revolucionaria.
“Yo no pienso ser tan vil”, había escrito Brión con falsa dignidad y celos de quinceañero, “de permitir que los buques bajo mi mando naveguen en alta mar o sobre nuestras costas con otros”.
Un Aury turbado y sin más recursos para lograr su fin despachó a Codazzi a Bogotá para frenar la persecución que marchaba en su contra, quizá la primera en la historia de la república. Aunque no pudo verse con el Libertador, Codazzi habló bien del comodoro y le narró a la élite bogotana los obstáculos que habían superado juntos, entre ellos la indigencia en que los había dejado un huracán que barrió la isla en 1818.
“Los vientos habían desprendido los árboles”, escribió Codazzi en sus Memorias; “las olas, del tamaño de las casas, inundaron todos los caminos”.
Pese a todo, Aury se mantuvo rodeado de un ejército obediente que, pasado el temporal, le ayudó a reconstruir una flota de dos bergantines armados y tres goletas, a bordo de los cuales él siguió cazando naves españolas mientras de Lacroix administraba los ingresos del diminuto Estado de papel, quizá pensando que ya era hora de quitarse de encima las cadenas de la mala suerte que arrastraba el comodoro Louis Aury.
El cuartel general de la isla de Santa Catalina
En vista de que le seguían negando la oportunidad de unirse a la armada colombiana, con el último suspiro de esperanza que había en él, Aury le escribió una carta al general Santander, insistiendo en que las islas que tenía bajo su control eran un edén para la marina de la república y que debían conservarse al menos por el tiempo que durase la lucha en el continente, ya que no es fácil encontrar una isla que es al tiempo el ombligo de un arrecife y de una bahía cerrada pero con acceso a embarcaciones.
Sobre la población, según el testimonio del comodoro: “los que han seguido las banderas de la república forman ya un vecindario lúcido, con magistrados, mercaderías, bodegas y pulperías”. También el comercio, que era casi nulo bajo el gobierno español, había florecido en alguna medida. Su carta terminaba con un ruego: “mi deseo, en todo, no es otro que el del acierto en obsequio al mejor servicio de las armas de la república”.
La penúltima desgracia
Recuperado el litoral norte a finales de 1820 sin la ayuda de Aury, el comodoro dejará sus naves en Sabanilla, cerca de Ciénaga, y a Perú de Lacroix al mando de ellas. Pero este hombre, cansado ya de andar con perdedores, ni siquiera levantará la voz cuando Brión haga embargar la flotilla. El que había sido un secretario afectuoso difamará con saña a su protector. Llenará de insectos la cabeza de Simón Bolívar, que ya ve por todos lados una conspiración que crece en su contra. Le dirá que en todo este tiempo lo que Aury ha pretendido ha sido fraccionar la Nueva Granada y ensanchar a costa suya las repúblicas de Buenos Aires y Chile, que le instruyeron, es cierto, la toma de Providencia. Cuando Aury por fin alcance al general en el pueblo de Alabanza, este le echará en cara no haber votado por él en Los Cayos y lo expulsará del país diciéndole que puede ir a prestar sus servicios en Buenos Aires cuando le de la gana. Destrozado, Aury regresará a Sabanilla pero ya no al lado del viejo escudero de Lacroix. Va a encontrar, para rematar su agotamiento después de un largo descenso a las tierras bajas, el siguiente mensaje del general convocándolo al destierro:
Señor capitán Luis Aury
Contra los esfuerzos de Ud. y sin necesidad de sus servicios, se ha elevado la república de Colombia al estado de no necesitar de más corsarios que degraden su pabellón en todos los mares del mundo. En consecuencia, podrá restituirse Ud. a sus buques y llevárselos fuera de las aguas de Colombia. Con esta orden presentada a S.E. el almirante Brión tendrá Ud. el puerto abierto.
Dios, etc. – Bogotá, 18 de enero
Lo importante es izar la bandera
Mientras en Cúcuta se proclamaba la Gran Colombia, en Providencia la vida se burlaba por última vez de Aury, que moría de un certero golpe en el cráneo tras caerse de un caballo.
Perú de Lacroix volvió a las islas en 1822 como enviado oficial del gobierno para hacer jurar a los habitantes su lealtad a la nueva Constitución. “Nadie opuso resistencia al acto”, le informó al vicepresidente Santander. “Había, antes bien, una notable unanimidad en la aceptación de que las islas comprendidas en la real orden de 1803 formalizaran, mediante una manifestación libérrima de su propia voluntad, la condición de ser parte integrante del territorio colombiano”.
Así se desvanecían para siempre, escribió de Lacroix, “las pretensiones que la política haya podido suscitar un día en cuanto a la posesión de estas islas”. Por desgracia no ha habido en esta Tierra nada más alejado de la verdad. Podría citarse como primer intento de ruptura de esa unidad la rebelión generalizada de esclavos que en 1841 fue sofocada de forma sangrienta por las autoridades. Luego, en 1894, se desmigaja del territorio la Costa de Mosquitos, y en 1928 las islas Mangle, siempre a favor de Nicaragua, que ejerció un litigio internacional estratégico por décadas, y que no ha terminado aun, a pesar de haber conseguido 75 mil kilómetros de mar a través del fallo del tribunal de La Haya en 2012.
Antes de suicidarse, Perú de Lacroix consiguió lo que Aury nunca pudo hacer: acercarse a Bolívar. Su Diario de Bucaramanga es el relato de la vida privada del Libertador, como pudo observarla durante la Convención de Ocaña en el año veintiocho, y debe ser leído como cualquier libro escrito por un político: pensando cómo le conviene cada frase a su autor.
Epitafio para un héroe sin tumba
Codazzi escribió sobre Aury estas últimas palabras en sus Memorias. Son el relato de los días que navegó a su lado mientras unos pocos hombres enviciados con el poder se negaban a quererlo:
“Este hombre, de cuarenta años, mediana estatura, bien constituido, de anchos hombros, con los cabellos negros, las cejas enarcadas, los ojos negros y grandes patillas y mostachos, poseía un corazón dulce, sentimientos nobles y elevados. Muy afecto al bello sexo, no por eso perdía los fines que se proponía. No lo atemorizaban ni las desgracias ni las adversidades. Era muy valeroso, de gran sangre fría, apreciaba a sus soldados y era muy afectuoso con sus oficiales… Se hubiera dado por bien servido si le hubieran confiado el comando de la escuadra de Colombia en la base de Cartagena, pero aparecía como competidor el almirante Brión, quien murió pocos días antes en su patria, la isla de Curazao, donde había ido a desahogar su pena por haber sido privado del comando de la marina y haber caído en desgracia con Bolívar. Sus cenizas fueron colocadas en un mausoleo, erigido en medio del fuerte libertad, con una inscripción francesa alusiva a sus talentos, a sus virtudes, a su valor, a sus desgracias y empresas”.
De aquel mausoleo o inscripción no queda rastro. Se lo tragó el mar con su boca sonora.
*Andrés Ruiz Worth (Bogotá, 1989) ha publicado textos periodísticos y de ficción en El Espectador, la revista impresa Semana Sostenible y la revista digital Mitos Mag. En 2020 recibió la Beca de Periodismo Literario del Instituto Distrital de las Artes de Bogotá por el proyecto La champeta exquisita. Vive en Cartagena de Indias.